“La canción de la aldea”, de Antonio Reyes Huertas

La canción de la aldea fue la última novela publicada por el escritor extremeño Antonio Reyes Huertas. La obra fue escrita entre diciembre de 1929 y mayo de 1930 en Campos de Ortiga, finca cercana a Campanario, su pueblo natal.

La novela, junto con ocho estampas campesinas, no se publicó hasta 1952 con motivo del homenaje que se le tributó a su autor. Posteriormente, en el año 2002 el Ayuntamiento de Campanario y el Fondo Cultural Valeria reeditaron una edición facsimilar de aquella edición-homenaje de 1952, al cumplirse el cincuenta aniversario del fallecimiento de su autor, ocurrido en agosto de 1952.

Como suele ocurrir en la mayor parte de sus novelas, la trama de la obra es bastante simple, con personajes corrientes y acción sencilla.

El principal protagonista de la novela es el joven madrileño José Aznar de Cieza, que llega a la localidad extremeña de la Garda con el objeto de vender unas tierras que heredó de su madre y tratar de poner un poco de orden en su vida amorosa. Allí conoce a su prima Mercedes, atractiva joven de la localidad por la que se siente atraído. Sin embargo, el protagonista, sintiéndose abrumado e incapaz de distinguir entre sus intereses y sus sentimientos, huye cobardemente a Madrid.

   «Aquel peso que soportaba sobre mis hombros aumentó con esta actitud despegada de Mercedes. No he visto luna tan triste como la de aquella noche de junio, con ser plena, redonda y solemne. Ni perros tan ariscos como los que me ladraban saliendo a mi paso, igual que si no me hubieran visto nunca en la aldea. La galga del Mochilo estuvo a dos pasos de morderme, más furiosa aún que cuando otra noche me encerró como a liebre en casa de mi tío.»

Pero la verdadera protagonista de la novela vuelve a ser Extremadura, la tierra natal del escritor, por la que éste siente un inmenso amor. Reyes Huertas nos muestra en esta historia el campo extremeño con todo su esplendor y toda su dureza.

Andrés Calderón, amigo del escritor y promotor del homenaje que se le tributó en 1952, escribe en el prólogo de la edición-homenaje de la obra: «La canción de la aldea, obra gemela de La sangre de la raza, simboliza la producción de Reyes Huertas y refleja maravillosamente sus más acentuadas cualidades.

La canción de la aldea es eminentemente moralizadora. En ella reverdece Reyes Huertas los laureles de costumbrista que tanta altura cobraron en La sangre de la raza. El amor a Extremadura, a sus hombres recios y sanos, a sus mujeres bellas de cuerpo y de alma, honradas y hacendosas, a sus campos fecundos y entrañables, refulge en esta novela como gema preciosa. Y en ella, en fin, Reyes Huertas canta sus mejores trinos y luce esa cualidad de poeta que, como polvillo de oro, se diluye por toda su obra, dándole la tonalidad suave, al par que brillante, de su inimitable estilo.

Ved cómo pinta en ella nuestro paisaje de estío:

    “Yo tomé aquella mañana la senda tan pasajera que iba a mis tierras. Estaba todo el aire lleno de zumbidos de abejas y sobre los trigos volaban las alondras desgranando collares de trinos. Yo iba viendo por el caminillo en cuesta la opulencia de mis tierras, convertidas en tablas de mies, empezando a espumar el oro de sus espigas. Las cebadas habían adelantado su siega y algunos rastrojos amarilleaban ya con las gavillas tempranas amontonadas al sol. Olía todo aquel camino como a polvo reseco de este sol, a tréboles agostándose, a granas cuajadas de carretones, tendidos como redes blanquecinas en las barrancas, y a esa fragancia del rastrojo nuevo, todavía húmedo y sangrante de savia”.

López Prudencio, uno de los críticos que han estudiado a fondo a Reyes Huertas, ha dicho de él: “Hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en la que nadie le ha superado. Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días –los que dure la acción– en el pueblo donde ésta se desarrolla compartiendo todas sus emociones y viviendo con pena llegar el momento de abandonar el pueblecito”.»

No podemos estar más de acuerdo. Por eso es aconsejable leer a Reyes Huertas despacio, sin prisas, paladeando cada frase, cada palabra, para poder disfrutar el mayor tiempo posible de los maravillosos cuadros que pinta con sus palabras. Otra buena novela del escritor de Campanario. Muy recomendable.

SINOPSIS

   «Quiero huir de todos estos recuerdos de la aldea, y estas emociones de la aldea me persiguen tenazmente. Creía yo despreciar a la aldea cuando me alejé de ella, y la aldea se ha vengado de mí, infiltrándose, como el desierto, el ensueño calenturiento de un oasis. Es este día de nieve cierro los ojos para huir de la visión de la aldea, y la aldea viene a míe con el corazón abierto y palpitante.»

Tal vez La canción de la aldea sea la novela más personal de cuantas escribió Antonio Reyes Huertas en su larga trayectoria literaria. No es la más popular –título que sin duda le corresponde a La sangre de la raza,– ni la más combativa –La ciénaga–, ni la más cosmopolita –Viento en las campanas–, ni la más cinematográfica –Lo que la arena gravó o Luces de cristal–; ni siquiera la más moderna –Mirta, a mi entender– ni la postrera –La casa de Arbel–, pero sí la más íntima y confidencial, por las especiales circunstancias que concurrieron en su publicación.

La obra, que había sido escrita entre diciembre de 1929 y mayo de 1930, por muy diversos avatares, fue postergando su aparición, que empezó a concretarse definitivamente en los primeros meses del año 1951. La editorial catalana que, con gran éxito, publicaba en los últimos tiempos las novelas de Antonio Reyes Huertas le requirió un nuevo original. Este, entonces, entrega el texto de La canción de la aldea, tal y como, por otra parte, estaba ya previsto en el contrato suscrito entre el novelista y la editora.

Pero, en el momento en que se estaban realizando las preceptivas copias para la censura, la comisión organizadora del homenaje a Antonio Reyes Huertas se pone en contacto con el escritor y le solicita una novela inédita para su publicación como edición homenaje. Reyes Huertas demanda entonces de la editorial Hymsa la cesión, para tal fin, del texto de la La canción de la aldea y la empresa, de forma generosísima, accede a la petición.

Pero Reyes Huertas no entrega la obra sin más, sino que se lanza, a pesar de su delicadísimo estado de salud, a un verdadero ejercicio de recreación, anulando ciertos pasajes, enfatizando otros y reescribiendo una parte sustantiva de la obra. Y todo ello, en momentos especialmente trágicos para su autor. Porque éste, sin duda, y a pesar de que, ante los más allegados, siempre simuló desconocerlo, sabía con certeza la gravedad de su dolencia.

Reyes Huertas supo, por tanto, que aquella edición de La canción de la aldea, muy posiblemente, sería la última de sus obras que vería publicar en vida. Y, por ello, la quiso también convertir en una síntesis de su abundante quehacer narrativo, además de en un tributo emocionado a lo que más amó en vida: su esposa, su familia, su tierra, las gentes que en ella habitan… y su fe.

