“La colmena”, de Camilo José Cela, una de las grandes novelas españolas del siglo XX

    «La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones. La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena…  ¡Que Dios nos coja confesados! »

La colmena es una novela del escritor español Camilo José Cela, Premio de las letras Príncipe de Asturias 1987 y Premio Nobel de Literatura 1989, publicada en Buenos Aires en 1951. En España no se publicaría hasta el año 1955, por oposición de la censura franquista.

Escrita entre 1945 y 1950, la acción de la obra se desarrolla en Madrid a lo largo de unos pocos días del mes de diciembre de 1942; concretamente de dos y de un tercero, tres o cuatro días más tarde, en el que se sitúa el final de la novela. Una ciudad, el Madrid de la inmediata posguerra, captada en sus aspectos más sórdidos y poblada por unos personajes en su mayor parte desgraciados.

Una novela sombría que, como dice el autor en la nota que precede al texto de la primera edición, «no aspira a ser más –ni menos, ciertamente– que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre».

Estamos ante una obra coral con casi trescientos personajes, de los que solo una treintena cobran verdadera importancia. Con ella, el autor de La familia de Pascual Duarte quiso mostrar la triste y cruda realidad de aquellos difíciles años de la posguerra en España. Retrata una sociedad pesimista, mediocre y desesperanzada. Por eso los personajes, que, en su mayoría, suelen intervenir poco, están cuidadosamente seleccionados y sus vidas se entrecruzan, a semejanza de las celdas de una colmena.

Pese a su aparente sencillez, La colmena es una novela muy trabajada por su autor. Utiliza las palabras justas y un lenguaje muy cuidado, que oscila entre lo poético y lo vulgar, para producir el efecto deseado en el lector. En su mayoría de rechazo, pero de comprensión y hasta de ternura a veces.

Gitanillo

    «Al niño que cantaba flamenco le arreó una coz una golfa borracha. El único comentario fue un comentario puritano:

    ¡Caray, con las horas de estar bebida! ¿Qué dejará para luego? El niño no se cayó al suelo, se fue de narices contra la pared. Desde lejos dijo tres o cuatro verdades a la mujer, se palpó la cara y siguió andando […]

    El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral. Son muy pocos sus años para que el dolor haya marcado aún el navajazo del cinismo -o de la resignación- en su cara, y su cara tiene una bella e ingenua expresión estúpida, una expresión de no entender nada de lo que pasa. Todo lo que pasa es un milagro para el gitanito, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro milagro.

    Detrás de los días vienen las noches, detrás de las noches vienen los días. El año tiene cuatro estaciones: primavera, verano, otoño, invierno. Hay verdades que se sienten dentro del cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar.»

Estamos ante una de las grandes novelas españolas del siglo XX y probablemente la obra cumbre de su autor. Muy recomendable

La colmena es la novela de la ciudad, de una ciudad concreta y determinada, Madrid. […] No presto atención sino a tres días de la vida de la ciudad, que es un poco la suma de todas las vidas que bullen en sus páginas, unas vidas grises, vulgares y cotidianas, sin demasiada grandeza, ésa es la verdad. La colmena es una novela sin héroe, en la que todos los personajes, como el caracol, viven inmersos en su propia insignificancia”.

Camilo José Cela

En el año 1982, la novela fue llevada la cine con el mismo título por Mario Camus y contó con un extenso elenco de figuras del cine español así como con una cuidada ambientación.

Camilo José Cela escribe en el prólogo a la primera edición de la novela: «La Colmena no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad (…) no aspira a ser más que un trozo de vida narrado sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que vive -en nosotros o fuera de nosotros-; nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente como dicen los boticarios (…) Su acción discurre en Madrid, en 1942, y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices, y, a veces, no». (Filmaffinity)

SINOPSIS

La gran novela urbana de Camilo José Cela.

En el Madrid de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil, los destinos de numerosos individuos de varias clases sociales y con diferentes actitudes ante la vida desfilan en una secuencia de breves y fascinantes viñetas narrativas. Con la ciudad como personaje, el conjunto es el retrato de una sociedad en la que el estraperlo, el hambre, la prostitución y el miedo conviven con efímeros destellos de ternura y humor. Publicada en 1951 en Buenos Aires debido a los problemas con la censura, La colmena, una de las obras maestras de Cela, constituye un hito fundamental de la narrativa española, que contribuyó a renovar de manera decisiva.

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       «Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia leñe y nos ha merengao. Para doña Rosa, el mundo es su café, y alrededor de su café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de Andalucía.»

La crítica ha dicho:

   «Uno de los escritores más radicales de todo el siglo XX. […] Los relojes corren a favor de Camilo José Cela, segundo a segundo, minuto a minuto, hasta marcar la hora exacta de su eterna maestría.» Alberto Olmos

   «El último gran escritor español, creador de fábulas, de lenguaje, de palabras, con una capacidad prodigiosa para expresarse.» Francisco Umbral

   «Ser escritor hasta sus últimas consecuencias implicaba, para Camilo José Cela, un completo haz de responsabilidades: desde el denodado esfuerzo por dominar el idioma hasta la hábil administración de una presencia social.» Darío Villanueva

CAMILO JOSÉ CELA

cela_camilo_joseCamilo José Cela Trulock. (Iria Flavia, La Coruña, 11 de mayo de 1916 – Madrid, 17 de enero de 2002). Escritor y académico español, galardonado con el Premio Nobel de Literatura.

En 1925 su familia se traslada a Madrid. Antes de concluir sus estudios de bachillerato enferma y es internado en un sanatorio de Guadarrama (Madrid) durante 1931 y 1932, donde emplea el reposo obligado en largas sesiones de lectura.

En 1934 ingresa en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Sin embargo, pronto la abandona para asistir como oyente a la Facultad de Filosofía y Letras, donde el poeta Pedro Salinas da clases de Literatura Contemporánea. Cela le muestra sus primeros poemas, y recibe de él estímulo y consejos. Este encuentro resulta fundamental para el joven Cela, que se decide por su vocación literaria. En la facultad conoce a Alonso Zamora Vicente, a María Zambrano y a Miguel Hernández, y a través de ellos entra en contacto con otros intelectuales del Madrid de esta época. Antes, en plena guerra, termina su primera obra, el libro de poemas Pisando la dudosa luz del día.

En 1940 comienza a estudiar Derecho, y este mismo año aparecen sus primeras publicaciones. Su primera gran obra, La familia de Pascual Duarte, ve la luz dos años después y a pesar de su éxito sufre problemas con la Iglesia, lo que concluye en la prohibición de la segunda edición de la obra (que acaba siendo publicada en Buenos Aires). Poco después, Cela abandona la carrera de Derecho para dedicarse profesionalmente a la literatura.

En 1944 comienza a escribir La colmena; posteriormente lleva a cabo dos exposiciones de sus pinturas y aparecen Viaje a La Alcarria y El cancionero de La Alcarria. En 1951 La colmena se publica en Buenos Aires y es de inmediato prohibida en España.

En 1954 se traslada a la isla de Mallorca, donde vive buena parte de su vida. En 1957 es elegido para ocupar el sillón Q de la Real Academia Española.

Durante la época de la transición a la democracia desempeña un papel notable en la vida pública española, ocupando por designación real un escaño en el Senado de las primeras Cortes democráticas, y participando así en la revisión del texto constitucional elaborado por el Congreso.

En los años siguientes sigue publicando con frecuencia. De este período destacan sus novelas Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona. Ya consagrado como uno de los grandes escritores del siglo, durante las dos últimas décadas de su vida se sucedieron los homenajes, los premios y los más diversos reconocimientos. Entre estos es obligado citar el Príncipe de Asturias de las Letras (1987), el Nobel de Literatura (1989) y el Miguel de Cervantes (1995). En 1996, el día de su octogésimo cumpleaños, el Rey don Juan Carlos I le concede el título de Marqués de Iria Flavia.

FUENTES

  • Cela, Camilo José. La colmena. Barcelona, De Bolsillo, 2021
  • Cela, Camilo José. La colmena. Madrid, Cátedra, 2010
  • Diccionario literario Bompiani

“Luna de lobos”, de Julio Llamazares

Luna de lobos es una novela de Julio Llamazares, publicada en 1985. Recién acabada la guerra civil, un pequeño grupo de combatientes republicanos huye de las fuerzas nacionales y de la Guardia Civil y se refugia en las cumbres heladas de las montañas de la vertiente leonesa de los Picos de Europa. Los años van pasando, pero el miedo, el instinto de supervivencia y la soledad permanecen. Como señala Miguel Tomás-Valiente en la cuidada edición de Cátedra, «fue la primera novela que publicó Julio Llamazares y es justo considerarla un clásico de nuestra novelística del siglo XX fundamentalmente por dos motivos. Uno es el de aportar a la literatura española, y más en concreto al grupo de novelas cuyo escenario de fondo es la Guerra Civil Española, un nuevo protagonista, el huido, el guerrillero maqui. El segundo motivo, de mucho mayor calado, es la eficaz elección de cada recurso literario, la sugerente potencia poética de las imágenes, la cuidada elección de cada palabra; en suma, la calidad estética de la novela. Todo este despliegue de belleza poética se ve reforzado al servir como instrumento de la representación de una época desdichada y como vehículo del relato de unos episodios de una dureza descorazonadora. Y, a su vez, el contenido de la narración se ve potenciado por el contraste que se establece entre la tragedia narrada y la sorprendente belleza con que está escrita.

Es una novela pesimista sobre la capacidad del hombre de convertirse en cazador de hombres, una reflexión sobre hasta dónde es capaz de llegar el hombre cuando la sed de venganza y la inquina le invaden y le dominan, cuando el odio que le nubla el entendimiento y el fanatismo que le ciega la razón lo convierten en un lobo para el hombre. Y es, también, una reflexión sobre las reacciones que esta cacería provoca en el ser humano acosado; sobre cómo, en tales situaciones, desde el instinto de supervivencia surge irremediablemente la violencia como respuesta única.»

    «–Escúchame bien, Ángel. Tenéis que marchar lejos cuanto antes, pasar a la otra zona, si podéis. Están buscándoos. No. No saben que estáis aquí –continúa él leyendo en mi mirada la sorpresa–. Buscan a todos los que estabais en Asturias. Saben que muchos habéis vuelto otra vez huyendo a través de las montañas. Y, en los últimos días, han cogido ya a unos cuantos: a Goro, a Benito, el del carrero, a dos o tres de Ancebos. Tienen todos los caminos y pueblos vigilados […]

    –Te acuerdas de la mina del monte Yormas, ¿verdad? Aquella mina abandonada donde nos refugiamos de la lluvia una vez que fuimos a por leña, hace ya años. Escondeos allí de momento. Hasta ver qué pasa. Juana o yo os dejaremos comida cada tres o cuatro días en la collada.

    Y, luego, mirándome fijamente:

    –Pero no os entreguéis. Pase lo que pase, no os entreguéis, ¿me oyes? Os matarían al día siguiente en cualquier cuneta como han hecho con tantos.»

La novela evita las argumentaciones políticas, centrándose en las vivencias de los personajes, que a pesar de las duras circunstancias que viven nunca llegan a perder la dignidad y su entereza moral

El autor de La lluvia amarilla conocía y había investigado los hechos sobre los que sustenta su magnífica novela. En alguna ocasión ha señalado que escribió la novela para recoger las historias que oyó contar de niño sobre los hombres del monte, que era como llamaban en su tierra a los huidos de la guerra. Demuestra, además, un enorme conocimiento de los territorios en los que se desarrolla la trama de la historia, las montañas y valles en los que nació y vivió durante su infancia; así como de la flora y la fauna de la zona.

El resultado de todo ello es una excelente novela, magníficamente escrita, que se lee con gusto. Imprescindible.

    «Cuando acabamos de cenar, Gildo y Ramiro se quitan las botas y las chaquetas, encienden sendos cigarros y se tumban en sus camastros, cerca del fuego.

     Son las cuatro de la madrugada y, esta noche, yo haré ya la guardia entera.

   Desde la boca de la cueva, con el pasamontañas calado y la metralleta cruzada sobre las piernas, no tardo en escuchar el bombeo regular y monótono de sus corazones cansados, las respiraciones profundas que preceden al sueño. Poco a poco, el monte comienza a recobrar la perfección de las sombras y sus misterios, el orden primitivo que la noche y el fuego disponen frente a mis ojos. Poco a poco, todo va quedando sepultado bajo la ingravidez profunda del silencio. Incluso esa luna fría, clavada como un cuchillo en el centro del cielo, que me trae siempre al recuerdo aquella vieja frase de mi padre, una noche volviendo cerca del cementerio:

    –Mira, hijo, mira la luna: es el sol de los muertos.»

En 1987 la novela fue llevada al cine con el mismo título por Julio Sánchez Valdés con actores como Santiago Ramos, que interpretaba a Ángel, y Antonio Resines, quien interpretó a Ramiro, y Kiti Mánver.

Al término de la Guerra Civil Española (1936-1939), algunos combatientes republicanos continúan hostigando a los vencedores con operaciones guerrilleras. Una de las zonas de resistencia fueron las montañas de León. En la comarca de Riaño, media docena de maquis mantienen una lucha muy desigual contra la Guardia Civil. Ramiro, Santiago y Gildo, tres milicianos, son perseguidos por una patrulla de la Benemérita al mando de un sargento que está enamorado de la misma mujer que Ramiro. Para conseguir el dinero suficiente que les permita llegar a Francia, los milicianos secuestran al dueño de una mina y exigen 150.000 pesetas a cambio de su libertad. (FilmaAffinity)

SINOPSIS

Es otoño de 1937. La partida de Ramiro «el Manco», integrada, además de por él mismo, por su hermano Juan, Gildo y Ángel –el protagonista y narrador–, ha cruzado las montaña, desde el Principado a la vertiente leonesa. Sin embargo, no pueden integrarse en la vida de sus pueblos: el nuevo régimen está fusilando a tos los excombatiente. Por eso se quedan en las montañas.