(Del estudio preliminar incluido en la edición de 2002, por Antonio Basanta Reyes)

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

   «Por no atribularme del todo, salí en seguida del olivar y emprendí el regreso a la aldea. Mi reloj se había parado, pero debía ser la hora de mediodía, porque de la torre de la iglesia vino un toque de campana y corrió como plañidera por los campos. Se habían levantado ya algunas nubes y el viento frío soplando del lado de los montes las hacía navegar en el remanso del cielo, y sus sombras, rasando sobre los sembrados, parecían el vuelo lento de aves gigantescas y silenciosas. Toda la ribera dijera yo entonces que se había oscurecido con un velo de tristeza. Y esta impresión deprimente de las nubes, de la campana quejumbrosa, de los niños descalzos en la ribera, del olivar desvinculado, de los perros ariscos, del viejo agobiado bajo su saco de hierbas y de aquel galope como fúnebre que tejían los sembrados como si los pies de genios invisibles danzasen en el aire sobre ellos, me parecieron entonces la canción de la aldea, la pobre canción triste y desvalida de la Garda…»
    […]
  «En mis fases de sentimental, solía bajar por las tardes a la ribera. Abril había vestido ya por completo las alamedas del río y en los chopos gigantes, de un verde como estremecido, volaban las oropéndolas y cantaban los ruiseñores. En la torre de la iglesia, desde hacía tiempo, las cigüeñas se habían constituido en vigías y bien dormitaban sobre la veleta, bien repicaba los picos al borde de los viejos nidos. En estas tardes me parecía que todo el campo se llenaba de olor de miel, porque en cada aleteo del viento venía una oleada de pólenes calientes y un efluvio voluptuoso de fecundidad. Los chopos, cuando soplaba el viento de abril, me daban una extraña imagen: la de las mujerucas que yo había visto arropadas en sus propias sayas, entraban en la iglesia echándose la falda por la cabeza. Porque las hojas todas de los chopos se volvían del mismo lado y parecían arropar el tronco con una cobija sonajera a cigarras o a panderetas.
   Me acercaba entonces al olivar de los Cieza cuyo nombre decía don Lucas, parecía entrañar un símbolo permanente de vida y de corazón. Desde el camino, asenderado por los mochileros, veía la casa, blanca de cal, con los rosales de enredadera ya vestidos de pompa cubriendo parte de las paredes y tejiendo un arco verde a la puerta de la entrada. En los más tempranos reventaban ya los capullos como corazones henchidos que iban pronto a estallar. Pensaba que allí se había sentado en estas tardes mi madre y me parecía verla en su estampa adorable, contemplando sonriente el paisaje, siguiendo el vuelo de las golondrinas y oyendo la sinfonía de oro que bordaban las abejas sobre los cálices de las algamulas. ¡Cómo hervía allí, cerca del camino, el colmenar! Era como un zumbido denso y caliente de bordones de guitarra, un enjambre de notas dulces y graves, tan copioso y alado como el de las mismas abejas.»
    […]
   «Ellos no conciben la felicidad sin la tierra. Para un campesino la tierra es el alma sagrada, inmutable y eterna, la que preside la caducidad de las demás cosas, la que da el pan y la salud, y sobrevive a la muerte para el pan y la salud de los los hijos. Y a ese amor a la tierra vinculan oscuramente el otro amor del hogar, no haciendo nunca el hogar y la tierra incompatibles, sino alas de un mismo corazón.»
   

“Los humildes senderos”, de Antonio Reyes Huertas

«Con la zarcita del río
he comparao tu querer,
que en cuanti que más la corto
más brotes güelve a tener.»

Los humildes senderos es la primera novela del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas. Publicada en 1920, la novela fue escrita en 1917, un año antes que La sangre de la raza, su obra más conocida y celebrada.

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La novela nos traslada a la típica aldea extremeña de vida sencilla y monótona donde parece que nunca pasa nada. Sin embargo, la tranquilidad de esta aldea, estancada en el tiempo, se ha visto finalmente alterada. Las dehesas del Concejo, donde los aldeanos encontraban trabajo y recursos, han sido adquiridas por un potentado absentista, don Juan Manuel Valdivieso, que ni labra las tierras ni consiente que se las labren. Éste sólo visita su hacienda una vez al año, pero desde lejos proyecta su siniestra sombra sobre la aldea, controlando la hacienda y la vida de los campesinos con procedimientos caciquiles.

    «Hoy los ancianos saben que hay una palabra llamada progreso y que éste apareció un día por la aldea en figura de agente desamortizador. Y aquellas dehesas del concejo donde tenían la mies, donde desplegaban el abanico de oro del trigo y hendían con el hacha el tronco de la encina, donde pacían el propio merino y la vaca familiar y un régimen comunal hacía de la aldea un símbolo des patriarcado, estas dehesas donde todos hallaban salud, abundancia, trabajo y bienestar, las arrancó el progreso de las manos de todos juntos y las depositó en las de uno solo que constriñó la austera e hidalga vida el recinto de las ya míseros hogares y a los límites de las heredades muradas con toscos cantos de granito…

    Vive así hoy la aldea la vida raquítica y pobre de su desgracia, de su abandono y de su vencimiento. Ni alientos tiene para llorar su incurable mal, su heroica esclavitud de trabajo rudo que labra paciente las tierras, implora los arrendamientos, paga los tributos al Fisco y mira al cielo, como esperando de arriba la redención.

    Nada turba el sosiego de muerte de la aldea… Sólo de vez en cuando pasa por allí una banda de titiriteros, que al día siguiente desaparecen, sin decir adónde van, o el aire triste de una leyenda sentimental, como esta que vamos a referir, y que queda en la memoria de los viejos y en el corazón desgarrado de alguna mujer…»

Como ocurre en la mayoría de sus obras, la trama de la novela es bastante elemental, con personajes corrientes y acción sencilla. El propio autor escribió en el prólogo de la primera edición de la obra: «Aquí está, pues, esta novelilla, o lo que sea, presentándose sin rubores por su sencilla acción, común, ingenua, poco nueva, pero humana. Sus personajes hablan y discurren como hombres. No tienen su caracteres resortes complicadísimos. Viven de un modo corriente, y si alguno sueña, sueña como se suele soñar en esta baja tierra, o groseramente o con el ideal: que a veces, entre la mezcla de apetitos, intereses y miserias nace una flor de poesía que lo espiritualiza y purifica todo. A algunos parecerá tal vez la novela demasiado sencilla; sentimental y romántica con exceso a otros.»

Como en casi todas sus creaciones, la auténtica protagonista de la historia es Extremadura, la tierra natal del escritor de Campanario, por la que éste siente un profundo amor. Lo que verdaderamente trata de mostrarnos Reyes Huertas en su novela es la dureza y la belleza del campo extremeño, y el modo de vida y los usos y costumbres de las gentes de esta tierra a principios del pasado siglo.

El considerado mejor escritor costumbrista de Extremadura demuestra un profundo conocimiento de la cultura rural, del folclore, de las costumbres, y del habla popular de esta tierra.

Reyes Huertas emplea un lenguaje muy rico y preciso, destacando sus extraordinarias estampas del campo extremeño, e introduce la variante del dialecto extremeño utilizada por el pueblo llano en sus conversaciones.

    «–El tiempo, que es el mejor remedio de esas picaduras.

   –¿El tiempo? Cate usté que no estoy conforme tampoco. Acaece con eso una cosa asina como con las zarzas. Nacen en su heredá, y como estorban tanto, las roza usté con el calajós. Pero al mes siguiente güelven a nacer. Y güelve usté a rozarlas, y hasta las prende yesca, y las machaca, y cree usté que ya está concluío; pero pasa el tiempo y nacen por otro lao con más retoños. Y una de dos: o tiene usté que ajoyar la heredá entera, porque las raíces están por toas partes, o tiene usté que dejar que las zarzas hagan lo suyo. ¿Usté no sabe la compla?

Con la zarcita del río
he comparao tu querer,
que en cuanti que más la corto
más brotes güelve a tener

    Pos lo mismo les ocurre a ustés: las zarcitas del buen querer están enraizás por too el cuerpo, y cuanti más tiempo pase, más se engarruñan. Y con nadie iba usté mejor que con la señorita. ¡Vale por un Potosín!»

De la obra se desprende una profunda añoranza por una forma de vida humilde y sencilla, apegada a la tierra y en trance de desaparición, empujada por el “progreso”. Y denuncia el abandono del mundo rural, la corrupción electoral, y las que considera «las dos plagas de Extremadura: el caciquismo y el absentismo.»

La novela Los humildes senderos se encuentra disponible para su lectura en el siguiente enlace:

Acceso a la edición de 1920 en formato digital

    «Hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado. Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito»

   López Prudencio

SINOPSIS

Estructurada al modo clásico, según la tríada de planteamiento, nudo y desenlace, Los humildes senderos repite las notas habituales en la novelística de su autor: trama elemental, personajes estereotipados, intencionalidad ideológica, preocupación social resuelta desde parámetros tradicionales, didactismo, riqueza lingüística, interese etnográficos y amor al paisaje extremeño.

La parte primera dibuja las dramatis personae. Ya las líneas iniciales del preliminar puesto por el autor ilustran bien sobre las concepciones ideológicas del mismo, que sin duda marcarán la obra. Reyes Huertas une como elementos connaturales la serenidad y la paz de los espíritus con el entorno aldeano, que preside el edificio de la iglesia. Allí se mantienen los antiguos valores, lejos de la turbación generada por la vida moderna, a saber, las fábricas, los ferrocarriles, las actividades mercantiles. Presidida por los viejos, la existencia discurre entre las costumbres y usos tradicionales, las labores agroganaderas, las prácticas religiosas, la evocación de las antiguas grandezas. “He ahí el castizo austero vivir español que tuvieron nuestros antepasados”, apunta el novelista, nostálgico, consciente de que es un mundo en trance de extinción. En este marco discurre la narración, que el propio Huertas califica como de “leyenda tradicional”.

Sus personajes responden a estereotipos fácilmente identificables. El párroco, un cura adepto ferviente al carlismo, socarrón y populista, de sólida cultura clásica (¡cómo le gusta usar el latín!), entusiasta del paisaje rural, enfurruñado con el progreso, no sin sentido de la justicia social, funciona como trasunto del propio autor. Es enemigo acérrimo del prócer que, aprovechándose de las desamortizaciones, compró la mayor parte del término local, empobreciendo a los campesinos. Aunque ausente (la plaga del absentismo es un azote del campo extremeño, permanentemente denunciada por el novelista), desde Madrid controla con métodos caciquiles (otra gran lacra de nuestras poblaciones), incluyendo la corrupción electoral, la aldea, que visita cada año. Así lo hace ahora, convertido en Ministro de Fomento. Le rinde homenaje el maestro local, hombre acomplejado, cuyo hijo, Enrique, es un mozo de grandes prendas, ambicioso, con facilidad para la pintura. Le da clases el párroco, que sueña para él un espléndido futuro. Don Francisco, el médico, pone la sensatez un escéptica (pero puede gastárselas muy fuertes: ganarán presencia según avance el relato). Marinela, sobrina del cura, es la novia de toda la vida, encarnación de las virtudes femeninas tradicionales. Constituye la antítesis de Amalia, la dominante esposa aún joven del ministro, con quien mantiene una pareja formada por puro interés y mal avenida. Adornada con la belleza diabólica del ángel caído, esta rica hembra seducirá a Enrique presentándole las ventajas de Madrid frente a las limitaciones del pueblecito. (En la comparación entre corte y aldea, tan cara a nuestro novelista, éste siempre rechaza la urbe, done ve el nido donde se incuban los males todos).

En la parte segunda, se desarrolla el drama. Mientras Enrique triunfa en Madrid, escandalizando con la publicación de sus desnudos a los habitantes de la aldea, aquí impone sus antojos el ministro liberal. Eso provoca las iras del cura, que se decide a ira pueblo por pueblo, “avivando el fuego sagrado de la Cruzada” a favor del carlismo. Llamo la atención sobre este término, que años después tendrá tanto éxito. Nuevas añagazas del cacique dan al traste con el éxito de los concejales de la Comunión carlista. (El amaño de las urnas por parte de los caciques es otra constante en el agro extremeño, denunciada por Reyes Huertas ya en La sangre de la Raza). Se hacen públicas las relaciones adúlteras entre el pintor y Amalia, lo que acarreará consecuencias trágicas para el joven. Incluso las langostas se suman al desastre, con una horrible plaga, que el novelista describe bien (como hiciese Felipe Trigo en las primeras páginas de Jarrapellejos). Es la ruina de la aldea.

La parte tercera y última, la de mayor longitud, narra el regreso de Enrique a la aldea, único lugar para su posible, al fin frustrada, salvación. Reyes Huertas intensifica aquí todo el aparataje etnográfico, sin duda para reforzar estilísticamente las tesis conservadoras. Hace su aparición el habla local, en boca de un humilde y recio paisano, Lino. La conversación ente él y el joven no tiene precio desde el punto de vista etnológico. (También Trigo, por no decir los escritores regionalistas del momento, usan el habla dialectal para sostener el aspecto rústico de ciertos personajes). Huertas, que como tantos extremeños hace transitivo el verbo “quedar”, en algunos pasajes glosa poemas de Gabriel y Galán, vertiéndolos a prosa. Se refuerzan así sus mensajes conservadores. Junto a magnífica descripciones del paisaje extremeño y de juegos rurales –excelente la del “juego de los membrillos”– se incluyen multitud de coplas, romances, tonadillas y otros poemas de la lírica popular.

Enrique ha vuelto tuberculoso, con “el mal largo” que entonces se le decía eufemísticamente. Sólo en la aldea podrá curar cuerpo y espíritu. Asunto difícil, en cuanto a la tisis, antes de la aparición de la penicilina, agravado espiritualmente por las lecturas de Nietzsche y Schopenhauer, a las que Enrique se dedica y el cura detesta como sus grandes enemigos ideológicos. Sin embargo, el buen clérigo será parte fundamental para conseguir la reconciliación de los dos jóvenes. Según él, los senderos humildes, reales y alegóricos, son siempre preferibles. No hay, sin embargo, solución para los que los olvidan. Se reanudan sus amores pasados, como signo de un futuro esperanzador. Pero vuelven también al distrito Valdivieso y Amalia, quien a la postre desencadenará el desenlace trágico. Todo terminará desoladamente. La conclusión didáctica no puede ser más pesimista: no existe remedio para quien se olvida de los principios tradicionales.

(Del estudio introductorio por Pecellín Lancharro)   

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO 

    «Y, en tanto, en sus propias dehesas unos puntitos negros y alados habían empezado a revolverse y a agruparse, formando cordones largos y obscuros como gigantescas serpientes. Un día avanzaron desplegados como un ejército. Otro día levantaron el vuelo y cayeron como una nube sobre la hoja.
    Todo el pueblo gimió lástimas para sus desventuras. Bregaron con ese afán, con esa desesperación de los que ven que de las manos se les arrebata la vida entera. Tomaron lindes y barrancas con ardor de locos, en ansias de ahuyentar la nube; pero eran miles, millones, los viscosos insectos, que, acosados, llenaban un instante el campo raso de las eras, y después volvían a caer sobre las hazas.
    Y era una bendición la hoja. Sana y lustrosa, la irisaba el sol, dorando las espigas lozanas de las cebadas y matizando de púrpura el verdor reluciente de los trigos. Una hermosura que amenazaba destruir el vientre insaciable de aquella nube. Y tras esta nube vino otra, y otra, y veinte más, de devoradores saltones, que, como acróbatas, como saltimbanquis, se colgaban de los tiernos tallos, unos sobre otros, en una cadena gris, sucia, repugnante, hasta escalar las espigas y doblarlas y abatirlas y hacerlas caer, en fin, roídas por la sierra de sus bocas.
    Tres días después, de lo que fue opulenta hoja, altos trigos, cebadas ondulantes, avenas que mostraban ya florecido el racimo de sus raquis, quedaba una extensión amarillenta y pajiza de altos tallos desmochados, inmóviles y rígidos, cual si una trágica segur hubiera segado todas las cabezas de aquellos cuerpos, y éstos quedasen en pie en el campo desolado, entre las amapolas flameantes, que parecía la sangre de la tragedia.»
[…]
    «Espíritu artista, sin embargo, el de Enrique, sintióse agradablemente impresionado por la variada perspectiva de aquellos campos y la exuberante belleza del conjunto. Las tardes claras del otoño extremeño son radiantes y solemnes en la aldea. Tiéndese la hoja en una lejanía sin fin, como un mar abierto y entrañable. La luz rebrilla en la punta de los tallos, y, cuando el aire corre, parece que una mano invisible se goza en ir alisando el verde terciopelo del prado y cambia su tonalidad en vivos colores, en bellos cambiantes, en relucientes iris, como si fuese dejando prendidos sobre la hierba jirones de púrpura y de oro. Lejos se elevan los montes azules, cubiertos de jara, de lentiscas, de charnescas y de madroños, y allá en la cumbre un rebaño de cabras pone unos puntos blancos en la calva terrosa del pizarral. En las dehesas calientan las encinas al sol sus copas venerables, mientras entre sus troncos triscan y balan los recentales recién nacidos y alarean los pastores entre la música de las esquilas. De vez en cuando suena una flauta, y es el zagal que duerme la tarde con una dulzaina triste y melodiosa… Los olivares muestran su redondo fruto, morado ya en cierne de la sazón, y entre los olivos, una copa más verde y más obscura indica un corpulento nogal, un membrillero antiguo, un granado pomposo, o un alto laurel, fuerte y erguido como un gigante… Desliza en tanto el río entre los chopos su cinta clara y bruñida, y al llegar el agua a la presa de algún molino, se detiene y se amansa, murmura luego, empuja los pretiles después y al fin salta espumosa con un ruido fresco de tempestad.
    Camino de los huertos iba y venía la multitud, en busca de los membrillos para la fiesta. Todo el camino era un cántico que apenas se percibía con el ruido de tantas músicas confundidas. Sones de tamboril y de flauta, y el ronco rumor de las vihuelas de cada grupo. Luego, al desembarcar con las frutas en el ejido, un mismo cantar vibraba en los corros que le llenaban:
¡Fiesta de los membrillos,
hoy hace un año
que los amores míos
se festejaron!
¡Fiesta de los membrillos,
hoy hace un año!»