A estos hombres que se escondieron porque ni podían regresar a sus casas ni, por la razón que fuera, escapar a lugares más seguros para ellos, se les conoce como huidos y, en un principio, sus pretensiones no van más allá de la mera supervivencia. Sin embargo a medida que avanza la novela, avanza también el proceso en todos los sentidos: los militares que se alzaron contra la república ganan definitivamente la guerra e inician una terrible represalia; el monte se va a transformar para estos hombres que esperaban acontecimientos protegidos en sus entrañas, en una jaula, primero, y en una tumba después; los personajes se van asimilando al medio natural en el que viven, se animalizan progresivamente; cuanto más tiempo pasa, mayor es el acoso y mayor también la soledad de los huidos.

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    «–¿Qué os pasa? –pregunta Gildo–. ¿No vais a comer nada?

    Un silencio indiferente le contesta. Ramiro y Juan ni siquiera abren los ojos para mirarle.

    Yo tampoco tengo hambre. Desde que estamos aquí, apenas he vuelto a sentir el grito negro de la bestia que, en el fondo de mi estómago, bramaba desolada tantas veces en los últimos meses de la guerra y, sobre todo, durante los cinco días que pasamos sin comer huyendo a través de las montañas y en medio de la lluvia de otra bestia más concreta, más humana y sanguinaria, que perseguía implacable nuestros pasos. Es como si la humedad y el frío de la cueva se me metieran en los huesos y en el alma manteniéndome tumbado día y noche al lado de la lumbre, sin ganas de comer, ni de hablar, ni de asomarme siquiera a la boca de la entrada para observar el cielo encapotado y duro que, en sus aristas, tiene ya el aliento de la nieve y, en él, nuestra condena: antes de la primavera no podremos escapar de aquí.»

JULIO LLAMAZARES

llamazares_foto0Julio Llamazares nació en el desaparecido pueblo de Vegamián (León) en 1955. Licenciado en Derecho, abandonó muy pronto el ejercicio de la abogacía para dedicarse al periodismo escrito, radiofónico y televisivo en Madrid, ciudad donde reside. Ha publicado dos libros de poemas, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), que obtuvo el Premio Jorge Guillén, y un insólito ensayo narrativo: El entierro de Genarín (1981). Ha reunido sus principales artículos en el volumen En Babia (Seix Barral, 1991). Es autor de las novelas Luna de lobos (Seix Barral, 1985), La lluvia amarilla (Seix Barral, 1988) y Escenas de cine mudo (Seix Barral, 1993), que le han situado entre las figuras más destacadas de la narrativa española actual.

FUENTES

  • Llamazares, Julio. Luna de lobos. Barcelona, Ediciones Cátedra, 2018

“El lector”, Bernhard Schlink

El lector (Der Vorleser) es una novela del escritor y juez alemán Bernhard Schlink, publicada en 1995. El libro, que fue muy bien acogido por los lectores y por la crítica, ha sido traducido a treinta y nueve lenguas y ha recibido numerosos galardones.

Acabada la Segunda Guerra Mundial, en uno de los barrios de Berlín, un adolescente se siente mal al volver del colegio y Hanna, una mujer de treinta y seis años, acude en su ayuda. Unas semanas después, el muchacho, agradecido, le lleva a su casa un ramo de flores. Éste será el comienzo de una relación amorosa en la que, antes de amarse, ella siempre le pide a él que le lea en voz alta fragmentos de diversos libros.

     «Esperé en el recibidor. Ella se quedó en la cocina para cambiarse. la puerta estaba entornada. Se quitó el delantal y se quedó sólo con una combinación verde claro. Sobre el respaldo de la silla colgaban dos medias. Cogió una y la enrolló con rápidos movimientos de las dos manos. Se puso en equilibrio sobre una pierna, apoyó sobre la rodilla la punta del pie de la otra, se echó hacia adelante, metió la punta del pie en la media enrollada, la apoyó sobre la silla, se subió la media por la pantorrilla, la rodilla y el muslo, se inclinó a un lado y sujetó la media con el liguero. Se incorporó, quitó el pie de la silla y cogió la otra media.

     Yo no podía apartar la vista de ella. De su nuca y de sus hombros, de sus pechos, que la combinación realzaba más que ocultaba, de sus nalgas, que se apretaron contra la combinación cuando ella apoyó el pie sobre la rodilla y lo puso sobre la silla, de su pierna, primero desnuda y pálida y luego envuelta en el brillo sedoso de la media.»

El lector me ha parecido una novela muy interesante, bien escrita y fácil de leer. Me llamó la atención la referencia que hace de ella Irene Vallejo en su magnífico libro El infinito en un junco, y no me resistí a leerla, cosa que tengo que agradecerle:

  «Una mujer escucha leer a su amante adolescente en cada uno de sus encuentros eróticos. Me fascina imaginar esos momentos descritos en El lector, de Bernhard Schlink. Todo empieza con la Odisea, que el chico traducía en sus clases de griego del instituto. Léemelo, dice ella. Tienes una voz muy bonita, chiquillo. Cuando él intenta besarla, ella retira la cara: primero tienes que leerme algo. A partir de ese día, el ritual de sus encuentros incluye siempre la lectura. Durante media hora —antes de la ducha, el sexo y el reposo—, en la intimidad del deseo, él va desovillando historias mientras la mujer, Hanna, escucha con atención, a veces riéndose o bufando con desprecio, o haciendo exclamaciones indignadas. A lo largo de los meses y los libros —Schiller, Goethe, Tolstói, Dickens—, el chico de voz insegura aprende las habilidades del narrador. Cuando llega el verano y los días se alargan, dedican todavía más tiempo a la lectura. Una tarde de bochorno veraniego, recién acabado un libro, Hanna se niega a empezar otro. Es su último encuentro. Días después, el chico llega a la hora habitual y llama al timbre, pero la casa está vacía. Ella ha desaparecido de repente, sin explicaciones —el final de las lecturas ha marcado el final de su historia—. Durante años, él no puede ver un libro sin pensar en compartirlo con Hanna.

   Tiempo después, mientras estudia Derecho en una universidad alemana, él descubre por azar la oscura historia de su antigua amante: fue guardiana en un campo de concentración nazi. También allí hacía que las prisioneras le leyeran libros, noche tras noche, antes de arrojarlas al tren que las conducía a una muerte segura en Auschwitz. Por ciertos indicios, atando cabos, comprende que Hanna es analfabeta. Reconstruye la historia de una joven emigrada del mundo rural, sin educación, acostumbrada a trabajos de poca monta, que se embriaga con el puesto de mando en un campo femenino cerca de Cracovia. Bajo esa nueva luz se explica la dureza de Hanna, que a veces rozaba la crueldad, sus mutismos, sus reacciones incomprensibles, su sed de lecturas en voz alta, su marginación, sus esfuerzos por ocultarse, su aislamiento. Los recuerdos amorosos del joven estudiante se tiñen de horror y, sin embargo, toma la decisión de grabar la Odisea en cintas de casete y hacérselas llegar a la cárcel a ella para aliviar su soledad. Mientras Hanna cumple su larga condena, él no deja de enviarle grabaciones de Chéjov, Kafka, Max Frisch, Fontane. Atrapados en su laberinto de culpa, espanto, memoria y amor, los dos se resguardan en el antiguo refugio de las lecturas en voz alta. Esos años de narraciones compartidas reviven las mil y una noches en que Sherezade aplacó con sus relatos al sultán asesino. Náufragos de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y con las heridas europeas todavía en carne viva, el protagonista y Hanna regresan a las antiguas historias en busca de absolución, de cura, de paz.»

La novela ha sido adaptada a la gran pantalla. En 2008, Stephen Daldry dirigió The Reader (El lector). La película fue nominada a cinco premios de la Academia, ganando Kate Winslet el Óscar a la mejor actriz por su interpretación de Hanna Schmitz.

Alemania después de la II Guerra Mundial (1939-1945). Michael Berg (David Kross), un chico de quince años, pierde el conocimiento mientras regresa del colegio. Hanna Schmitz (Kate Winslet), una mujer seria y reservada que le dobla la edad, lo recoge y lo lleva a su casa. Entre ambos surge un apasionado y secreto idilio que se ve interrumpido por la misteriosa desaparición de Hanna. Ocho años más tarde, siendo estudiante de Derecho, Michael vuelve a verla, pero en una situación que nunca hubiera podido imaginar. (FilmaAffinity) 

SINOPSIS

Michael Berg tiene quince años. Un día, regresando a casa del colegio, empieza a encontrarse mal y una mujer acude en su ayuda. La mujer se llama Hanna y tiene treinta y seis años. Unas semanas después, el muchacho, agradecido, le lleva a su casa un ramo de flores. Éste será el principio de una relación erótica en la que, antes de amarse, ella siempre le pide a Michael que le lea en voz alta fragmentos de Schiller, Goethe, Tolstói, Dickens… El ritual se repite durante varios meses, hasta que un día Hanna desaparece sin dejar rastro.

Siete años después, Michael, estudiante de Derecho, acude al juicio contra cinco mujeres acusadas de crímenes de guerra nazis y de ser las responsables de la muerte de varias personas en el campo de concentración del que eran guardianas. Una de las acusadas es Hanna. Y Michael se debate entre los gratos recuerdos y la sed de justicia, trata de comprender qué llevó a Hanna a cometer esas atrocidades, trata de descubrir quién es en realidad la mujer a la que amó…

     —¡Sigue leyendo, chiquillo! —dijo apretándose contra mí. Cogí la Vida de un vagabundo aventurero de Joseph von Eichendorff y continué donde la había dejado la última vez. El libro era fácil de leer, más fácil que Emilia Galotti y que Intriga y amor. Hanna volvía a poner toda su atención. Le gustaban los poemas intercalados en la narración. Le divertían las aventuras del héroe en Italia, con sus disfraces, confusiones, enredos y persecuciones. Al mismo tiempo le parecía mal que fuera un vagabundo, que no se dedicara a nada de provecho, que no supiera hacer nada ni quisiera aprender nada. oscilaba entre esos dos sentimientos, y a veces, horas después de la lectura, todavía salía con preguntas como: «¿Y qué tiene de malo el oficio de aduanero?»

Bernhard Schlink ha escrito una deslumbrante novela sobre el amor, el horror y la piedad; sobre las heridas abiertas de la historia; sobre una generación de alemanes perseguida por un pasado que no vivieron directamente, pero cuyas sombras se ciernen sobre ellos.

BERNHARD SCHLINK

Bernhard Schlink (Bielefeld, 1944) ejerce de juez y vive entre Bonn y Berlín. Su novela El lector fue saludada como un gran acontecimiento literario y ha obtenido numerosos galardones: el premio Hans Fallada de la ciudad de Neumuenster, el premio Welt, el premio italiano Grinzane Cavour, el premio francés Laure Bataillon y el premio Ehrengabe de la Düsseldorf Heinrich Heine Society. Después publicó un extraordinario libro de relatos, Amores en fuga. En Anagrama se han editado también El regreso, La justicia de Selb (en colaboración con Walter Popp), El engaño de Selb, El fin de Selb, El fin de semana Mentiras de verano.

“Los girasoles ciegos”, de Alberto Méndez

     «¿Me reconocerían mis padres si me vieran? No puedo verme pero me siento sucio y degradado porque, en realidad, ya soy también hijo de esa guerra que ellos pretendieron ignorar pero que inundó de miedo sus establos, sus vacas famélicas y sus sembrados. Recuerdo mi aldea silenciosa y pobre ajena a todo menos al miedo que cerró sus ojos cuando mataron a don Servando, mi maestro, quemaron sus libros y desterraron para siempre a todos los poetas que él conocía de memoria.»

Los girasoles ciegos es el único libro publicado por el escritor y periodista Alberto Méndez, con el que ganó el Premio Setenil 2004 al mejor libro de cuentos del año, y póstumamente, en 2005, el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa.

El libro recoge cuatro relatos ambientados en la inmediata posguerra española y que presentan como denominador común la derrota.

«Un girasol ciego es un girasol que no busca el sol, un girasol inmóvil, un girasol –podría decirse– derrotado. Y la certeza de la derrota, de ese vacío que atenaza tanto a los vencidos como a los vencedores de la guerra, es lo que anuda las cuatro historias de Los girasoles ciegos, que se sitúan en la inmediata posguerra española: un capitán del ejército franquista se rebela contra la avaricia de muerte y se rinde al enemigo el último día de la contienda; un bisoño aprendiz de poeta, huido a la montaña con su novia embarazada, afronta allí el sufrimiento atroz que lo hará madurar demasiado tarde; un preso renuncia a la argucia de Sherezade que le ha permitido demorar su condena a muerte; un diácono obsesionado con la mujer de un republicano oculto desencadena con su lascivia la desgracia de aquella a quien pretendía amar.

Pocas veces un éxito tan inesperado ha sido tan justo como en este emocionante libro de Alberto Méndez. Más allá de su tupida pero nítida prosa, del virtuosismo de su estructura o de su fuerza metafórica y poética, sobrecoge la impecable precisión con que sus cuatro historias capturan un dolor inasible y lo exponen sin una palabra de más.»

El libro, publicado en 2004 por la editorial Anagrama, cosechó excelentes críticas y se convirtió en el fenómeno editorial del año de su publicación, pero Alberto Méndez apenas tuvo tiempo de disfrutar de este merecido éxito. Once meses después de la publicación de su libro, fallecía, a los 63 años, víctima de un cáncer.

Los girasoles ciegos es uno de los libros sobre la Guerra Civil española que más me han impactado. No solo por el dolor y la desolación que emana de las cuatro historias que recoge, sino por la calidad y la rotundidad de su prosa. Un libro magnífico, que te atrapa desde la primera página y que se lee de un tirón. Imprescindible.

     «El silencio se impuso sobre el silencio y todas las conversaciones se diluyeron en una oscuridad llena de resonancias distantes. Hasta el alba no volvería a haber vida y la vida iniciaba siendo heraldo de la muerte. Sabían que a las cinco de la mañana comenzarían a oírse nombres y apellidos en el patio y que los nombrados subirían a los camiones para ir al cementerio de la Almudena de donde nunca volverían. Pero esos nombres eran sólo para los de la cuarta galería, a ellos, los de la segunda, les quedaba un trámite: pasar ante el coronel Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba tiempo y el tiempo sólo transcurre para los que están vivos.»