FUENTES

  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Pecellín Lancharro, M. Estudio introductorio a Los humildes senderos. Sevilla, Renacimiento, 2005

 

“Estampas campesinas extremeñas (ed. 1978)», de Antonio Reyes Huertas

                                                    ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!

En el año 1978, la Editora Nacional publicó el libro titulado Estampas campesinas extremeñas, una selección de estampas campesinas del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas, con prólogo de Isabel Montejano y estudio literario de Antonio Basanta.

Reyes Huertas compuso, además de poesías y de novelas, multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y sobre todo estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

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Estampas campesinas extremeñas recoge un total de 25 estampas campesinas publicadas en distintos medios periódicos entre 1936 y 1948.

Según el propio autor, la “estampa” es “actualidad periodística escenificada en los medios campesinos”.

Como señala Antonio Basanta: «En la “estampa campesina” el paisaje deja de ser un mero telón de fondo, para pasar a constituirse como un elemento absolutamente singular, omnipresente, ante el que todo se doblega. El propio autor lo llegó a reconocer, diciendo:

En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción. En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje”…

El campesinado extremeño había sido el depositario de todo un amplio tesoro folklórico, plasmado en coplas, bailes, romances, dichos, leyendas… Su aislamiento le había permitido guardar con pureza unas costumbres que, aquilatadas con el paso de los siglos, hablaban de su verdadera enjundia. Pero en el presente siglo se impone un cambio total de las estructuras sociales. La técnica avanza a pasos agigantados, derribando en su empuje lo que mimosamente había sido conservado generación tras generación. Y el campesino, ante tal envite, se siente desvalido. Reyes Huertas es consciente del problema, y pone su pluma al lado del más débil.»

«¡Cuán lejos de todos los motivos de la ciudad esta tarea sencilla de tomar el sol! ¡Tantas bibliotecas y tantos millares de volúmenes en Madrid y no saber, sin embargo, que esta hierbecilla que parece una estrella verde con pelusa blanca se llama algamula y que a la primavera echa un tallo coronado de flores moradas donde bordonean con su nota de oro las abejas!»

Como ocurre en sus novelas y en sus cuentos, en estas Estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños en las primeras décadas del pasado siglo. En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

En fin… Un buen libro, escrito con una esmerada prosa, y con algunos diálogos campesinos en habla extremeña realmente geniales. Absolutamente recomendable

«Todos los elementos que conforman la «estampa campesina» cobran vida en el lenguaje con que los relatos están expresados. La principal característica de aquél es la continua adecuación al estrato social que en cada momento está presente. Así, en una misma narración, al lado del más pulido castellano que emplea el escritor para transmitirnos los contenidos particulares, encontramos el dialecto extremeño en el que se expresa toda la masa rural».

Antonio Basanta Reyes

SINOPSIS

«Porque Extremadura lo fue todo para él. Y cuando alguien, muchos intelectuales amigos, escritores, le decían que había que dejarse de localismos y escribir más en universal, contestaba: “Si no llego a dar un mensaje universal, será por mí mismo, porque no sabré hacerlo. Pero no porque sitúe los hechos en un pueblo extremeño, en lugar de hacerlo en cualquier lugar de un país extranjero”. Y sí que dio un mensaje universal, precisamente porque lo hizo con una literatura limpia, correcta, elegante, como un reto al desquiciamiento de hoy…

El sabía escribir de muchas cosas, pero terminaba siempre haciéndolo de Extremadura, a la que definió como una tierra fecunda y redentora. Sus estampas campesinas son el mejor testimonio de su amor al pueblo.» Del Prólogo a un hombre de bien. I. Montejano.

«Su afán por mostrar a través de sus obras las peculiaridades de su región natal le vinculan, indefectivamente, al costumbrismo… Toda la extensa obra de Reyes Huertas se halla impregnada de un extremeñismo sincero, pero ninguna de modo tan profundo como aquellas narraciones breves por él denominadas estampas campesinas». Del Estudio literario. A. Basanta

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO     

    Es la mañana clara y pone sombras azulinas y húmedas en la fila de casas donde abre sus puertas la del «señó José». Este, sentado junto a la jamba de granito de la portada, mira pasar a las mozas que vienen del pilar con suscántaros rezumantes, a los madrugadores que traen ya de las viñas uvas, melones e higos y van como derramando en la calle un olor temprano de vendimia, y a las golondrinas, que, siguiendo esa línea de la sombra, trinan y se alborozan a la caza de hormigas voladoras.
    A estas horas el pueblo tiene ese aspecto matinal, casi doméstico, que le dan los vecinos en sus primeras ocupaciones. Se abren las portaladas, se llevan a abrevar al pilón las yuntas y las buenas amas de casa riegan sus tiestos, echan las granzas a los pollos y airean los doblados. Huele así el pueblo a paja nueva, a grano almacenado y a albahacas maceradas a la sombra. Hay paz, rumores mansos, ecos de alguna esquila de las vacas que abrevan en el pilar, y el «señó José» se siente como arrullado en el regazo blando y fresco de la mañana… Le ha llegado también la época de su descanso. 
(Los pollos tomateros)
[…]
    Seguramente que de los tres árboles genuinos de nuestra flora, el olivo, la encina y la higuera, este último es el que más tradición familiar guarda para nuestros recuerdos. No habréis visto un huertecito extremeño sin que tenga plantada una higuera. La encina es árbol patriarcal que sirve de símbolo de la raza; en el olivo recordamos al abuelo o al padre que lo plantó; pero en la higuera adentramos muchas emociones de nuestra propia vida, porque a la sombra de ese árbol se han deslizado los días más alegres de nuestra infancia. ¿Quién de nosotros no se ha subido de niño a la higuera del huerto familiar o a la del vecino a coger los higos maduros? ¡Y qué tentación los higos para los niños! ¿Para los niños sólo? Otra vez los versos de Gabriel y Galán, en que el Lobato tienta a la borrega con la perspectiva de un manjar que a aquella hora –sería la del alba– tendría trasuntos paradisíacos:
 ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!
    Pero hay que saber comer los higos como dice la experiencia de los campesinos: «la higuerá con la vacá»; esto es, a la hora en que mejor pastan las vacas. O al aire del amanecer, cuando todo huele a rocío de madrugada, o al relente tardío de los atardeceres, cuando también se rezuma todo de brisas que empiezan a ser aguanosas.
    Hay que partir entonces los higos con el olor de los crepúsculos y el de las sombras que guardan las hojas, siempre frescas y húmedas, de la higuera. Viéndolos rezumar el néctar, traspasados de aromas, cuajados en miel, con un enjambre posado de bolitas de oro en la blanca pulpa. 
(Higueras extremeñas) 

[…]

    El molinero vino entonces desde una de las piedras:
   –Estamos en confianza, tío Ojitos, y si le parece va usted a echar una mano con nosotros a las migas.
   –Pa mí ya sería repetir, gracias –respondió sonriente el tío Ojitos.
   Cogió cuando dijo eso las tenazas, sacó un tizón de la lumbre y en él encendió una colilla de cigarro, apartándose para chuparla.
    –No crea usted eso de la repetición de las migas –me dijo entonces por lo bajo el molinero–. A lo mejor no ha probao entavía el desgraciao en toa la mañana un cacho de pan.
    Y luego en alta voz al viejo:
    –Bueno, hombre, pero siéntese usté a la lumbre. Esos del porche, como son jóvenes, no tienen frío. Se seguía voy a echar en la tolva la mochila de usté mientras comemos.
    La molinera sabía hacer las migas y parecía deleitarse en su operación: remojándolas bien, picándolas menudamente, volteándolas con habilidad, revolviéndolas con maestría, cuidando de la llama mansa y perenne de la lumbre para darles el punto. De la sartén subía un vaho cálido y apetitoso de buen condumio casero. Luego colocó encima de las migas los pimientos fritos, sacó de la alacena un plato de aceitunas y entregando una cuchara al convidado le instó:
    –Vamos, tío Ojitos, pa luego es tarde.
(Las migas del molino)

FUENTES

  • Basanta Reyes, A. Estudio literario a Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978
  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Montejano Montero, I. Prólogo a un hombre de bien en Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978s. Campanario, FCV, 1997

 

 

“Estampas campesinas extremeñas (ed. 1997)», de Antonio Reyes Huertas

   «Bendiga Dios aquel día
  en que yo te conocí,
 y aquella tarde en que a dambos
 nos oyó el cura que sí.»

En el año 1997, el Fondo Cultural Valeria de Campanario publicó el libro titulado Estampas campesinas extremeñas, una selección de estampas del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas, con estudio introductorio de Inés Isidoro Rebolledo.

Reyes Huertas compuso, además de poesías y de novelas, multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y sobre todo estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

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Estampas campesinas extremeñas recoge una selección de 45 estampas campesinas, escritas con cuidada prosa, que aparecieron publicadas en distintos periódicos durante el periodo 1927-1936.

Según el propio autor, la “estampa” es “actualidad periodística escenificada en los medios campesinos”.

Como escribe Inés Isidoro Rebolledo en el estudio introductorio del libro, «el hecho de que sean “periodísticas” implica necesariamente su brevedad y ha influido decisivamente en la dispersión de las Estampas.

Al definirlas como “escenificadas”, no se aparta en un punto de la verdad, ya que su utilización de los diálogos dentro de las Estampas Campesinas crea el equivalente a pequeñas escenas teatrales, que añaden una vivacidad y fluidez al relato que recuerdan en ocasiones a los mejores sainetes de la época.

Pero es el hecho de que se desarrollen “en los medios campesinos” y más aún, en los medios campesinos extremeños lo que les confiere la unidad y les da carácter regionalista, entrañable, folklórico en el mejor sentido de la palabra.

La ambientación extremeña nos la da, no sólo por sus descripciones paisajísticas o por los problemas que expone, sino, sobre todo, por su utilización del lenguaje, el cual se mueve entre dos polos. La lengua culta del narrador, con una admirable precisión y riqueza de palabra, entre las que no faltan los vocablos específicos extremeños, y el habla ruda y simple de los diálogos campesinos, con palabras y construcciones lingüísticas rústicas, tomadas de las que oía en los pueblos (Campanario, Quintana de la Serena, Magacela, etc.)

Los relatos de costumbres son pormenorizados y nos detallan unas labores campesinas que ya han caído en desuso, unas canciones y bailes que van desapareciendo, y en general un acervo folklórico que él conocía muy bien y en el que se siente cómodo.»

    «De perdíos al río. Y ya que a usté no le convendrá nunca mi trato amos a ver si me conviene a mí el suyo. Le compro ese peazo de la linda por lo que sea razón. Y cuente usté que el suyo no es como éste. No han de arar en el suyo las yuntas como ararán mañana en este miajón. Se jundirá aquí la reja hasta los orejones y saldrá a cá lao una tierra manteosa que paecerá la han untao de la jugue. Con ese olor que antes les decía a ustés: un olor de condumio sabroso que es talmente el olor de la merienda. No se rían ustés: ustés no saben lo que es merendar a la sementera, al borde del barbecho recién labrao con la blandura de las primeras aguas. La vianda sabe mejor y cuasi no se sabe distinguir si lo que come uno se ha empapao del olorcillo del labrantío, o es el labrantío el que se ha empapao de olorcillo de la fiambrera. Lo dicho; le compro a usté su peazo si me lo vende.»

Como ocurre en sus novelas y en sus cuentos, en estas narraciones recogidas en Estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños en las primeras décadas del pasado siglo. En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

«Los diálogos constituyen un factor esencial para crear el ambiente de las Estampas. Crean mini-escenas teatrales llenas de colorido y, a veces, de acción y violencia soterradas. A su vez, éste recurso literario engloba otro, la utilización del lengua popular. Antonio nos hace escuchar frecuentemente a los campesinos para que oigamos sus refranes, sus canciones, su “pronunciación” típicamente extremeña.»

Inés Isidoro Rebolledo

SINOPSIS

El Fondo Cultural Valeria de Campanario quiere con la edición de este libro sacar del olvido a Antonio Reyes Huertas, poeta, novelista, autor de Estampas, etc, ya que sus publicaciones son escasas a pesar de la demanda de sus obras en el mercado literario.

Con esta selección de Estampas campesinas extremeñas se pretende mostrar al fiel público del autor de Campanario la faceta más fecunda de su obra literaria, que mejor le representa, y que supone el fiel retrato de un costumbrismo auténtico como exaltación de su tierra, de su raza, de sus costumbres y de nuestros valores regionales.

De esta manera, se va a remediar una injusticia histórica y se va a permitir al lector recuperar la memoria colectiva de una Extremadura que ya ha desaparecido en buena parte.

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

      Y es ya una voz que sale de entre los segadores. Un detalle de arte de la siega. Porque esta operación requiere las prácticas de un verdadero arte. Ni todos los campesinos saben segar, ni es fácil la improvisación en el aprendizaje. Arte en la manera de manejar la hoz y que sería peligrosa sin la ciencia de una buena postura; arte en la costumbre de saber calcular el pan; arte en la habilidad de echar las llaves a la manada con una sola mano; arte en la soltura de hacer con siete manadas iguales el rampojo, y arte, por fin en el modo de llevar el corte entre el manigero y “la burra”, la derecha y la izquierda de los segadores.

    Ellos lo expresan con una terminología que simplifica otras explicaciones y que entienden perfectamente los campesinos:

    –“Abre corte el manigero y siguen los demás con un rampojo de diferencia. Llega el manigero al final, gira la mano, cantea y entra la burra…

    –¿Entendío? –pregunta entonces Zacarías […]

    –A propósito –dice Zacarías–. “Esta es la siega: poco pienso y mucha brega”, queriendo decir eso que no apetece el cuerpo más que cosas frescas y que se come poco y se súa mucho. “Segaor, ¿cuál es tu presa? El barril en la talega”. “Dijo el agua al vino : tú pa la jacha, yo pa el jocino”.

    Y añade con cierto prurito de conservar su prestigio de refranero:

    –Y tocante a lo que dijo aquel segaor, tengo pa mí, que los refranes que creía se me quejaban en el cuerpo son estos respectivos a la siega: “Buen lampojo llena troje y llena ojo”, “Segaor que te agachas ¿cuál es tu senara?” “Ni grano ni paja, que es faramalla”. “Dijo el trigo a la cebá: Dios te dé mala segá”. Porque, pa que usté comprenda, cuando la siembra está mala es cuando hay que segar bajo, y cuando llueve en la siego de la cebá es que el trigo tiene buen tempero pa la granazón […]

    La siega de las leguminosas, como habas, garbanzos y chícharos, la suelen hacer los “mozancos” y las mujeres. El verdadero segador casi se considera humillado con hacer estas faenas, y corre un refrán que es toda una síntesis de la psicología varonil de estos campesinos: “Segaor de grano gordo, pa yerno de otro”

(La siega)

      […]

    Ahora con las luces de la tarde, se contemplaba la campiña toda redonda en el horizonte. Porque se había hecho el cielo más suave y azul y tenía el aire una serenidad cristalina sin las irisaciones y temblores del mediodía.

    La tierra olía a todas las flores que había abierto y caldeado este sol de abril que iba vistiendo de primavera el recio campo extremeño. Y había una menudita flor gualda, con un cerco morado, ante la cual se detenía siempre Amparo preguntando curiosa y vacilante a su marido:

    –¿Es ésta la flor, Turón?

    Turón, el nombre de camarada de la partida de mozos, erguía entonces el busto encorvado sobre la tierra. Sonreía un poco indulgente y acudía a la vera de la mujer adoptando un aire de importancia para aquel menester.