En 2008, la novela fue llevada al cine con el mismo título por José Luis Cuerda, con guion del propio Cuerda y de Rafael Azcona.

    Galicia, años 40. Al mismo tiempo que sortea los rigores de la posguerra, Elena (Verdú) y su hijo Lorenzo (Roger Princep) mantienen las apariencias para ocultar los secretos de la familia: Elenita (Irene Escolar), la hija adolescente, se ha fugado embarazada con su novio Lalo (Martín Rivas), un joven fichado por la policía; y su marido (Javier Cámara) vive oculto en un hueco practicado en el dormitorio matrimonial. Por si fuera poco, la aparición de Salvador (Raúl Arévalo), un diácono con dudas sobre su inminente sacerdocio, complicará aún más las cosas. (FilmaAffinity)

SINOPSIS

Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra que contaron en voz baja narradores que no querían contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabías. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre sí, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narración: la derrota.

     «Ya casi habían reunido el dinero para emprender el viaje pero aquella casa desolada iba encerrando a Ricardo en el armario hasta el punto de que ni para dormir salía. El niño, que ya no iba al colegio, se pasaba las horas junto a su padre leyéndole pasajes de Lewis Carroll para arrancarle una sonrisa y guardando silencio cada vez que el ascensor se paraba en el tercero. Y llegó un día de silencios y vacíos en que alguien llamó al timbre, aguardó la respuesta que no llegó e insistió con timbrazos prolongados que suspendieron todos los latidos. La puerta aporreada y los gritos retumbando en la escalera pusieron en marcha los mecanismos de fuga sin huida: Ricardo se encerró en su armario, Lorenzo se refugió en la cocina y Elena se atusó los cabellos antes de descorrer el resbalón. El hermano Salvador vestido de seglar, destartalado y turbio, se quedó inmóvil ante la visión de Elena sorprendida por el fragor de la visita.»

Un capitán del ejército de Franco que, el mismo día de la Victoria, renuncia a ganar la guerra; un niño poeta que huye asustado con su compañera niña embarazada y vive una historia vertiginosa de madurez y muerte en el breve plazo de unos meses; un preso en la cárcel de Porlier que se niega a vivir en la impostura para que el verdugo pueda ser calificado de verdugo; por último, un diácono rijoso que enmascara su lascivia tras el fascismo apostólico que reclama la sangre purificadora del vencido.

Todo lo que se narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita la estadística. Fueron tantos los horrores que, al final, todos los miedos, todos los sufrimientos, todos los dramas, sólo tienen en común una cosa: los muertos. Pero los muertos de nuestra posguerra ya están resueltos en cifras oficiales, aunque ya es hora de que empecemos a recordar que sabemos.

Éste es el primer ajuste de cuentas de Alberto Méndez con su memoria y lo hace emboscado en un flagrante intento de hacerlo desde la literatura.

Premio Nacional de Literatura 2005, Premio de la Crítica 2005, Premio Setenil 2004.

ALBERTO MÉNDEZ

   Alberto Méndez (1941-2004) nació en Madrid, donde transcurrió su infancia. Estudió el bachillerato en Roma (Italia) y se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid. Durante toda su vida estuvo vinculado a la edición, primero como fundador de la editorial Ciencia Nueva y colaborador de Montena y de la distribuidora Les Punxes, entre otras actividades. Con Los girasoles ciegos, su primer y único libro, ganó el I Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año, y póstumamente, en 2005, el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa, quedando así consagrado como un clásico contemporáneo.

«Hay momentos en los que no tienes que elegir entre la vida y la muerte, sino entre la dignidad y otra cosa. Yo he querido hacer un canto a la dignidad.»

Alberto Méndez

OTRO FRAGMENTO DEL LIBRO

      «Nueve días estuvo esperando su turno. Cada madrugada, al azar, como recuas, un grupo de prisioneros era obligado a formar en el hangar y conducido, de a dos en fondo, hasta unos camiones que se perdían ruidosamente en un paisaje tibio y desolado. Pocos se despedían. Los más se iban en silencio. Es probable que a Alegría, acostumbrado a observar a su enemigo, la muerte sin aspavientos le resultara familiar, pero la vida aprisionada en la casualidad de estar o no estar en el rincón elegido para designar los muertos debió de resultarle insoportable. Alegría rechazaba el azar, necesitaba el orden.
     Podemos suponer cierto alivio cuando el día dieciocho, exhausto bajo una lluvia inclemente, fue él uno de los miembros de la recua. En el camión, hacinados y guardando el equilibrio, todos los condenados se miraban a los ojos, se cogían de la mano, se apretaban unos contra otros. A mitad de camino, una mano buscó la suya y su soledad se desvaneció en un apretón silencioso, prolongado, intenso, que le dio cabida en la comunidad de los vencidos. Tras la mano, una mirada. Otras miradas, otros ojos enrojecidos por la debilidad y el llanto sofocado. “Perdonadme”, dijo, y se zambulló en aquel tumulto de cuerpos desolados.»

 

“El señor de las moscas”, de William Golding

«¿Qué es lo que somos? ¿Personas? ¿O animales? ¿O salvajes?»

El señor de las moscas (Lord of the Flies) es la primera y más conocida novela del escritor y ensayista británico William Golding, premio Nobel de Literatura en 1983. Publicada en 1954, la novela está considerada como un clásico de la literatura contemporánea, aunque apenas tuvo difusión en el año de su publicación. Sin embargo, más tarde alcanzó un enorme éxito en Inglaterra, donde se consideró recomendable su lectura en colegios e institutos.

Durante una hipotética guerra, un avión en el que viaja un grupo de muchachos es atacado y cae en una isla desierta. Cuando después de explorar la isla se convencen de que está desierta y son los únicos habitantes de la misma, se les plantea el acuciante problema de sobrevivir hasta que alguien los encuentre.

La novela, cuya acción no por ser imaginaria, resulta menos real, tiene una condición ambigua, puesto que lo mismo puede interpretarse como una afirmación del salvajismo del hombre, que cuando desaparecen las ataduras que impone la civilización retrocede a un estado de primitivismo, como una crítica a la educación moderna, que con su carácter represivo produce estallidos de violencia cuando desaparecen los medios coercitivos.

El señor de las moscas es una magnífica novela que admite diversas lecturas. En ella William Golding invierte el sentido del habitual recurso robinsoniano de la literatura juvenil: los niños abandonados en la isla desierta, en vez de edificar una sociedad justa y agradable, se sumen en el caos más absoluto y salvaje.

Golding ataca también la teoría de Rousseau, que se apoyaba en la tesis del buen salvaje, según la cual el ser humano, en su estado natural, era bondadoso y no conocía la maldad, pero que era la sociedad la que lo corrompía y lo convertía en malo. Sin embargo, en la novela, ocurre todo lo contrario, los niños son totalmente libres, pero la ausencia de normas hace que aflore el lado más cruel y primitivo de su naturaleza cuando empiezan los conflictos.

Leí esta novela hace ya muchos años. Recuerdo que ya entonces me había impactado bastante, pero tenía algunas lagunas en mi memoria referentes a ciertos aspectos de la misma. Por eso he regresado otra vez a ella y me ha vuelto a parecer una novela extraordinaria que creo que todo el mundo debería leer alguna vez en su vida.

Hasta este momento, se han realizado dos películas cinematográficas basadas en la novela:

El señor de las moscas (1963), dirigida por Peter Brook.

Durante la II Guerra Mundial (1939-1945), un avión sin distintivo es derribado. A bordo se encuentran varias decenas de niños británicos de edades comprendidas entre los seis y los doce años. El aparato cae en una isla desierta, aislada de cualquier vestigio de civilización. Ningún adulto sobrevive, de modo que los chicos se encuentran, de repente, solos y obligados a agudizar su ingenio para sobrevivir en circunstancias tan adversas. (FilmAffinity)

El señor de las moscas (1990), dirigida por Harry Hook.

Con motivo de una guerra, los niños de una región inglesa son evacuados en avión. Uno de los aparatos sufre una avería y cae al mar, cerca de una isla desierta. Los niños supervivientes llegan a la isla, llevando consigo al piloto, que está malherido. En tal circunstancia, no tendrán más remedio que organizarse si quieren sobrevivir… Adaptación de la novela homónima del premio Nobel de literatura William Golding. (FilmAffinity)

EMPEZAR A LEER LA NOVELA

SINOPSIS

Con su primera y más célebre novela, El señor de las moscas, William Golding dio ya sobradas muestras del talento literario que le llevaría en 1983 a obtener el Premio Nobel de Literatura.

Una treintena de muchachos son los únicos supervivientes de un naufragio en el que perecen todos los adultos que consiguen llegar a una isla. Enseguida se plantea cómo sobrevivir en tales condiciones, y no tardan en crearse dos grupos con sus respectivos líderes. Ralph se convierte en el cabecilla de los que están dispuestos a recolectar y a construir refugios, mientras Jack se convierte en el jefe de los cazadores, animados por un espíritu aventurero. Las tensiones entre ambos bandos no tardan en aparecer.
Partiendo de este esquema, el Premio Nobel William Golding crea una fábula moral sobre el lado más oscuro de la naturaleza humana. Una novela deslumbrante en la que se ha visto desde una requisitoria moral contra la educación represiva hasta una parábola acerca de los instintos básicos del ser humano.

Es su riqueza temática, unida a un impecable estilo narrativo, lo que convierte a El señor de las moscas en uno de los clásicos contemporáneos más vivos.

     «Simón alzó los ojos, sintiendo el peso de su melena empapada, y contempló el cielo. Por una vez estaba cubierto de nubes, enormes torreones de tonos grises, marfileños y cobrizos que parecían brotar de la propia isla. Pesaban sobre la tierra, destilando, minuto tras minuto, aquel opresivo y angustioso calor. Hasta las mariposas abandonaron el espacio abierto donde se hallaba esa cosa sucia que esbozaba una mueca y goteaba. Simón bajó la cabeza, con los ojos muy cerrados y cubiertos, luego, con una mano. No había sombra bajo los árboles; sólo una quietud de nácar que lo cubría todo y transformaba las cosas reales en ilusorias e indefinidas. El montón de tripas era un borbollón de moscas que zumbaban como una sierra. Al cabo de un rato, las moscas encontraron a Simón. Atiborradas, se posaron junto a los arroyuelos de sudor de su rostro y bebieron. Le hacían cosquillas en la nariz y jugaban a dar saltos sobre sus muslos. Eran de color negro y verde iridiscente, e infinitas. Frente a Simón, el Señor de las Moscas pendía de la estaca y sonreía en una mueca. Por fin se dio Simón por vencido y abrió los ojos; vio los blancos dientes y los ojos sombríos, la sangre… y su mirada quedó cautiva del antiguo e inevitable encuentro. El pulso de la sien derecha de Simón empezó a latirle.»

WILLIAM GOLDING

William Golding nació en Cornualles en 1911. Estudió en la escuela secundaria de Marlborough y ciencias y literatura inglesa en Oxford. Trabajó como actor, productor, profesor, marinero, músico y, finalmente, maestro de escuela. Durante la segunda guerra mundial se enroló en la marina, y tomó parte, hasta que se graduó como teniente al término de la misma, en varias acciones navales como el hundimiento del Bismarck o el desembarco de Normandía, hechos que influyeron notablemente en su obra. A pesar de haber decidido ser escritor a los siete años, no publicó hasta 1934 una colección de poemas, pero su verdadero debut literario no fue sino hasta 1954, cuando publicó El señor de las moscas (que Peter Brook llevaría al cine en 1963). Desde entonces publicó siete novelas, una colección de relatos, varias obras de teatro, ensayos y artículos. Entre su producción narrativa destacan Los herederos (1962), Martin el náufrago (1957) y La construcción de la torre (1965). En 1980 recibió el Booker Prize por su novela Ritos de paso, y en 1983 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Murió en 1993 dejando el borrador de una novela que se publicaría a título póstumo, La lengua oculta.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

    «–¿Dónde está el hombre de la trompeta?
    Ralph, al advertir en el otro la ceguera del sol, contestó:
   –No hay ningún hombre con trompeta. Era yo.
    El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph.Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rápidamente y su capa negra giró en el aire.
    –¿Entonces no hay ningún barco?
    Se le veía bastante alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y muy pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro indicaban su decepción, pronta a transformarse en cólera.
    –¿No hay ningún hombre aquí?
    Ralph habló a su espalda.
    –No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos con nosotros.» 
           […]

    «–¡Jack! ¡Jack!
    –¡Las reglas! -–gritó Ralph– ¡Estás rompiendo las reglas!
    –¿Y qué importa?
    Ralph apeló a su propio buen juicio.
    –¡Las reglas son lo único que tenemos!
    Jack le rebatía a gritos.
    –¡Al cuerno las reglas! Somos fuertes… cazamos! ¡Si hay una fiera, iremos por ella! ¡La cercaremos, y con un golpe, y otro, y otro…!
    Con un alarido frenético saltó hacia la pálida arena. Al instante se llenó la plataforma de ruido y animación, de brincos, gritos y risas. La asamblea se dispersó; todos salieron corriendo en alocada desbandada desde las palmeras en dirección a la playa y después a lo largo de ella, hasta perderse en la oscuridad de la noche. Ralph, sintiendo la caracola junto a su mejilla, se la quitó a Piggy.
    –¿Qué van a decir las personas mayores? –exclamó Piggy de nuevo–. ¡Mira esos!
    De la playa llegaba el ruido de una fingida cacería, de risas histéricas y de auténtico terror.
    –Que suene la caracola, Ralph.
    Piggy se encontraba tan cerca que Ralph pudo ver el destello de su único cristal.
   –Tenemos que cuidar del fuego, ¿es que no se dan cuenta? Ahora tienes que ponerte duro. Oblígales a hacer lo que les mandas.
Ralph respondió con el indeciso tono de quien está aprendiéndose un teorema.
    –Si toco la caracola y no vuelven, entonces sí que se acabó todo. Ya no habrá hoguera. Seremos igual que los animales. No nos rescatarán jamás.
    –Si no llamas vamos a ser como animales de todos modos, y muy pronto. No puedo ver lo que hacen, pero les oigo.»