    –Con unas cosas y con otras no vamos a coger ni tres libras de trufas. ¿Pero todavía no conoces la flor? Fíjate: no se confunde con ninguna: la que tiene ese reondal morao, casi negro, en la campanita amarilla. Busca bien, que por aquí hay trufas. Porque casi siempre te salen criaíllas.

    –¿Qué más da? –sonrió Amparo.

    –Eso digo yo: pero la gente prefiere estas criaíllas negras que llaman trufas a las criaíllas blancas, que no son más que criaíllas. Dicen que las trufas son más finas. Yo nunca distinguí el sabor y mira que he comío criaíllas de tierra desde que me salieron los dientes. Lo que sí tienes que ver es que las trufas están más jondas y son más menúas. Las blancas levantan más bulto y cuasi que se ven a flor de tierra.

    Él mismo, haciendo palanca con el cuchillo, lo hincó en la tierra y sacó a la superficie el fruto oculto.

    –¿Lo ves? Blanca. Las negras casi que hay que tener olfato par dar con ellas. Sigue tú aquí a lo que salga, que allí hay un mancho de trufas.

    Ella le sacudió un poco el sombrero manchado de tierra. En silencio y mirándole suavemente a los ojos. Una forma del amor en una limpia mujer campesina. Y el amor que tiene intuiciones hasta en las almas más rudas suscitó en él el orgullo de saberse atendido por la que hacía una semana era ya su mujer.

    –Bueno, que no estamos en ninguna visita pa ver si va uno bien cepillao. ¿Quiés que tenga el sombrero como si fuamos de boa?

    Y era otra forma del amor en Turón el trabajador. Como lo puede expresar un alma varonil acortezada por la reciedumbre del campo. Parco en mimos y hondo en afectos del corazón. Porque para dar un verdadero sentido al diálogo, encorvado de nuevo sobre la tierra, Turón canturreó una copla que pareció colgarse de los flecos azules de la tarde:

    «Bendiga Dios aquel día

    en que yo te conocí,

    y aquella tarde en que a dambos

    nos oyó el cura que sí».

(Trufas baratas)

FUENTES

  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Isidoro Rebolledo, Inés. Prólogo a Estampas campesinas extremeñas. Campanario, FCV, 1997

 

 

“Cuentos y estampas campesinas extremeñas”, de Antonio Reyes Huertas

«Me lo ha lavado,
me lo ha tendido,
y en el romero verde
ha florecido…»

En el año 2008, la Diputación de Badajoz publicó el libro titulado Cuentos y estampas campesinas extremeñas, una selección de narraciones cortas del autor extremeño Antonio Reyes Huertas, con edición literaria de Manuel Simón Viola.

Además de novelas y de poesías, el escritor de Campanario compuso multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

Cuentos y estampas campesinas extremeñas recoge, en el apartado de cuentos, una serie de narraciones cortas que Reyes Huertas publicó bajo la denominación de cuentos, romances y leyendas. Destacan los cuentos sobre lobos, escritos a partir de las historias que oyó contar a los pastores extremeños.

Además de por su mayor extensión, los cuentos se diferencian de las estampas, según expresa Manuel Simón Viola en la introducción del libro, en que en ellos «existe una progresión dramática que avanza hacia un desenlace, a la vez que el protagonista sufre una transformación perceptible».

El volumen también incluye una cuidada selección de estampas campesinas, su faceta literaria más fructífera, de las que escribió alrededor de unas tres mil. Según el propio autor, la «estampa» es «actualidad periodística escenificada en los medios campesinos». En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

En palabras de Manuel Simón Viola, «las «Estampas campesinas» que Reyes Huertas fue publicando por centenares en diarios y revistas de toda España, son auténticos cuadros de costumbres rurales en que se dibuja un paisaje, un rincón de aldea, un tipo humano peculiares de nuestra región. El hombre de campo –de ahí campesinas”–, mejor que el habitante de ciudad, guarda las más genuinas esencias regionales, lo mejor de la tradición cultural extremeña de la que es profundo conocedor. Al igual que en las novelas, se «pinta» en las Estampas una Extremadura idealizada con un punto de nostalgia por la perdida de las viejas tradiciones ante el avance del progreso».

      «De pronto, el viejo Antón levantó al aire, ufano, uno de los frutos y me lo mostró engreído:

    –El mejor melón de la estrella. Está en su punto. Pruébelo usté y dígame si ha catao en su vida cosa tan rica como esta.

    Diciendo y haciendo, rajó con su navaja el melón. Goteaba un néctar concentrado que inundó como de aromas maduros todo el cuadro del melonar. Y me ofreció en la punta de la navaja un trozo de pulpa blanca como témpano de nieve espolvoreada de azúcar. Decía verdad el viejo Antón, porque esta pulpa fulgente, llena de zumo, dijérase que era un licor de miel que adentraba el sabor de la madrugada.»

Como ocurre en sus novelas, en estas narraciones recogidas en Cuentos y estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños de las primeras décadas del pasado siglo. También, en algunos de estos textos, Reyes Huertas introduce la variante del extremeño utilizada por el pueblo llano en sus conversaciones.

Estamos ante un buen libro, escrito con una excelente prosa, y que hará las delicias del lector. Muy recomendable

SINOPSIS

Como ocurre con sus novelas, los cuentos y estampas de Antonio Reyes Huertas (Campanario, 1887, se sitúan en el territorio del costumbrismo, corriente literaria que se mueve en los niveles superficiales o profundos del folklore, atraída por modos de vida en lo que estos tienen de gregario, persistente y local. Tanto los primeros, que contienen tramas narrativas abocadas hacia un desenlace, como las segundas, en que los personajes se convierten en “tipos” y los espacios en “cuadros”, nos dan la imagen de una Extremadura campesina como un mundo reglado en peligro de desaparición ante el avance del progreso urbano. Junto a la denuncia de los graves problema de este entorno (seres desvalidos víctimas de la crueldad aldeana y del abandono institucional), sobresale la acusada predilección “intrahistórica” del autor por los humildes oficios de supervivencia: vendedores ambulantes, chalanes, molineros, pastores, loberos, segadores, espigadoras.

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

    Refrán de marzo, porque la tarde era toda nubes y aire y el campo no olía más que con ese aroma triste de las ruedas silvestres que habían despuntado las cabras. A veces la ropa tendida ondeaba sonora y húmeda con el ruido de un cuero sacudido. Y hasta el cantar del agua era un rumor sombrío, misterioso y persistente, como una pena del alma.
   Con el cabello alborotado, las ropas mojadas y con los ojos llenos de viento, la moza temblaba restregando, al lavar, los dedos en el batidero de granito. No sonaban compañeros más que los soplidos del viento y los cristales que iba rompiendo la corriente en las piedras, porque la copla humana, caliente y varonil del gañan que araba cerca, parecía insensible a la soledad de la moza y, cuando llegaba, decía sólo nombres y afanes extraños…
   Alguna vez ella levantaba la cabeza y miraba el paso de la yunta y la estampa del gañán. Era éste alto y garrido, y cuando restallaba el látigo y apretaba la mancera, venía un crujir más amplio de la tierra, como si ésta se hiciese blanda y voluntariosa. Pero en los labios del mozo la música no rimó una sola vez el nombre de Teresa, nombre que aquella tarde le pareció a la moza una palabra desabrida que decía sólo pobreza y voluntad.
   Recogió la ropa, ya casi entre dos luces, mientras él, desde lejos, desuncía la yunta y desarmaba el arado. Y ya en el camino, cuando la moza tiritaba bajo su desamparo, el gañán la alcanzó y dijo envolviéndola toda con la sonrisa y la voz:
   –¿Quieres que te lleve la canasta?
Apeose de la mula y él mismo, ante la resistencia de Teresa, alcanzó la canasta y la fue sujetando en la cruz de la mula. Aún sonaba el y cantaban los cebolleros cerca de los charcos con una armonía lejana y melancólica, pero la charla animosa y chancera del galán repetía dulce el nombre de Teresa y ella se imaginó que ya tenía esta palabra un significado lleno de miel y de compañía […]
   Y al despedirse, cuando ya en la entrada del pueblo, el mismo, con un mimo acicalado, volvió a colocar la canasta en la cabeza de Teresa, preguntó sonriente y ufano:
   –¿Conque la derecha esta noche?
   –Bueno…, está bien…
   Montó él de nuevo en la mula y como un piropo sonó calle adelante el cantar galano que no llegó a brotar antes en toda la tarde:
«Me lo ha lavado,
me lo ha tendido,
y en el romero verde
ha florecido…»
   Y Teresa, oyéndolo, completó mentalmente la primera estrofa de aquella música, que decía la dulce curiosidad que tienen las mozas del arroyo claro por saber quién lava el pañuelo de los mozos que cantan.

(La promesa)
       […]

 

   «El tío Joaquín miró atentamente al «Aguilucho» y añadió:
   –Esto contaba en sus tiempos el tío Milaro, que lo oyó contar a su vez a otro mayoral con quien él estuvo. Por eso cuando oigo decir que alguien es hijo de mala madre me acuerdo de este relato de la madre loba. La loba jambrienta, cruel, dañina, de perversos instintos, que nota que le roban al hijo y pa rescatarlo ella misma respeta el hijo ajeno, que es la presa que ha robao… Y por madre se hace generosa y mansa…
   Se interrumpió porque de nuevo sonaban agitadas las campanillas del rebaño y balaban los corderos como desmadrados. El «Aguilucho» se levantó.
   –Estate quieto tú –dijo a Gabrielo–. Voy yo a ver… Seguramente se han corrío toas al poniente y ha caío una estaca con esta ventolera.
   –Es mi turno –reclamó para sí como un deber de hombría Gabrielo.
   Y el tío Joaquín sonrió entonces como un patriarca.
   –Déjalo esta vez… Es el perdón que te pide por lo que dijo. ¿Por qué? ¿Va a ser él menos que una loba? Si una loba se hace güena por madre, ¿qué va a hacer un hijo de madre humana que comprende ya lo que es una madre sino llamar a cualquier hijo hermano y pedirle perdón como sepa? Has estado hecho un hijo, «Aguilucho».
    Y al decir esto pareció llenarse de corazón toda la majada.
(La leyenda de la madre loba)
    […]

 

   Alrededor de los olivos se va amontonando en un ancho cinturón oscuro el fruto desprendido del ordeño. Huele este fruto a ese aceite virgen que no se puede denominar más que con su propia palabra de óleo. Y huelen también jaramagos aguanosos removidos con el ir y venir de los aceituneros. Y otras hiervas innominadas, sacudidas por el picoteo del apaño.
   Las manos se engarrotan de frío. Se pega a ellas el barro de los surcos, porque hay que buscar las aceitunas soterradas en los pliegues de la arcilla penetrada de hilillos de agua. Y estos dedos, helados apenas pueden liar los cigarros con que se entretiene y engaña la áspera caricia de la mañana invernal.
   –¡Ah, qué bien nos vendría un ratito en la lumbre!
   –¿Sí? Pues a ello. Cinco minutos para secar las manos al fuego hasta que se pueda con ellas hacer cómodamente «el huevo».
   Los aceituneros se miran unos a otros como dudando de esta felicidad que parece una tentación. Tan acostumbrados están a que nadie repare en ellos, que el bien de la compasión les parece hasta inverosímil.
   –Que sí, hombre, que es de verdad. A calentarse un rato. Hasta por egoísmo, si vosotros queréis, porque trabajando a tiritones se adelanta menos que trabajando a gusto. 
(Mañana de diciembre)

FUENTES

  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Viola, M.S. Introducción a Cuentos y estampas campesinas extremeñas. Badajoz, DPDB, 2008
  • Viola, M.S. Medio siglo de Literatura en Extremadura: 1900-1950. Badajoz, DPDB, 1994

 

“La sangre de la raza”, de Antonio Reyes Huertas

«Tengo mi corazón lleno de aldea,
lleno de sol, de cielos y de campos
y de ansias de un vivir noble y sencillo».

La sangre de la raza es una novela del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas. La obra fue compuesta por el escritor de Campanario, a lo largo de los meses de octubre a noviembre de 1918, en Campos de Ortiga, finca cercana a la localidad de Campanario, y se publicó por primera vez en 1919. La novela, considerada la mejor de su autor, tuvo una enorme acogida por parte del público, a pesar del silencio de la crítica. La primera edición de la obra se agotó rápidamente, siendo reeditada en numerosas ocasiones.

D10

La novela nos narra la historia del joven César Medina, afincado en Madrid, que se ve obligado a trasladarse a la comarca extremeña de La Serena para hacerse cargo de la finca familiar que posee en Torrealba. Allí conocerá a Dolores, hija de una rica familia local, de la que se enamora.

Sin embargo, la auténtica protagonista de la historia es Extremadura, la tierra del escritor de Campanario, por la que éste siente un profundo amor. Lo que verdaderamente trata de mostrarnos Reyes Huertas en su novela es la dureza y la belleza del campo extremeño, y el modo de vida y las costumbres de las gentes de esta tierra a principios del pasado siglo.

El considerado mejor escritor costumbrista de Extremadura demuestra un profundo conocimiento de la cultura rural, del folclore, de las costumbres, y del habla popular de esta tierra. Como señala Viola Morato en la introducción de la obra, en los diálogos de la novela,aparecen dos variantes idiomáticas: un castellano sin incorrecciones, en que se expresan los protagonistas y las fuerzas vivas del pueblo, y el extremeño que utiliza el pueblo llano en deliciosas conversaciones de regusto castizo.

    «Frasco cortó de repente el hilo de su conversación y detuvo el mulo, reparando en unas voces. Un mocetón araba a un lado del camino, algo distante, y con rotundos vocablos arreaba a la yunta que se atollaba.

    –¡Pon la telera mas somía» -grito Frasco- y no las jostigues! ¡Asina! ¿Ves como pa tóo hayle que tener maña?

     Luego Frasco, arreando al macho, se agregó a Medina:

   –Es mu pinturero, -sabe usté? Bastián, el rondaor de la mi hija. Como la yunta es nueva, pos tiene sangre y lo que hace es entrar el arao más de lo debío.

    –¿Y por eso blasfema?

    –A la inorancia, senorito. Es güen muchacho. A los probes no hay que tomarnos en cuenta esos dicharachos. Se dicen sin intención, y Dios no hace caso de eso.» 

Por todo ello, La sangre de la raza constituye un documento de un extraordinario valor para el conocimiento de las tradiciones, de los modos de vidas, y de los usos y costumbres de los campesinos extremeños en las primeras décadas del pasado siglo.

Pecellín Lancharro, en su conocida obra Literatura en Extremadura, expresa que «el estilo de Reyes Huertas, muy cuidado, de gran riqueza léxica, lleno de emotividad y lirismo, ha sido elogiado con razón. Sus descripciones del campo extremeño resultan muy atrayentes. Lingüísticamente, esta obra, como otras muchas del mismo novelista, es de extraordinario valor. No solamente porque sus personajes más populares utilizan el habla extremeña, sino porque el mismo narrador emplea múltiples términos y giros de nuestro decir popular. Pero no acaba aquí el interés de La Sangre de la raza. Reyes Huertas es una mina para el estudio antropológico del hombre extremeño. Recoge y describe con toda meticulosidad múltiples manifestaciones folclóricas de nuestra tierra: el gerinaldo, la fiesta de la matanza, las corridas de gallo, el petitorio, la encamisá, la candelaria, el juego de la calva, amén de los más relevantes platos extremeños (la caldereta, las migas, el cochifrito, el gazpacho…), cuyas reglas y gastronomías se nos ofrecen, llenan su obra».

En fin… Una buena novela, con pasajes magníficos, y con algunos diálogos en extremeño verdaderamente geniales. Y que, además, podemos leer a partir del siguiente enlace:

Acceso a la edición digital de la novela en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

SINOPSIS

¿Quién hizo el lenguaje castellano 
fresco y claro raudal que corre y brilla
como el agua en el surco del verano?
Con un nombre y un título se traza
Quien supo conseguir tal maravilla:
Reyes Huertas… La sangre de la raza”
              Manuel Monterrey en Medallones Extremeños

Cesar Medina, joven huérfano, lleva en Madrid una vida frívola y disoluta. Sin parientes cercanos -su padre se suicida en el casino de

Montecarlo dejando grandes deudas- y con dificultades económicas regresa a Extremadura de donde es originario, a La Concha pequeña aldea próximo a Torrealta, para ponerse al frente de la última finca familiar: La Millona.