“Por quién doblan las campanas”, de Ernest Hemingway

      Ningún hombre es en sí equiparable a una Isla; todo hombre es un pedazo del Continente, una parte de Tierra Firme. Si el Mar llevara lejos un Terrón, Europa perdería como si fuera un Promontorio… como si se llevara una Casa Solariega de tus amigos de tus amigos, o la tuya propia. La Muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy una parte de la Humanidad. Por eso no quieras saber nunca por quién doblan las campanas: ¡están doblando por ti…!

John Donne

Por quién doblan las campanas (For Whom the Bell Tollses una de las novelas más conocidas del escritor y periodista norteamericano Ernest Hemingway, ganador del premio Nobel de Literatura en 1954. Publicada en 1940, logró una enorme popularidad y se convirtió rápidamente en un bestseller.

Para el título de la novela Hemingway se inspiró en un sermón de John Donne, un poeta metafísico inglés fallecido en 1631. La acción de la misma transcurre en plena guerra civil española. Un tema que Hemingway conocía muy bien ya que durante la contienda estuvo en Madrid como corresponsal de guerra. Allí, además de escribir sus artículos, visitó los campos de batalla y se lanzó a producir el documental que se titularía Tierra española.

El protagonista de la novela es Robert Jordan, un joven voluntario norteamericano, especialista en explosivos, enrolado en el ejercito republicano español. Se le ha encargado la misión de hacer volar un puente cerca de La Granja de San Ildefonso, lo cual es esencial para el éxito de la ofensiva republicana para conquistar Segovia. En esta tarea le ayudarán algunos guerrilleros antifascistas apostados en la Sierra de Guadarrama. Junto a éstos se encuentra una muchacha, María, de la que Jordan se enamora.

La acontecimientos que suceden en la novela transcurren en un periodo de apenas cuatro días y se producen a un ritmo muy rápido. Paralelo al relato bélico se desarrolla una intensa historia de amor entre el protagonista y la joven e inocente María.

La contienda civil española reafirmó al autor de Adiós a las armas en su postura abiertamente antifascista, y su novela, que gozó de un enorme éxito desde su publicación, contribuyó enormemente a crear un clima en contra del fascismo allá por 1940.

Según Carlos Pujol «Hemingway había aceptado la disciplina comunista en España porque era la mejor manera de ganar la guerra, pero una vez perdida, él vuelve a ser un escritor independiente y lo único que quiere es decir la verdad de todo lo que ha visto y su idea es que la causa del pueblo español ha sido doblemente traicionada por la pasividad de las democracias y el maquiavelismo de los comunistas.»

Sin embargo, Hemingway denuncia en su novela la incompetencia y la crueldad de ambos bandos. Incluso sitúa la acción más cruel de su libro en el bando republicano. En un pequeño pueblo castellano, los campesinos fieles a la República asesinan a un grupo de sus paisanos fascistas valiéndose de bieldos y otros utensilios agrícolas.

    Quien no haya visto el día de la revolución en un pueblo pequeño, en donde todo el mundo se conoce y se ha conocido siempre, no ha visto nada. Y aquel día, los más de los hombres que estaban en las dos filas que atravesaban la plaza, llevaban las ropas con las que iban a trabajar al campo, porque tuvieron que apresurarse para llegar al pueblo; pero algunos no supieron cómo tenían que vestirse en el primer día del Movimiento y se habían puesto su traje de domingo y de los días de fiesta, y ésos, viendo que los otros, incluidos los que habían llevado a cabo el ataque al cuartel, llevaban su ropa más vieja, sentían vergüenza por no estar vestidos adecuadamente. Pero no querían quitarse la chaqueta por miedo a perderla, o a que se la quitaran los sinvergüenzas, y estaban allí, sudando al sol, esperando que aquello comenzara.

    Fue entonces cuando el viento se levantó y el polvo, que se había secado ya sobre la plaza, al andar y pisotear los hombres se comenzó a levantar, así que un hombre vestido con traje de domingo azul oscuro gritó: «¡Agua, agua!», y el barrendero de la plaza, que tenía que regarla todas las mañanas con una manguera, llegó, abrió el paso del agua y empezó a asentar el polvo en los bordes de la plaza y hacia el centro. Los hombres de las dos filas retrocedieron para permitirle que regase la parte polvorienta del centro de la plaza; la manguera hacía grandes arcos de agua, que brillaban al sol, y los hombres, apoyándose en los bieldos y en los cayados y en las horcas de madera blanca, miraban regar al barrendero. Y cuando la plaza quedó bien regada y el polvo bien asentado, las filas se volvieron a formar, y un campesino gritó: «¿Cuándo nos van a dar al primer fascista? ¿Cuándo va a salir el primero de la caja?»

Para muchos, Por quién doblan las campanas es una de las mejores novelas que se han escrito sobre la contienda civil española. Para mí es, junto con A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales y La llama, de Arturo Barea; de los libros que más me han gustado sobre aquella contienda fratricida, y cuya lectura recomiendo.

En 1943, Sam Wood realizó una película con el mismo título interpretada por Ingrid Bergman y Gary Cooper, inspirada en esta novela.

    El estadounidense Robert Jordan (Gary Cooper), alias «El inglés», lucha en la guerra Civil Española (1936-1939) dentro de la Brigada Lincoln. Es un experto en acciones especiales detrás de las líneas enemigas: ha volado trenes, redes eléctricas, depósitos de armas. En vísperas de una gran ofensiva, el mando republicano le encarga la destrucción de un puente, la principal arteria logística del ejército de Franco. María (Ingrid Bergman), una joven salvada del pelotón de ejecución, y Pilar, la esposa de Pablo, un hombre rudo y testarudo, participarán en la operación y mantendrán el espíritu de lucha hasta el final de la contienda. (FilmAffinity)

SINOPSIS

Por quién doblan las campanas es una de las novelas más populares del Premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway. Ambientada en la guerra civil española, la obra es una bella historia de amor y muerte que se ha convertido en un clásico de nuestro tiempo.

En los tupidos bosques de pinos de una región montañosa española, un grupo de milicianos se dispone a volar un puente esencial para la ofensiva republicana. La acción cortará las comunicaciones por carretera y evitará el contraataque de los sublevados. Robert Jordan, un joven voluntario de las Brigadas Internacionales, es el dinamitero experto que ha venido a España para llevar a cabo esta misión. En las montañas descubrirá los peligros y la intensa camaradería de la guerra. Y descubrirá también a María, una joven rescatada por los milicianos de manos de las fuerzas sublevadas de Franco, de la cual se enamorará enseguida.

     Morir no tenía ninguna importancia. No se puede hacer indefinidamente esa clase de trabajo. No se está destinado a vivir indefinidamente. «Quizás haya tenido toda una vida en tres días –pensó–. Si eso es así, hubiera preferido pasar esta última noche de una manera distinta. Pero las últimas noches nunca son buenas. No son nunca buenas las últimas nadas. Sí, las últimas palabras son buenas a veces. ¡Viva mi marido, que es el alcalde de este pueblo! Aquello sí que fue bueno.»

ERNEST HEMINGWAY

Ernest Hemingway nació en Oak Park, Illinois, cerca de Chicago, el día 21 de julio de 1898. Su padre, médico cirujano, era un gran aficionado a la caza y amante de la naturaleza, y sin duda alguna determinó esta misma afición en su hijo, afición que con el tiempo llegaría a constituir una segunda naturaleza en el carácter de Hemingway. Por eso cuando su padre lo envió a París para que se hiciera médico –y su madre accedía a separarse de él con la secreta esperanza de que la capital de los artistas le conquistaría para la música–, Hemingway defraudó a uno y otra abandonando sus estudios y entregándose a la bohemia hasta el estallido de la I Guerra Mundial.

De regreso a Estados Unidos cursó estudios superiores e ingresó como redactor en el Kansas City Star. Pero aquello resultaba todavía demasiado fácil para él, así que se alistó voluntario en el frente italiano, con destino a una unidad sanitaria. Obtuvo algunas condecoraciones hasta que fue gravemente herido. Acabada la contienda, volvió a su país, pero pronto consiguió escapar de nuevo a la vida cómoda y tranquila con una corresponsalía en Próximo Oriente y Grecia, y más tarde en París, donde reanudó su contacto y amistad con la crema de la intelectualidad inconformista concentrada en la Rive Gauche.

Durante la guerra civil española, como antes en la I Mundial y luego en la II gran guerra, Hemingway estuvo siempre en el núcleo de la acción, allí donde el peligro era constante y las ocasiones de heroísmo y desafío a la muerte eran permanentes.

Más tarde, ya en la paz, siguió buscando siempre el momento de estremecimiento, ese único momento de miedo que sólo se pasa con la muerte o con la victoria. Por eso se apasionó con la fiesta de los toros y con la caza mayor. No le bastó con seguir la fiesta desde lejos, necesitaba poner su vida en juego, y así una vez salvó la vida a Antonio Ordóñez sujetando con sus solas manos a un toro por los cuernos. Su enorme fuerza física le permitió salir con bien de todas cuantas aventuras afrontó, y aparte de los peligros a que le exponía su temeridad en la caza, basta decir que sobrevivió a dos accidentes de aviación, uno de ellos en plena selva que consiguió atravesar malherido poniéndose a salvo. Parecía decidido a quemar materialmente su prodigiosa vitalidad. Ningún peligro, ningún placer, ninguna experiencia le pareció fuera de su alcance. Y todas las afrontó con la misma sed. En una época en que todos los ideales parecían haberse agotado en las tres terribles guerras que conmovieron al mundo y que él asumió como pocos, él descubrió que aún quedaba una posibilidad dentro del hombre, dentro de sí mismo: buscar a la muerte y vencerla con una sola arma, el coraje. Es muy difícil distinguir en sus obras qué parte de ellas es imaginación y qué parte autobiografía. Es el último de los grandes escritores en los que la obra y la vida se confunden en una unidad. Por eso sobra toda caracterización cuando se tiene una de sus obras en las manos. Hay sin embargo dos obras –con independencia del resto de sus novelas, grandes por otros conceptos– en las que esa identificación con el personaje–héroe, es total. Son Fiesta y Por quién doblan las campanas, ambas localizadas, y puede decirse que vividas, en España. En ellas Hemingway vuelca hasta las heces la doble fuente de su energía: la fascinación de la muerte y el valor del heroísmo como eficaz exorcismo. Y hay aún otro aspecto no siempre valorado en la obra de Hemingway y que en Por quién doblan las campanas aparece de manera indiscutible: la ternura, esa tremenda sensibilidad que se le ha negado rotundamente, –«impotencia de corazón» se ha dicho–, y que en las relaciones del protagonista con María, por ejemplo, se manifiestan tan claras. De la misma manera que la valentía de Jordan no es ausencia de miedo, sino precisamente su control, así también la dureza de los personajes «duros» de Hemingway no es falta de sentimientos sino la coraza de un alma vulnerable, más aún, vulnerada ya desde el punto de partida. De ahí también el feroz individualismo de sus personajes –y de su vida que se niegan a mancharse las manos comprometiéndose a un lado o a otro de una lucha sucia, que se niegan a combatir el mal (político) con el mal (moral).

Cuando en el otoño de 1954 se le concedió el Premio Nobel de literatura, lo aceptó pero renunció a recibirlo personalmente porque «escribir bien requiere la soledad», pero también porque «aunque un escritor gane en importancia social al salir de su soledad, casi siempre es en detrimento de su propia obra». De nuevo el individualismo; pero también algo más: «porque es en la soledad donde tiene que llevar a cabo su propia obra, y cada día tiene que enfrentarse con la eternidad o con la ausencia de eternidad». Enfrentarse en la soledad con la eternidad, y la soledad puede ser la selva, el ruedo o la guerra. Y también el papel en blanco de cada día. Por eso, cuando comprendió –entre las nieblas de un progresivo trastorno mental– que corría el peligro de que la muerte le sorprendiese inconsciente, le fue al encuentro disparándose en la boca uno de sus fusiles de caza. Era una mañana de julio de 1961, en Ketchum, Idaho.

Los títulos más representativos de su producción y que, a la vez, prontamente mayor celebridad le dieron son Adiós a las armas, fruto de sus experiencias en Italia cuando la guerra; Por quién doblan las campanas, situada en el escenario de la guerra civil española, Fiesta, y El viejo y el mar, igualmente significativa del sentir y pensar de su autor. Han contribuido igualmente a su fama, París era una fiesta, Muerte en la tarde, Al otro lado del río y bajo los árboles y, las obras póstumas, Islas en el golfo y Tener, no tener.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     Estaba tumbado boca abajo, sobre una capa de agujas de pino de color castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco de la montaña hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía en una pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado podía ver la cinta oscura, bien embreada, de la carretera, zigzagueando en torno al puerto. Había un torrente que corría junto a la carretera y, más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca cabellera de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la luz del sol.

     —¿Es ése el aserradero? –preguntó.

     —Ese es.

     —No lo recuerdo.

     —Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo, mucho más abajo del puerto.

     Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar y lo estudió cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro. Era un tipo pequeño y recio que llevaba una blusa negra al estilo de los aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela de cáñamo. Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en uno de los pesados bultos que habían subido hasta allí.

     —Desde aquí no puede verse el puente.

     —No –dijo el viejo–, Esta es la parte más abierta del puerto, donde el río corre más despacio. Más

abajo, por donde la carretera se pierde entre los árboles, se hace más pendiente y forma una estrecha

garganta…

     —Ya me acuerdo.

       […]

    La noche estaba fría. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro, esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante, paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo sueño.

    Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería decir que el fuego de la cocina había sido encendido.

         […]

  Allí se tenía la sensación de participar en una cruzada. Era la única palabra que podía utilizarse, aunque se hubiera utilizado y se hubiera abusado tanto de ella, que estaba resobada y había perdido ya su verdadero sentido. Uno tenía la impresión allí, a pesar de toda la burocracia, la incompetencia y las bregas de los partidos, como la que se espera tener y luego no se tiene el día de la primera comunión: el sentimiento de la consagración a un deber en defensa de todos los oprimidos del mundo, un sentimiento del que resulta tan embarazoso hablar como de la experiencia religiosa, un sentimiento tan auténtico, sin embargo, como el que se experimenta al escuchar a Bach o al mirar la luz que se cuela a través de las vidrieras en la catedral de Chartres, o en la catedral de León, o mirando a Mantegna, El Greco o Brueghel en el Prado. Era eso lo que permitía participar en cosas que podía uno creer enteramente y en las que se sentía uno unido en entera hermandad con todos los que estaban comprometidos en ellas. Era algo que uno no había conocido antes aunque lo experimentaba y que concedía una importancia a aquellas cosas y a los motivos que las movían, de tal naturaleza que la propia muerte de uno parecía absolutamente insignificante, algo que sólo había que evitar porque podía perjudicar el cumplimiento del deber. Pero lo mejor de todo era que uno podía hacer algo por ese sentimiento y a favor de él. Uno podía luchar.

“La llama”, de Arturo Barea

La llama es la tercera parte de la trilogía La forja de un rebelde, de Arturo Barea, que se compone de tres novelas autobiográficas: La forja, La ruta y La llama. El primer tomo cubre su infancia y juventud; el segundo, sus primeras experiencias literarias y, sobre todo, su servicio militar en Marruecos; el tercer tomo, por último, trata del período justamente anterior a la guerra civil y de la misma.

La forja de un rebelde no apareció inicialmente en español, sino en inglés. El libro fue publicado durante el exilio de Barea en Londres, a causa de la guerra civil española, en tres tomos, entre 1941 y 1946. La primera versión de la trilogía en castellano no salió hasta 1951, en la editorial Losada de Buenos Aires, que publicó los tres tomos por separado.

La trilogía fue aclamada como «obra maestra» y «contribución invalorable para nuestro conocimiento de la España moderna, así como libro de enorme mérito literario». En particular, Bertram Wolfe alabó «su sinceridad excepcional y su franqueza inquebrantable», considerándola como «una de las grandes autobiografías del siglo XX».

La forja de un rebelde no sólo se ha convertido en la obra de maestra de Barea, sino en uno de los testimonios más estremecedores que se hayan escrito sobre valiosos sobre la guerra civil española y sus antecedentes inmediatos.

  «La forja de un rebelde es tan esencial para entender la España del siglo XX, como indispensable es la lectura de Tolstói para comprender la Rusia del siglo XIX».The Daily Telegraph

En el año 1990, La forja de un rebelde fue adaptada para la pequeña pantalla con el mismo nombre por el director de cine Mario Camus.

Miniserie de TV de 6 capítulos. Cuenta la historia de uno de los vencidos de la Guerra Civil (1936-1939), el socialista y republicano Arturo Barea, hijo de una lavandera, que pasó 18 años en el exilio sin poder regresar a España. El relato es un homenaje a las víctimas del franquismo.

Tras la publicación de La forja y de La ruta apareció, en 1946, La llama, la tercera parte de la trilogía, que trata del período justamente anterior a la guerra civil y del mismo conflicto.

En La llama Barea nos narra como tras el advenimiento de la Segunda República, en abril de 1931, se reincorporó activamente a la vida sindical de la UGT. Nos relata el inicio de la guerra civil, en julio de 1936, con la quema de conventos, el asalto al Cuartel de la Montaña y a la cárcel Modelo. Poco después pasó a formar parte de la Oficina de Censura de Prensa Extranjera del Ministerio del Estado del Gobierno republicano. Cuando éste se trasladó a Valencia en noviembre de 1936, se quedó en Madrid como jefe de censura. A partir de mayo de 1937 comenzó a dar charlas por la radio, de naturaleza propagandística y literaria, bajo el seudónimo de «La voz incógnita de Madrid». Su subordinada era la políglota socialista austriaca Ilsa Kulcsar, con la cual se casaría en 1938, después de divorciarse de Aurelia. El impacto de la guerra, junto con el apoyo activo de Ilsa, le impulsó a comenzar su andadura como escritor. En 1938 publicó una colección de cuentos, Valor y miedo, la cual, según su autor, fue el último libro publicado en Barcelona antes de la entrada de las tropas nacionales. En septiembre de 1937 dimitió como jefe de censura debido, en parte, a la crisis nerviosa ocasionada por los bombardeos y, también, a su creciente enfrentamiento con los comunistas. El 22 de febrero de 1938, Arturo e Ilsa abandonaron España a través de Francia. Un año después pusieron rumbo a Inglaterra, donde Barea pasaría el resto de su vida como exiliado republicano.

    «Desde el fin de enero la frontera española era un dique roto a través del cual una ola de refugiados y soldados en derrota inundaba Francia. El 26 de enero Barcelona había caído en manos de Franco. En la misma fecha comenzó el éxodo en todas las ciudades y pueblos de la costa. Mujeres, chiquillos, hombres y bestias, marcharon a lo largo de los caminos, a través de campos helados, sobre la nieve mortal de las montañas. Sobre las cabezas de los huidos, los aviones sin piedad; un ejército borracho de sangre empujando detrás; una pequeña banda de soldados luchando aún para contenerlo, retirándose sin cesar y luchando cara al enemigo, para que pudieran salvarse algunos más. Pobres gentes con petates míseros, gentes más afortunadas en coches sobrecargados abriéndose camino en las carreteras congestionadas, y a las puertas de Francia una cola sin fin de fugitivos agotados, esperando que les dejaran entrar y estar seguros. Seguros en los campos de concentración que esta Francia había preparado para hombres libres: alambradas de espino, centinelas senegaleses, abusos, robo, miseria y las primeras oleadas de refugiados admitidos, encerrados entre el alambre en rebaños como borregos, peor aún, sin techo sobre sus cabezas, sin abrigo contra los vientos helados de un febrero cruel.

    ¿Es que Francia estaba ciega? ¿Es que los franceses no veían que un día –muy pronto– iban a llamar a estos mismos españoles a luchar por la libertad de su Francia? ¿O es que Francia había renunciado de antemano a su libertad? »

Barea, que desde el principio de la historia se muestra fuertemente comprometido con los ideales sociales y políticos de la izquierda, nos va contando los hechos, en lo que concierne el sitio y la defensa de Madrid, tal como él los vivió.

La llama me ha parecido una novela magnífica. Absolutamente recomendable.

  «Con el estallido de la Guerra Civil Barea se comprometió activamente con la defensa de la República, pero eso no le hizo cerrar los ojos a los crímenes, los atropellos, los calamitosos enfrentamientos internos que tanto debilitaron y desprestigiaron internacionalmente al bando leal.[…] En una época de utopías destructivas y de grandes confrontaciones ideológicas, Barea perteneció a la minoría exigua de los que se negaron a cerrar los ojos, a justificar ningún crimen cometido en nombre de una causa justa, a dimitir de la propia conciencia personal.»

La vocación de Arturo Barea, Antonio Muñoz Molina   

SINOPSIS

La trilogía La forja de un rebelde se cierra con este volumen centrado en las vísperas y el estallido de la guerra civil. Ese tránsito brutal está marcado en la novela por el paso de la crónica individual a la biografía colectiva de la ciudad. El Madrid de la resistencia antifascista, cantado por los poetas del mundo, el de las Brigadas Internacionales y el «no pasarán», es el gran protagonista de La llama. Un Madrid en el que arden las iglesias y los curas ocultan su condición, Madrid de la resistencia y la violencia ciega y desatada, de consignas, himnos y puños en alto, de tiroteos y registros, de bombardeos y detenciones arbitrarias. Madrid agitado y siniestro, salvaje y efervescente, capital del dolor y de la gloria. Madrid asediado y enardecido. En este torbellino, el protagonista, plenamente integrado en los acontecimientos, vive también sus avatares personales. Conoce a Ilsa, escritora austriaca exiliada, con la que vivirá una nueva etapa, tras divorciarse de su mujer y abandonar a su amante.

La intensidad, el rigor y el excelente pulso narrativo con que el autor describe esa vida cotidiana de una ciudad en guerra, están en la base del éxito internacional de La forja de un rebelde. Para Eugenio de Nora, Arturo Barea es un «gran narrador que se convertido en materia de arte, con densidad de testimonio ideológico y social, los contenidos de su experiencia de español medio altamente representativo». Testigo y protagonista de aquellos acontecimientos, Arturo Barea, derrotado de la guerra civil, se exilió en Londres, donde falleció en 1957.

       «Cuando estaba más deprimido, un español a quien no conocía me visitó. Había leído el manuscrito de La forja, como lector de la editorial francesa a quien lo había sometido, y quería discutirlo conmigo. […] No le gustaba mucho mi manera de escribir, porque, como él decía, le asustaba mi brutalidad; pero había recomendado la publicación del libro porque encontraba que contenía fuerza de liberar cosas que él, y otros como él, mantenían cuidadosamente enterradas dentro de ellos. Vi su excitación, el alivio que mi libertad de lenguaje le había proporcionado, y vi con asombro que me envidiaba.»

ARTURO BAREA

Arturo Barea Ogazón. (Badajoz, 20 de septiembre de 1897 – Faringdon, 24 de diciembre de 1957). Escritor español autor de cuentos, novelas y ensayos y periodista y comunicador.

Estudia en las Escuelas Pías de San Fernando, pero deja los estudios a los trece años. Trabaja en un banco hasta 1914 y durante la guerra apoya al bando republicano realizando misiones de carácter cultural y propagandístico. Al finalizar la guerra civil se exilia a Inglaterra.

Todos sus libros fueron publicados en inglés y más tarde en castellano excepto su primera publicación Valor y miedo (1938), en el que relata cuentos de la Guerra Civil.

De 1941 a 1946 publica su obra más conocida, la trilogía The Forging of a Rebel, la cual escribe en Inglaterra en español y es traducida al inglés por su esposa Ilsa Barea. Es una autobiografía de su vida en la que narra su infancia y juventud y su experiencia en la Guerra de Marruecos y en la Guerra Civil. La publicación en español se produjo en el año 1951 en Buenos Aires bajo el nombre La forja de un rebelde y en 1978 se publicó en España. La trilogía consta de tres títulos La forja, La ruta y La llama.

En 1944 publica un ensayo sobre Federico García Lorca en inglés bajo el nombre Lorca, the Poet and his People y en 1956 se publica en castellano como Lorca, el poeta y su pueblo. En 1952 publica Unamuno, una biografía sobre el autor Miguel de Unamuno. En 1952 publica la novela The Broken Root, publicada en castellano en 1955 como La raíz rota, en la que aborda la frustración del exiliado y las consecuencias de la Guerra Civil.

Arturo Barea fallece en el 24 de diciembre de 1957 en Faringdon, un pueblo del condado de Oxford.

Póstumamente su esposa publica una colección de cuentos recopilados en un libro bajo el nombre El centro de la pista (1960). Más tarde se publica Palabras recobradas (2000) que reúne cartas, ensayos y artículos inéditos de Arturo Barea.

En 1990 Televisión Española emite La Forja de un rebelde, serie compuesta por 6 capítulos basada en sus novelas autobiográficas dirigida por Mario Camus.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

    «Las ejecuciones habían atraído mucho más público del que yo hubiera imaginado. Había familias enteras con sus chicos, excitados y aún llenos de sueño. Milicianos cogidos del brazo de muchachas, novias o mujeres, y bandadas de chiquillos. Todos yendo Paseo de las Delicias abajo, todos en la misma dirección. A la entrada del mercado y de los Mataderos, en la Glorieta, se agolpaba un verdadero gentío. Mientras carros y camiones cargados de legumbres iban y venían, piquetes de milicianos se mezclaban con los curiosos y pedían la documentación a quien se les antojaba.
    Detrás de los Mataderos había una larga pared de ladrillo y una avenida con arbolillos resecos, no agarrados aún en la tierra arenosa, bajo el sol despiadado. La avenida corría a lo largo del río y el paisaje era árido y frío con la desnudez del canal de cemento, de la arena y de los parches de hierba seca, amarilla.
    Los cadáveres yacían entre los arbolillos. Los curiosos iban de uno a otro y hacían observaciones humorísticas; un comentario piadoso hubiera provocado sospechas. Había esperado los cadáveres y su vista no me impresionó. Había unos veinte, ninguno profanado.
   Había visto cosas peores en Marruecos y el día antes. Pero me impresionó terriblemente la brutalidad colectiva y la cobardía de los espectadores.
    Llegaron los camiones de la limpieza del Ayuntamiento de Madrid que venían a recoger los cuerpos. Uno de los chóferes dijo:
   –Ahora vamos a regar esto y lo vamos a dejar como la patena para el baile de esta noche. –Se echó a reír, pero sonaba a miedo.
    Alguien nos dejó montar en un coche hasta Antón Martín y nos fuimos a desayunar al bar de Emiliano. Sebastián, el portero del número siete, estaba allí con un fusil arrimado a la pared. Cuando nos vio, dejó el vaso de café sobre el platillo y comenzó a explicar con gestos extravagantes:
    –¡Vaya una noche! Estoy reventado. ¡Once me he cargado hoy!
     Ángel le preguntó:
    –¿Qué has estado haciendo? ¿De dónde vienes?
    –De la Pradera de San Isidro. He estado allí con los compañeros del sindicato y nos hemos llevado unos cuantos fascistas con nosotros. Luego han venido otros amigos de otros grupos y les hemos echado una mano para acabar antes. Creo que hemos suprimido más de ciento esta vez.
    Se me contrajo la boca del estómago. Aquí había alguien a quien yo conocía casi desde que era niño. Le conocía como un hombre alegre y trabajador, enamorado de sus chiquillos y de los chiquillos de los demás; seguramente un poco rudo, con pocas luces, pero honrado y decente. Y aquí estaba convertido en un asesino.» 
     […]
    «Comenzaba la hecatombe de cada noche; temblaba el edificio en sus raíces, tintineaban sus cristales, parpadeaban sus luces. Se sumergía y ahogaba en una cacofonía de silbidos y explosiones, de reflejos verdes, rojos y blanco-azul, de sombras gigantes retorcidas, de paredes rotas, de edificios desplomados. Los cristales caían en cascadas y daban una nota musical casi alegre al estrellarse en los adoquines.
      Estaba en el límite de la fatiga. Había establecido una cama de campaña en el cuarto de censura de la Telefónica y dormía a trozos en el día o en la noche, despertado constantemente por consultas o por alarmas y bombardeos. Me sostenía a fuerza de café negro, espeso, y coñac. Estaba borracho de fatiga, café, coñac y preocupación.
    Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de la censura para todos los periódicos del mundo y el cuidado de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del ministerio en Valencia, de la junta de Defensa o del Comisariado de Guerra; corto de personal, incapaz de hablar inglés, ante una avalancha de periodistas excitados por una labor de frente de batalla y trabajando en un edificio que era el punto de mira de todos los cañones que se disparaban sobre Madrid y la guía de todos los aviones que volaban sobre la ciudad.»

FUENTES

  • Townson, Nigel. Introducción de La forja. Barcelona, Debolsillo, 2019
  • Barea, Arturo. La llama. Barcelona, Bibliotex, 2001

“La ruta”, de Arturo Barea

    «Durante los primeros veinticinco años de este siglo Marruecos no fue más que un campo de batalla, un burdel y una taberna inmensos.»

La ruta es la segunda parte de la trilogía La forja de un rebelde, de Arturo Barea, que se compone de tres novelas autobiográficas: La forja, La ruta y La llama. El primer tomo cubre su infancia y juventud; el segundo, sus primeras experiencias literarias y, sobre todo, su servicio militar en Marruecos; el tercer tomo, por último, trata del período justamente anterior a la guerra civil y de la misma.

La forja de un rebelde no apareció inicialmente en español, sino en inglés. El libro fue publicado durante el exilio de Barea en Londres, a causa de la guerra civil española, en tres tomos, entre 1941 y 1946. La primera versión de la trilogía en castellano no salió hasta 1951, en la editorial Losada de Buenos Aires, que publicó los tres tomos por separado.

La trilogía fue aclamada como «obra maestra» y «contribución invalorable para nuestro conocimiento de la España moderna, así como libro de enorme mérito literario». En particular, Bertram Wolfe alabó «su sinceridad excepcional y su franqueza inquebrantable», considerándola como «una de las grandes autobiografías del siglo XX».

La forja de un rebelde no sólo se ha convertido en la obra maestra de Barea, sino en uno de los testimonios más estremecedores que se hayan escrito sobre la guerra civil española y sus antecedentes inmediatos.

«La forja de un rebelde es tan esencial para entender la España del siglo XX, como indispensable es la lectura de Tolstói para comprender la Rusia del siglo XIX».The Daily Telegraph

En el año 1990, La forja de un rebelde fue adaptada para la pequeña pantalla con el mismo nombre por el director de cine Mario Camus.

Miniserie de TV de 6 capítulos. Cuenta la historia de uno de los vencidos de la Guerra Civil (1936-1939), el socialista y republicano Arturo Barea, hijo de una lavandera, que pasó 18 años en el exilio sin poder regresar a España. El relato es un homenaje a las víctimas del franquismo.

Después de La forja apareció, en 1943, La ruta, la segunda parte de la trilogía, en la que Barea cuenta sus primeros inicios literarios y, sobre todo, sus experiencias en la guerra de Marruecos. La novela finaliza con su vuelta a Madrid, una vez licenciado

La ruta se inicia con su llegada a África en junio de 1920, donde le destinaron como sargento. Después de la terrible derrota de Annual en 1921, Arturo participó en la recogida y entierro de cadáveres, una experiencia que le marcaría para siempre.

    «Los libros de historia lo llaman el Desastre de Melilla o la Derrota española de 1921; dan lo que se llama los hechos históricos. No sé nada de ellos, con excepción de lo que leí después en estos libros. Lo que yo conozco es parte de la historia nunca escrita, que creó una tradición en las masas del pueblo, infinitamente más poderosa que la tradición oficial. Los periódicos que yo leí mucho más tarde describían una columna de socorro que había embarcado en el puerto de Ceuta, llena de fervor patriótico, para liberar Melilla. […]

    Yo no puedo contar la historia de Melilla de julio de 1921. Estuve allí, pero no sé dónde; en alguna parte, en medio de tiros de fusil, cañonazos, rociadas de ametralladora, sudando, gritando, corriendo, durmiendo sobre piedra o sobre arena, pero sobre todo vomitando sin cesar, oliendo a cadáver, encontrando a cada nuevo paso un nuevo muerto, más horrible que todos los vistos hasta el momento antes.»

En esta etapa en Marruecos también contrajo el tifus, el cual le dejó de por vida con un corazón debilitado. Después de haber participado en un total de 81 operaciones, y haber sido condecorado en dos ocasiones, Barea dejó el ejército en 1924 como oficial de reserva. Ese mismo año se casó con Aurelia Grimaldos, con la cual tuvo cuatro hijos. En esta época, Barea volvió a trabajar en el sector de las patentes. La naturaleza infeliz de su matrimonio le hizo dedicar cada vez más tiempo a su trabajo. Se convirtió así en director técnico de una de las empresas de patentes más importantes de España, lo cual le permitió gozar de una situación económica acomodada.

Sus peripecias en tierras africanas dejaron una profunda huella en el escritor nacido en Badajoz. Barea se muestra en esta buena novela abiertamente contrario a la guerra que se litigaba en Marruecos, a la vez que denuncia la corrupción de los militares al mando del ejercito expedicionario.

    «¿Por qué tenemos nosotros que luchar contra los moros? ¿Por qué tenemos que «civilizarlos» si no quieren ser civilizados? ¿Civilizarlos a ellos, nosotros? ¿Nosotros, los de Castilla, de Andalucía, de las montañas de Gerona, que no sabemos leer ni escribir? Tonterías. ¿Quién nos civiliza a nosotros? Nuestros pueblos no tienen escuelas, las casas son de adobe, dormimos con la ropa puesta, en un camastro de tres tablas en la cuadra, al lado de las mulas, para estar calientes. Comemos una cebolla y un mendrugo de pan al amanecer y nos vamos a trabajar en los campos de sol a sol. A mediodía comemos un gazpacho, un revuelto de aceite, vinagre, sal, agua y pan. A la noche nos comemos unos garbanzos o unas patatas cocidas con un trozo de bacalao. Reventamos de hambre y de miseria. El amo nos roba y, si nos quejamos, la Guardia Civil nos muele a palos. Si yo no me hubiera presentado en el cuartel de la Guardia Civil cuando me tocó ser soldado, me hubieran dado una paliza. Me hubieran traído a la fuerza y me hubieran tenido aquí tres años más. Y mañana me van a matar. ¿O voy a ser yo el que mate?»

SINOPSIS

En La ruta, Arturo Barea se centra en sus años pasados en Marruecos, cumpliendo el servicio militar. La guerra de Marruecos fue una traumática experiencia y, a la vez, una ocasión para la toma de conciencia social y política para una generación de españoles en los años previos a la Guerra Civil. La injusticia de que fueron las clases bajas las que aportaron la carne de cañón, por la posibilidad para los ricos de eludir el servicio militar a cambio de un pago en metálico, fue un aldabonazo en la conciencia de muchos jóvenes. Esa injusticia, y las duras condiciones de vida en África son el telón de fondo de la novela. La escasez y las enfermedades eran la compañía de los soldados. Arturo, el protagonista, se licencia por fin y emprende una nueva vida de civil en Madrid. Trabaja en una oficina de patentes industriales y trata de encontrar un ambiente a su gusto en los lugares de recreo de la ciudad. Aparecen también las tertulias literarias de los cafés más famosos de Madrid. La experiencia de Marruecos y el ambiente politizado de la capital hacen que aumente la inquietud política del personaje.

    «El ciego estalló en una carcajada aguda y convulsiva. […] Después extendió en círculo el brazo, como si quisiera abarcar el horizonte, y gritó:

    –¿Un camino llano? Yo siempre he caminado por la vereda. ¡Siempre, siempre!. No quiero que mis babuchas se escurran en sangre y este camino está lleno de sangre todo él. Lo veo. Y se volverá a llenar de sangre, ¡Otra vez y otra y cien veces más!»

ARTURO BAREA

Arturo Barea Ogazón. (Badajoz, 20 de septiembre de 1897 – Faringdon, 24 de diciembre de 1957). Escritor español autor de cuentos, novelas y ensayos y periodista y comunicador.

Estudia en las Escuelas Pías de San Fernando, pero deja los estudios a los trece años. Trabaja en un banco hasta 1914 y durante la guerra apoya al bando republicano realizando misiones de carácter cultural y propagandístico. Al finalizar la guerra civil se exilia a Inglaterra.

Todos sus libros fueron publicados en inglés y más tarde en castellano excepto su primera publicación Valor y miedo (1938), en el que relata cuentos de la Guerra Civil.

De 1941 a 1946 publica su obra más conocida, la trilogía The Forging of a Rebel, la cual escribe en Inglaterra en español y es traducida al inglés por su esposa Ilsa Barea. Es una autobiografía de su vida en la que narra su infancia y juventud y su experiencia en la Guerra de Marruecos y en la Guerra Civil. La publicación en español se produjo en el año 1951 en Buenos Aires bajo el nombre La forja de un rebelde y en 1978 se publicó en España. La trilogía consta de tres títulos La forja, La ruta y La llama.

En 1944 publica un ensayo sobre Federico García Lorca en inglés bajo el nombre Lorca, the Poet and his People y en 1956 se publica en castellano como Lorca, el poeta y su pueblo. En 1952 publica Unamuno, una biografía sobre el autor Miguel de Unamuno. En 1952 publica la novela The Broken Root, publicada en castellano en 1955 como La raíz rota, en la que aborda la frustración del exiliado y las consecuencias de la Guerra Civil.

Arturo Barea fallece en el 24 de diciembre de 1957 en Faringdon, un pueblo del condado de Oxford.

Póstumamente su esposa publica una colección de cuentos recopilados en un libro bajo el nombre El centro de la pista (1960). Más tarde se publica Palabras recobradas (2000) que reúne cartas, ensayos y artículos inéditos de Arturo Barea.

En 1990 Televisión Española emite La Forja de un rebelde, serie compuesta por 6 capítulos basada en sus novelas autobiográficas dirigida por Mario Camus.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     «Salí del cuarto del sargento al cuarto común. Al pasar a lo largo de los camastros, los hombres me miraban con ojos de perro curioso. A mitad de camino, uno de ellos se levantó obsequioso:

    —Si quiere usted mear, mi sargento, la lata está allí.

    En un rincón había una lata de petróleo. Más tarde me contaron la historia: los hombres la usaban para orinar, porque si no tenían que salir afuera. Cuando los ataques del enemigo eran muy frecuentes, la usaban para todo. Cuando la lata estaba llena, tenía que vaciarla fuera de la alambrada el que le tocaba el turno. Esto, frecuentemente, provocaba un tiro, algunas veces una baja, y entonces se perdía la lata. El primero que tenía necesidad de aliviarse podía elegir entre salir por la lata, que era seguro estaba cubierta por un «paco», o evacuar en alguna parte fuera de la alambrada, a su propio riesgo. En un sitio tal, donde pueden imponerse pocos castigos por faltas de disciplina, los castigos consistían en dobles guardias de noche, en tener que ir por agua al exterior, o en vaciar la lata de petróleo durante un cierto número de días. Así, la lata de petróleo y su contenido se había convertido en un símbolo de vida o muerte y en el tópico principal de comentario y conversación.» 

[…]

   «¿Que en qué pensamos? En la guerra los hombres se salvan por el hecho de que son incapaces de pensar. En la lucha, el hombre retrocede a sus orígenes y se convierte en animal de rebaño sin más instinto que el de autopreservación. Músculos que nadie usó por siglos resucitan. Las orejas se enderezan al silbido de un proyectil próximo; el vello se eriza en el momento exacto; se salta de lado como un mono o se tira uno de bruces en la única arruga de la tierra, justo a tiempo para evitar la bala que no se ha visto ni se ha oído. Pero ¿pensar? No. No se piensa. Durante estas retiradas en las cuales un hombre marcha tras otro como un sonámbulo, los nervios van calmándose poco a poco. Al fin no existe más que el ritmo pesado de los pies —¡y cómo pesan!—, el de las manos colgantes penduleando autómatas a tiempo con vuestros pies, y el del palpitar de un corazón que escucháis dentro de vosotros mismos y que marcha en ritmo con el corazón del hombre que va delante de vosotros, al cual no oías porque vuestro corazón hace demasiado ruido. Beber y dormir. Beber y dormir. El cerebro se os llena de un deseo de beber, de un deseo de dormir. En la oscuridad, sed y sueño cabalgan sobre el cuello de cien soldados en marcha, en cien cerebros vacíos.» 

[…]

     «Yo sabía la debilidad secreta de mi madre por contar un incidente histórico en la vida de mi padre:

   —Ande, cuéntenos la historia otra vez— le dije.

  —Pues… Todo ello pasó en el 83, cuando querían que volviera la República, un poco después de que coronaran a Alfonso XII. Y tu padre salvó el pellejo gracias a que se dormía como un tronco. En Badajoz los sargentos habían formado una junta y tu padre era el secretario. Iban a sacar las tropas a la calle una madrugada y tu padre se echó a dormir en el cuarto de los sargentos y dijo que le despertaran. No sé si le olvidaron o si no se despertó. Pero el general Martínez Campos, que mandaba entonces, se enteró del proyecto por algún soplón y cuando abrieron las puertas del cuartel para sacar los soldados a la calle, todos los sargentos fueron arrestados; se les formó consejo sumarísimo y se les fusiló. Y tu padre durmiendo como un bendito. No le pasó nada, porque ninguno de sus compañeros le denunció. Pero al general que estaba a la cabeza del levantamiento le ahorcaron… Creo que tu padre se hacía muchas ilusiones, porque si aquello hubiera salido bien, la República hubiera sido una república de generales y para eso lo mismo daba tener un rey.»

FUENTES

  • Townson, Nigel. Introducción de La forja. Barcelona, Debolsillo, 2019
  • Barea, Arturo. La ruta. Barcelona, Bibliotex, 2001

“La forja”, de Arturo Barea

La forja es la primera parte de la trilogía La forja de un rebelde, de Arturo Barea, que se compone de tres novelas autobiográficas: La forja, La ruta y La llama. El primer tomo cubre su infancia y juventud; el segundo, sus primeras experiencias literarias y, sobre todo, su servicio militar en Marruecos; el tercer tomo, por último, trata del período justamente anterior a la guerra civil y de la misma.

La forja de un rebelde no apareció inicialmente en español, sino en inglés. El libro fue publicado durante el exilio de Barea en Londres, a causa de la guerra civil española, en tres tomos, entre 1941 y 1946. La primera versión de la trilogía en castellano no salió hasta 1951, en la editorial Losada de Buenos Aires, que publicó los tres tomos por separado.

La trilogía fue aclamada como «obra maestra» y «contribución invalorable para nuestro conocimiento de la España moderna, así como libro de enorme mérito literario». En particular, Bertram Wolfe alabó «su sinceridad excepcional y su franqueza inquebrantable», considerándola como «una de las grandes autobiografías del siglo XX».

«La forja de un rebelde es tan esencial para entender la España del siglo XX, como indispensable es la lectura de Tolstói para comprender la Rusia del siglo XIX».The Daily Telegraph

La forja de un rebelde no sólo se ha convertido en la obra maestra de Barea, sino en uno de los testimonios más estremecedores que se hayan escrito sobre la guerra civil española y sus antecedentes inmediatos.

En el año 1990, La forja de un rebelde fue adaptada para la pequeña pantalla con el mismo nombre por el director de cine Mario Camus.

Miniserie de TV de 6 capítulos. Cuenta la historia de uno de los vencidos de la Guerra Civil (1936-1939), el socialista y republicano Arturo Barea, hijo de una lavandera, que pasó 18 años en el exilio sin poder regresar a España. El relato es un homenaje a las víctimas del franquismo.

La primera parte, La forja, apareció publicada en 1941. En ella, Barea nos narra la historia de su infancia y primera juventud en el Madrid de principios de siglo y los breves periodos de vacaciones en Brunete, Méntrida y Navalcarnero.

Con tan solo dos meses, Barea abandona Badajoz del brazo de su madre y sus tres hermanos, cuando muere su padre, un miembro del servicio de reclutamiento del ejército, para instalarse en Madrid. Allí se establecieron en el barrio del Avapiés (actualmente, Lavapiés), donde la madre tuvo que trabajar como lavandera y sirvienta. Arturo, a diferencia de sus hermanos, fue criado por unos tíos acomodados sin hijos que le enviaron a una escuela religiosa.

    «Cuando murió mi padre, éramos cuatro hermanos y yo tenía dos meses. Le aconsejaban a mi madre —según me ha contado— que nos echara a la Inclusa, porque con los cuatro no iba a poder vivir. Mi madre se marchó al río a lavar ropa. Los tíos nos recogieron a mí y a ella; los días que no lava en el río hace de criada en casa de los tíos y guisa, friega y lava para ellos; por la noche se va a la buhardilla donde vivo con mi hermana Concha. A mi hermano José —el mayor— le daban de comer en la Escuela Pía. Cuando tuvo once años se lo llevó a trabajar a Córdoba el hermano mayor de mi madre, que tiene allí una tienda. A mi hermana le dan de comer en el colegio de monjas, y mi otro hermano, Rafael, está interno en el Colegio de San Ildefonso, que es para los chicos huérfanos que han nacido en Madrid.

    Yo voy a la buhardilla dos días por semana, porque mi tío dice que tengo que ser como mis hermanos y no creerme el señorito de la casa. No me importa; me divierto más que en casa de mis tíos, porque aunque mi tío es muy bueno, mi tía es una vieja beata muy gruñona que no me deja en paz. Por las tardes me hace ir al rosario con ella a la iglesia de Santiago y esto es ya demasiado rezo. Yo creo en Dios y en la Virgen, pero me paso el día rezando: a las siete de la mañana, todos los días, la misa en el colegio. Antes de la clase, a rezar; después, la clase de religión y moral; antes de salir de clase, a rezar otra vez. Por la tarde, al volver a clase, y al salir, vuelta a rezar y después, cuando estoy tan contento jugando en la calle, me llama la tía y me hace ir al rosario; también me hace rezar por la noche y por la mañana, al acostarme y al levantarme. Cuando voy a la buhardilla, ni voy al rosario ni rezo por la mañana ni por la noche.

    Ahora en el verano, como no hay colegio, estoy en la buhardilla los lunes y los martes, que son los días que mi madre baja al río, y me voy con ella para pasar el día en el campo.»

En aquellos momentos, el joven Arturo aspiraba a ser ingeniero, pero la muerte prematura del tío le obligó a dejar los estudios a los 13 años y a tener que trabajar como aprendiz en una tienda. Más adelante, en agosto de 1911, Arturo entró en el banco Crédit Lyonnais como mensajero, donde ascendió hasta llegar al puesto de oficinista. Mientras trabajaba allí ingresó en la UGT.

La forja pude ser considerada como una historia de formación. En ella Barea nos narra el ambiente en el que se va formando como persona. Unos duros comienzos que irán forjando su espíritu de compromiso y de rebeldía.

Una gran novela en la que retrata fielmente la España de principios del siglo XX, ofreciéndonos magníficas estampas tanto del ambiente de los pueblos que visita durante sus vacaciones como de la capital. Muy recomendable.

SINOPSIS

La forja, primer volumen de la trilogía La forja de un rebelde, narra la niñez y juventud del protagonista hasta el año 1914. Junto a las vivencias de Arturo, la ciudad de Madrid tiene una presencia más que notable. Éste vive con su madre en una buhardilla cercana a la Plaza de Oriente, estudia en el Instituto de San Isidro, asiste a la iglesia de Santiago y al cine Callao, juega en la calle Lepanto y se mueve, comprando libros, descansando o divirtiéndose por el Rastro, el Campo del Moro, la Casa de Campo, el rio Manzanares o la calle de Alcalá. En ese entorno, perfectamente definido y recreado con la fuerza de un Baroja, empiezan a entreverse las divisiones sociales que estallarán más tarde. La propia familia del protagonista se divide por una herencia. Arturo encuentra sus primeros trabajos y tiene sus primeros enfrentamientos reivindicativos con los jefes. Es la forja de un futuro rebelde.

  «¡Quieto, gorrión! ¿De dónde han salido los granos de trigo? Mira las hormigas en hilera, andando de espaldas, tirando cada una de un grano. Y a ti, gorrión, ¿no te da vergüenza comerte el grano de trigo que llevan con tanto trabajo y tal vez comerte la hormiga que se quedará pegada al grano, agarrada con sus dientes negros y secos? […]¿De dónde han sacado un grano de trigo, aquí en el Retiro? Tal vez de la comida de los patos. ¿Tengo o no tengo razón para quitarte el grano de trigo del piso? A lo mejor te espera el gorrioncito en el nido, para comerse la hormiga y el grano que tú le llevarías. En la plaza de Palacio yo he visto venir a las golondrinas con las moscas y los bichos que cazaban gritando como ellas gritan, y volcarlos en el pico abierto de los golondrinitos, un pico cuadrado, abierto de par en par, nunca lleno. Tal vez tienen razón y derecho al grano y a la hormiga. ¿Es esto la vida? ¿Quitarse la comida unos a otros? ¿Comerse unos a otros?»

ARTURO BAREA

Arturo Barea Ogazón. (Badajoz, 20 de septiembre de 1897 – Faringdon, 24 de diciembre de 1957). Escritor español autor de cuentos, novelas y ensayos y periodista y comunicador.

Estudia en las Escuelas Pías de San Fernando, pero deja los estudios a los trece años. Trabaja en un banco hasta 1914 y durante la guerra apoya al bando republicano realizando misiones de carácter cultural y propagandístico. Al finalizar la guerra civil se exilia a Inglaterra.

Todos sus libros fueron publicados en inglés y más tarde en castellano excepto su primera publicación Valor y miedo (1938), en el que relata cuentos de la Guerra Civil.

De 1941 a 1946 publica su obra más conocida, la trilogía The Forging of a Rebel, la cual escribe en Inglaterra en español y es traducida al inglés por su esposa Ilsa Barea. Es una autobiografía de su vida en la que narra su infancia y juventud y su experiencia en la Guerra de Marruecos y en la Guerra Civil. La publicación en español se produjo en el año 1951 en Buenos Aires bajo el nombre La forja de un rebelde y en 1978 se publicó en España. La trilogía consta de tres títulos La forja, La ruta y La llama.

En 1944 publica un ensayo sobre Federico García Lorca en inglés bajo el nombre Lorca, the Poet and his People y en 1956 se publica en castellano como Lorca, el poeta y su pueblo. En 1952 publica Unamuno, una biografía sobre el autor Miguel de Unamuno. En 1952 publica la novela The Broken Root, publicada en castellano en 1955 como La raíz rota, en la que aborda la frustración del exiliado y las consecuencias de la Guerra Civil.

Arturo Barea fallece en el 24 de diciembre de 1957 en Faringdon, un pueblo del condado de Oxford.

Póstumamente su esposa publica una colección de cuentos recopilados en un libro bajo el nombre El centro de la pista (1960). Más tarde se publica Palabras recobradas (2000) que reúne cartas, ensayos y artículos inéditos de Arturo Barea.

En 1990 Televisión Española emite La Forja de un rebelde, serie compuesta por 6 capítulos basada en sus novelas autobiográficas dirigida por Mario Camus.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

   «Me como los huevos fritos y la longaniza que me ha preparado la tía Braulia para desayunar y me voy a las eras. El pueblo es una calle única por la que pasa la carretera. Los campos, segados ya, están amarillos de la raíz seca de las espigas, y en un sitio donde sube un poco la tierra están las eras. Son unas plazoletas empedradas con cantos redondos que se barren muy bien antes de echar sobre ellas las espigas.
    Sobre la alfombra circular de espigas da vueltas, arrastrado por una mula, el trillo, una tabla gorda llena de pedernales cortantes, que pasa sobre el trigo y separa el grano de la paja. Los chicos se montan sobre la tabla del trillo, uno para conducir y todos para jugar. Nos empujamos unos a otros para hacernos perder el equilibrio sobre la plancha en movimiento y caer en el colchón de espigas. El único peligro es caer por la parte delantera de la tabla y que el trillo le pase a uno por el cuerpo. A uno de mis primillos le pasó esto y tiene la espalda llena de rayas, como si fuera un tatuaje de los indios. Más allá, los hombres voltean la paja y el trigo triturados, lanzándolos contra el aire para que éste se lleve la paja y quede sólo el grano. Los chicos pasamos corriendo a través de la nube de paja, manoteando con los ojos cerrados, para llenarnos de agujas pequeñitas que se clavan en la piel y no dejan dormir. Después nos revolvemos en los montones de trigo limpio y se nos llenan los oídos, la boca y las narices de los granos duros que se meten también entre los calcetines y en los bolsillos. Claro que estas cosas no me ocurren más que a mí, porque mis primos tienen la piel curtida del aire y el sol y el polvo, y las pajas no les hacen ningún efecto. Tampoco tienen calcetines, ni alpargatas, porque casi todos van descalzos, y menos aún bolsillos en el delantal como yo. Llevan una camisa y un pantalón atado con un cordel, y el pantalón es de los de “trampa”. Pero lo que más me molesta es el sol. Los primeros días, la piel se me pone roja y se me pelan la nariz y los carrillos y voy cambiando pellejos como las culebras, hasta que, cuando vuelvo a Madrid, estoy casi tan negro como mis primos. Pero nunca como el tío Hilario.
    El tío Hilario es un viejo alto y reseco, de huesos muy grandes. Tiene una cabeza completamente calva, llena de jorobas, con un lobanillo en todo lo alto que parece una ciruela, pero la piel de la calva es tan oscura que no se le nota la falta de pelo. En el cogote la piel es gorda y seca y está dividida en arrugas profundas que parecen cortadas por un cuchillo. Se afeita los jueves y los domingos, como los curas, y entonces, la parte que le han afeitado parece que se la han frotado con papel de lija, porque está mucho más blanca que el resto de la cabeza. Algunas veces coge una de mis manos –que son muy finas y delgadas– y la pone sobre una de las suyas que son grandes y anchas, con las uñas aplastadas, y se asombra. Suele apretarme la mano entre las dos suyas, y entonces pienso que, con los callos que tiene en las palmas, si se frotara sus manos, me despellejaría completamente la mía. El mango del arado tiene la madera reluciente como el pasamanos barnizado de la escalera de casa, y esto lo ha hecho el tío Hilario a fuerza de frotar sus callos sobre el mango.»
    […]
    «Mi madre baja conmigo al colegio, para despedirme de los padres. Van viniendo uno a uno y hablando con ella. El último es el padre rector, que se une al padre prefecto y a nosotros.
    –Es una lástima –dice–. Este niño está particularmente dotado. Mire usted, nosotros comprendemos su situación. Le daremos al chico los estudios y la comida, porque a nosotros también nos conviene, y es una lástima que se pierda.
    –Pero hay que vestirle, padre –dice mi madre.
    –Mujer, ya arreglaremos eso. No le va a faltar ropa al chico.
    Mi madre está inclinada a dejarme en el colegio. Ha aguantado a mi tía tantos años, que ¿qué no haría ella por mí? El padre rector corta la discusión:
   –Mire usted. Al chico le tomamos nosotros como un interno más. Donde comen ciento, comen ciento uno. La ropa y los libros, ya lo arreglaremos. No se preocupe usted.
    ¿Y yo? ¿Yo no soy nadie? ¿Dispone todo el mundo de mí a su antojo? Todos quieren hacer conmigo la limosna y luego aprovecharse. Me tengo que meter en el colegio, estudiar como un burro, para que luego los curas hagan sus anuncios para atraer a los padres como el de Nieto, que me llamarán hijo de lavandera.
    –Yo quiero trabajar –digo de repente.
    –Bueno, bueno –dice el padre rector–. Tú no te preocupes de nada, que nada te va a faltar.
    –¡No quiero más limosnas! ¿Cree usted que no lo sé?
    Llorando me salen las palabras a chorro: ya sé lo que es ser el hijo de la lavandera; sé lo que es que le recuerden a uno la caridad; sé lo que son los anuncios del colegio y lo que es fregar mi madre el suelo en casa de mi tía, sin cobrar sueldo. Sé lo que son los ricos y los pobres. Sé que soy un pobre y no quiero nada de los ricos.
    De la cocina del colegio me suben una taza de té y el padre rector me da de palmaditas en la espalda. Me tienen que dejar tumbado un largo rato en uno de los divanes de terciopelo de la sala de visitas. Los padres van viniendo a verme y a hacerme una caricia. El padre Joaquín se sienta a mi lado, me levanta y comienza a preguntarme qué me pasa. Le respondo exaltado y entonces me da cachetes en las manos y me dice:
    –No, no. Despacito, como si te estuvieras confesando.
    El padre rector empuja a mi madre al otro extremo de la sala y quedamos allí los dos solos. Le cuento todo al cura que tiene mis manos entre sus manos grandes y me sigue dando en ellas golpecitos cariñosos, que me incitan a seguir. Cuando acabo, me dice:
    –Tienes razón. –Se vuelve al padre rector y a mi madre. Agrega muy serio–: No se puede hacer nada. A este niño le han estropeado entre unos y otros. Lo mejor es dejarle que vea la vida.»

FUENTES

  • Townson, Nigel. Introducción de La forja. Barcelona, Debolsillo, 2019
  • Barea, Arturo. La forja. Barcelona, Bibliotex, 2001

“La sombra del ciprés es alargada”, de Miguel Delibes

«Hacen falta años para percatarse de que el no ser desgraciado es ya lograr bastante felicidad en este mundo.»

La sombra del ciprés es alargada es la primera novela del escritor vallisoletano Miguel Delibes, publicada en 1948 y con la que obtuvo el Premio Nadal de 1947.

Pedro, huérfano desde la infancia, nos cuenta su vida desde que es confiado por su tutor al señor Mateo Lesmes, que regenta en su propia casa una academia sobre estudios de segunda enseñanza, en Ávila, para que se encargue de su educación hasta que concluya el Bachillerato.

Durante la primera parte de la novela, el pesimismo, y el temor a la muerte presiden de forma casi constante la vida del muchacho, que solo encuentra cierta dicha con la llegada de un nuevo pupilo al austero y sombrío hogar del señor Lesmes.

   «Cuando poco más tarde don Mateo me acompañó a mi cuarto y se despidió de mí deseándome buenas noches, volví a experimentar la angustia de soledad que me acongojase una hora antes. Encontré mi habitación fría, destartalada, envuelta en un ambiente de tristeza que lo impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi propio ser. Temblaba al desnudarme, aunque el frío no había comenzado aún a desenvainar sus cuchillos. Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía. Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Allí todo era rígido como la vida y útil como la materialidad del dinero lo es a los espíritus avaros. Me resigné porque esta vida arrastrada, materializada, estaba forzado a vivirla unos cuantos años. Y al apagar la luz y llenarse de lágrimas mis ojos –que aguardaron a las tinieblas para no escandalizar a la materia que me envolvía–, mi pensamiento quedó muy cerca; dentro de la misma casa, pero, casualmente, fue a parar a Fany y a los dos pececillos rojos que nadaban en la pecera verde.»

En la segunda parte de la novela, Pedro, que se ha convertido en marino después de su paso por la universidad, de acuerdo con la educación recibida, persistirá en una vida carente de afecto, y llena de renuncias y de desconfianza hacia los demás.

La novela tuvo un gran éxito de público, pero fue recibida con diversidad de opiniones por parte de los distintos sectores de la crítica. El propio autor escribió, en el Prólogo a su Obra completa de 1964, que La sombra del ciprés es alargada se trataba de una «novela mediocre, de un libro balbuciente. Como muchas primeras novelas no es mala por lo que le falta sino por lo que le sobra. Sin embargo, y pese a considerarla malograda, es una novela con fuerza, que mete el frío en los huesos. No estoy de acuerdo con aquellos que me censuraron la impropiedad de los pensamientos y sentimientos del niño Pedro, el protagonista, puesto que esos sentimientos y pensamientos fueron los míos a esa edad. En cuanto a la forma de expresarlo tampoco, supuesto que Pedro los analiza desde su madurez. La novela peca de muchas cosas. Digamos de enteriza, de sentenciosa, de convencional en su segunda parte. La redime, si es caso, la novedad del tema, lo que éste tiene de angustioso y universal. En todo caso y pese a sus ingenuidades, a su defectuosísima resolución, comprendo que es un libro para fijarse en él, para que en un concurso prácticamente de noveles no pase inadvertido. De todos modos, La sombra del ciprés es alargada, pese a ser la peor de mis novelas, o quizá por ello, se ha vendido como ninguna y en la actualidad se sigue vendiendo a un ritmo sorprendente».

En 1990, la novela fue llevada al cine con el mismo título por Luis Alcoriza y fue protagonizada, entre otros, por Emilio Gutiérrez Caba y Fiorella Faltoyano.

Ávila, principios de siglo. Pedro, un niño de nueve años, acompañado por su tutor, entra a vivir en casa de Don Mateo, maestro autodidacta, que a partir de ese momento será el encargado de su educación. Pedro entabla una relación casi familiar con Doña Gregoria y Martina, esposa e hija de su maestro. La aparición de Alfredo, como compañero de habitación y estudios, completará el círculo de su entorno afectivo. La vida de provincias, las relaciones con sus compañeros y la especial relación entre la vida y la muerte inculcada por Don Mateo, influirá definitivamente en su vida futura. (FILMAFFINITY)

   «En La sombra del ciprés es alargada asistimos a la educación sentimental de Pedro, un niño huérfano que ingresa como pupilo en la casa de un maestro que debe cuidar de su preparación escolar. El lector que se adentra en la novela es capturado inmediatamente por una serie de sensaciones que ya no le permiten dejar el libro. Son sensaciones múltiples, que atañen a la trama, sí, pero que van más allá de ella y se extienden a la belleza del paisaje evocado, un paisaje en medio del cual destaca la ciudad amurallada de Ávila, escenario de la acción.

   La verdadera protagonista de la novela, con todo, es la muerte. El tema, como bien se sabe tiene un atractivo especial y una larguísima historia en la literatura española. Se trata, por otra parte, de una presencia constante en la existencia humana. Y en el ambiente en que el protagonista se desenvuelve, gris y pesimista, es algo inexcusable.

   El ciprés que da título a la novela es una presencia fúnebre que domina desde el comienzo hasta el final y proyecta su sombra alargada” sobre toda la experiencia vital del muchacho. Los únicos momentos felices del protagonista corresponden a su amistad con Alfredo, un nuevo compañero de pupilaje. Con él descubre la maravilla del mundo natural y de una ciudad, Ávila, que emerge “mística y blanca” del manto de nieve que la cubre durante el invierno.

   Pero la tragedia acecha, y Pedro aprende que lo más conveniente es no esperar nada en la vida. La novela bien podría haber concluido con la imagen del pañuelo blanco que se agita en despedida, mientras Pedro se aleja en el tren que le lleva a Barcelona, ya con diecisiete años. Pero La sombra del ciprés es alargada continúa con una segunda parte que presenta al protagonista, ya adulto, como aprendiz de marino, primero, y luego como capitán de un barco mercante que cruza el océano de Santander a Providencia, en Estados Unidos. Allí Pedro conoce a Jane, una muchacha norteamericana de la que se enamora pero a la que, dada su complicada personalidad, se muestra reacio a querer, terco en su convencimiento de que es mejor no aferrarse a nada.»

Giuseppe Bellini. Prólogo de las Obras completas. El novelista I, Ediciones Destino, 2007

SINOPSIS

Pedro, el protagonista, es huérfano desde su niñez. A instancias de su tío y tutor viene a parar para su educación al hogar sombrío de don Mateo Lesmes, en la austera y recoleta ciudad de Ávila. Preceptor esforzado pero pésimo pedagogo, don Mateo educará al muchacho en la creencia de que para ser feliz, o al menos para no ser desgraciado, hay que evitar toda relación con el mundo, toda emoción o todo afecto. Sólo la vitalidad y juventud del protagonista podrán, años después, ayudarle a superar el pesimismo inculcado. Sin embargo, los acontecimientos parecen obligarle a recordar lo aprendido…

Delibes, con un impecable estilo que asombra aún más por cuanto se trata de su primera novela, consigue una espléndida obra donde la muerte, que rodea y golpea constantemente al protagonista, es vencida, finalmente, por la esperanza.

MIGUEL DELIBES

miguel_delibes2_0Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) se dio a conocer como novelista con La sombra del ciprés es alargada, Premio Nadal 1947. Entre su vasta obra narrativa destacan Mi idolatrado hijo Sisí, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario, Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris o El hereje. Fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura (1955), el Premio de la Crítica (1962), el Premio Nacional de las Letras (1991) y el Premio Cervantes de Literatura (1993). Desde 1973 era miembro de la Real Academia    Española.

  • Más sobre Delibes y su obra en Fundación Miguel Delibes

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

    «Alfredo y yo nos detuvimos casualmente ante un severo panteón. En la losa, como las gacetillas de un periódico, se sucedían las líneas de letras negras, en las que constaban las fechas en que la muerte había bajado a la tierra a vendimiar. Muchas cruces, muchas fechas, muchos apellidos iguales. Quise remontar mi imaginación hasta el último superviviente de aquella castigada familia. También él había precisado una inagotable reserva en su facultad de desasimiento. Uno a uno de los muertos sumaban cinco en tres años. Desvié mi mirada y veinte metros más abajo vi la silueta de don Mateo recogida ante una tumba gris. En la cabecera tenía la losa una cruz metálica ribeteada toda ella por una ranura que la taladraba de lado a lado. Entonces me percaté de que yo no había orado en mi vida por mis padres. Nadie me enseñó a hacerlo y hay cosas que no pueden aprenderse solo. Advertí que nadie había pretendido nunca fomentar mi cariño hacia ellos, ni me habían comunicado siquiera qué tierra guardaba sus cenizas. Me había considerado siempre como un ser independiente de otros, había aceptado desde un principio con la mayor naturalidad el que unos seres nazcan con padres y otros no. El choque con la realidad me dejó perplejo. Experimenté un deseo vehemente de saber algo de ellos, por lo menos en qué lugar del mundo se habían convertido sus huesos en barro. Luego este afán hizo crisis. Renuncié fríamente al ansia que me embargaba, pensando que lo que la humanidad tapa no es aconsejable lo destape el hombre aislado.

    A mi lado Alfredo tenia su mirada atemorizada por las losas que nos rodeaban por todas partes. Me tocó de improviso en un brazo.

    –Mira.

    Su boca se retorcía en una marcada mueca de repugnancia. Miré hacia donde me indicaba. En la losa de detrás de mí, cruzada por la sombra alargada de un ciprés, se leía este epitafio:

El niño Manolito García

murió en aciago día

víctima de una terrible disentería.

    Escupió en el suelo.

    –Me da asco la gente que hace bromas con los muertos.

    Alfredo había empalidecido y temblaba como las hojas aciculares de los pinos. Le arrastré fuera del cementerio y nos sentamos a la agradable sombra de una acacia. Tardó un rato en serenarse. Cuando se decidió a hablarme había un estremecimiento extraño en su pronunciación.

    –Desde luego, el día que yo me muera, que me entierren al lado de un pino, ¿me oyes, Pedro?

    Me molestaba la contumaz presencia de la muerte, este lúgubre aleteo de la parca fría e implacable. Alfredo prosiguió:

    –Me moriré antes que tú; soy mucho más flojo.

    Como tantas otras veces que Alfredo hablaba así procuré tomar a broma sus palabras:

    –¡Qué de tonterías dices!

   –Te aseguro que no son tonterías. Los cipreses no puedo soportarlos. Parecen espectros y esos frutos crujientes que penden de sus ramas son exactamente igual que calaveritas pequeñas, como si fuesen los cráneos de esos muñecos que se venden en los bazares.

    Su voz me entraba hasta el corazón como una aguja afiladísima y fría. La sonrisa que alentaba entre mis labios debió de trocarse en una fea mueca macabra.

    –Quizá tengas razón.

   –Sí, de todos modos prefiero descansar bajo el aroma de un pino. Su sombra es otra cosa: más redonda, más repleta, más humana… Es una sombra como la que proyectaría doña Servanda si hubiese nacido árbol. Más simpática de todas maneras…»

     […]

    «No me incitó el suicidio en estos días. Lejos de lo que había temido, me percaté de que la adversidad aguza la fe y la esperanza en una vida ulterior que nos compense de los duros reveses sufridos en ésta. Era en esta ocasión, en esta fase mística que abrió en mi pecho la renuncia, cuando aquilaté con exactitud dentro de mí la efímera fugacidad del tránsito, la adjetividad de la vida, su tono accidental y secundario. Me embargó una clara convicción de que la vida es un disputado concurso de méritos; un lapso de prueba para ganar o perder una existencia superior. Constaté por encima de mi retorcido dolor que Dios jamás envía al hombre nada más allá de su capacidad de resistencia. Y me convencí, más que de nada, de que la facultad de desasimiento es común a todos los mortales, de que ninguno, ni el más espiritualmente desheredado, está huérfano de ella, de que yo mismo, herido y castigado, aún tenía un motivo por que alentar pese a todos los reveses e infortunios. Pensaba que el hombre que renuncia voluntariamente a la vida es simplemente por obcecado egoísmo, por haberse constituido absurdamente en eje y razón de la propia vitalidad del universo. A mí, lentamente, me parecía que cuanto más abatido está el hombre en su equilibrio carnal, más fuerte es la necesidad que experimenta el espíritu de desligarse, de remontarse sobre la materia envilecida si estimamos a Dios como rector de este turbio desconcierto humano.»