Ignorante de las labores del campo, por el que siente un cierto despego, debe enfrentarse a deudas contraídas en la capital y con su propio administrador fraudulento. Observa con distanciamiento despectivo y amargo las costumbres campesinas: la caza, la matanza, la cocina regional, las fiestas populares; conoce en Torrealta a Dolores, hija, como él de grandes terratenientes, pero lleva una vida retraída en el campo.

Mira a los criados alternativamente con simpatía y aprensión por su comportamiento ingrato y desleal -con excepción del fiel Frasco-. Convencido por él, hace una vida mas social -celebra monterías, participa en fiestas populares-. Enamorado de Dolores sufre ahora sus desvíos; pero el amor lo transforma: Ie une a la tierra y a los campesinos por los que empieza a interesarse personalmente -subiendo sueldos, dotando a sus hijos, compartiendo sus celebraciones-. Ayudado por el boticario y su esposa consigue congraciarse con Dolores. Ambos están profundamente enamorados y acabarán contrayendo matrimonio, convirtiéndose en modelos de propietarios rurales.

El otro hilo argumental -las tensiones sociales en la región- también tendrá un final feliz; impugnadas las elecciones en el distrito, han de repetirse:todo depende del resultado en Torrealta. Fernando, candidato conservador hermano de Dolores, es elegido diputado con la ayuda de los criados de Cesar que, por gratitud hacia su «nuevo» amo, han acudido a votarle.

Tanto si la referencia es la producción narrativa completa de Reyes Huertas como si lo es la de otros narradores coetáneos al novelista extremeño. La Sangre de la raza sobresale por la amplia acogida de publico, muy superior a la concedida a escritores de primera fila del mismo periodo, y por la pervivencia de esta aceptación a través de momentos históricos muy diversos. Heredero de fórmulas narrativas decimonónicas, el novelista nos deja un valioso testimonio de su propio tiempo enriquecido por el pintoresquismo de las escenas, la presencia coral del pueblo y sus antiguos ritos cíclicos cargados de autenticidad y belleza, en un mundo rural cargado asimismo de dramáticas contradicciones ante las cuales el escritor opta, con frecuencia, por la nostalgia del pasado frente a un futuro que intuye cargado de amenazas.

ANTONIO REYES HUERTAS

Poeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
      Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

    Después Medina, no sabiendo qué hacer, se dirigió a una majada. Estaba ésta solitaria, en la paz de la tarde que resbalaba perezosa y solemne, llena de sol. Medina se apeó del caballo y entró en el chozo. Olía éste a torvisco, a helechos, a ese vaho característico de las majadas… Vio dónde dormían los pastores: los poyos de piedra, cubiertos de pieles de carneros, y experimentó la sensación desagradable de esa vida rústica y áspera de aquel chozo ahumado, donde escurriría la lluvia y se colaría el huracán en aquellas noches de invierno, gélidas e inclementes. La misma paz de la majada, el silencio de la tarde y la visión geórgica de las gallinas, picoteando la hierba de la cañada, asperezaban más las ideas de Medina, que no podía estar tranquilo. Era una atonía, una desazón, una roedura interior que le invadía toda el alma, sin acertar a explicarse que es lo que le ocurría en definitiva.
    Mareado de dar vueltas, entró en la casa ya bien cerrada la noche. Había en la cocina estruendo de zambombas y un barullo de canturreos. 
[…]
    –Estamos en lo mas alto, señorito advirtió Frasco–. Denque aquí se domina medio mundo.
    Medina, entonces, avanzó hasta subir a un picacho. Se descubría desde allí un panorama vastísimo, inconmensurable: un cerco de castillos como almenas de una gigantesca muralla: de frente el de Magacela, más allá el de Medellín, del otro lado el de Almorchón, a la espalda el de Puebla de Alcocer, y allá, más lejos, el de Montánchez, asomándose todos a profundas quebraduras y tenebrosos tajos, coronando el amplio cinturón de montes que circundaban la inmensa planicie, y como recreándose en la contemplación de aquella fecunda haza salpicada de pueblos: Villanueva, la Haba, Don Benito, Orellana, Campanario, Coronada, Quintana, Castuera, populosas villas y ricas ciudades y humildes aldeas, campos de salud con abundantes mieses, tupidos encinares, pomposas viñas, dilatadas dehesas, olivares centenarios, frondosos naranjales, la comarca mas fértil, más rica y más laboriosa de la más grande y rica región de la patria.
   Resplandecía el sol animando y vivificándolo todo: las perspectivas de los caminos en el ajetreo mañanero de la vida campesina, las tendidas sábanas de verdura, donde pacían los rebaños, la cinta azulada del Guadiana, con sus anchas tablas, vena caudalosa de aquel paisaje solemne y ubérrimo, y alma suya, inefable y serena.
    iQué grande, que magnífica se despertaba ahora esta alma recóndita del paisaje! Hasta la voz de la campana de La Cancha, corriendo por aquellos campos, ponía un eco de intenso alborozo sobre la vida. A Medina Ie pareció que este eco debían de estar repitiéndolo también las campanas de todos los otros pueblos del llano y que a esta voz intensa y religiosa despertaba ahora toda el alma de nuestra raza, tan fecunda y tan pródiga, que, con derramarse sobre todo el mundo, no llegó a agotarse ni a resentirse.
    ¡Y que grande Ie pareció entonces a Medina Extremadura! Allá lejos, siguiendo las estribaciones de la sierra de Montánchez, alzaba sus hirsutos picos la crestería de las Villuercas, donde adivinó Medina el monasterio de Guadalupe, símbolo de toda esa alma de la raza, centro de una esplendorosa civilización y cuna de nuestra historia en América. En devota peregrinación a este monasterio evocó Medina la figura de aquellos locos aventureros que corrieron como centauros las fabulosas pampas americanas: Hernán Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa, Hernando de Soto, Pedro de Valdivia, claros varones extremeños que él se imaginó prosternados en Guadalupe antes de emprender las conquistas de Méjico y del Perú, atravesar los Andes, domeñar las tribus y descubrir los vastos y profundos mares, toda esa maravillosa historia de dos siglos que Extremadura sola hincha, llena y hace resplandecer por el mundo. La vida, la civilización, la nueva savia espiritual de América, inoculada de esta sangre extremeña, fecunda e inexhausta, para que perpetuamente, en ese himno sereno y augusto de la historia de los pueblos, la vieja España oiga a través de los mares el eco balbuciente de otros nuevos pueblos que han recogido de hijos de Extremadura la herencia de su genio y el rico patrimonio de su lengua.
    ¡Extremadura! iQué épica, qué heroica se Ie presentaba entonces a Medina esta región! Sufrida, noble, laboriosa e hidalga, ella parecía ser la mandataria de las otras regiones en las grandes empresas peninsulares. No satisfecha con escribir ella sola la historia del Nuevo Mundo, ella asiste a todas las catástrofes y todas las venturas de la patria y en todas las palpitaciones de esta alma nacional, cada latido lleva un eco de Extremadura. Ella nutría de capitanes los tercios de Flandes, las compañías de Italia, la expediciones de África; y cuando llega aquella convulsión patriótica por la santa y viril independencia, Extremadura se desangraba en Medellín, recobraba su vigor en Talavera, se enardecía en Cantagallos, cantaba triunfal en la Albuera, y ahora en la paz cuando, perdido el emporio colonial, ni la desgracia lograba empañar el sol de nuestra grandeza, mientras la patria descansaba como rendida, vieja, pero no agotada, Extremadura entera reposaba también al sol, mostrando sus entrañas para dar oro de sus mieses y para que en otras regiones innumerables fabricas, en una actividad laboriosa y patriótica, enorgullecieran a España tejiendo las blancas y finísimas guedejas de sus vellones merinos…
    Medina, enardecido por estos pensamientos, no pudo contener su entusiasmo y gritó desde el pico mas alto del monte:
    –¡Viva Espana! ¡Viva Extremadura!

FUENTES

  • Pecellín Lancharro, M. Literatura en Extremadura, II. Badajoz, Universitas, 1981
  • Viola, M.S., Introducción a La sangre de la raza. Badajoz, DPDB, 1995
  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia