“Palabras mayores, un viaje por la memoria rural», Emilio Gancedo

«Ni aquello fue todo lo malo, ni lo de hoy es todo lo bueno.» (Lines Vejo. Caloca )

Palabras mayores, un viaje por la memoria rural es el resultado de un intenso viaje que el periodista y escritor leonés Emilio Gancedo emprendió, entre los meses de febrero y abril de 2013, por todas las comunidades autónomas del país. Buscó a personas anónimas con muchos años y con muchas cosas que contar, la inmensa mayoría procedentes del medio rural, y entabló con ellas unos diálogos repletos de proteína narrativa. Por medio de esos relatos vitales –tantas veces sorprendentes, fascinantes o increíbles, tan cercanos incluso a la ficción- estas gentes logran aportar, al autor y a los lectores, parte de ese sentido común, de esa filosofía natural y de esa humanidad que nuestra sociedad parece haber perdido sin remedio.

    «Un día, el viajante dejó de cubrir los mismos trayectos y las líneas programadas que lo ataban a rincones ya conocidos y decidió salir de su casa y medir las jornadas sin calendario y las horas sin reloj. Y emprendió una expedición hacia adelante en el espacio y hacia atrás en la memoria que acabó llevándolo por todo el país en busca de las huellas de la vida y los paisajes del recuerdo, esos que se van evaporando como niebla al sol, de manera imperceptible pero imparable. El viajante, hombre de pocas palabras, ingenuo y esperanzado, creyó en la utilidad de rescatar y exponer, como si las tendiera sobre la hierba, existencias veteranas que hablasen con el más claro de los idiomas en estos días de confusión, así que se afanó por reunir una lista de nombres propios, nombres encallecidos y fibrosos, nombres bien amasados tras el paso de los días, avecindados por todo el territorio, y se dispuso a visitarlos con su maletín, sus preguntas y sus silencios.

    Cribados por la memoria y la palabra, los recuerdos y enseñanzas acabaron cayendo sobre las hojas del viajante pero antes tuvieron que colarse por ocultos desagües y transitar atajos, vadear ríos y superar desfiladeros que se tragaron a muchos. Y con todos los que pudo rescatar levantó una especie de atalaya, o de frágil faro hecho de cajas apiladas, desde el que alertar a los navegantes y divisar mejor la línea del horizonte. Al final se subió a él y contempló su luz, pequeña pero intensa, familiar y penetrante.

    Desde el tramo final de sus vidas, estas gentes hacen historia de su propia historia». E. G.

En Palabras mayores, Emilio Gancedo le ha dado voz a 25 personajes peculiares de los años de la guerra y de la postguerra. Personas llenas de sabiduría natural y sentido común. «Todas estas gentes tuvieron que enfrentarse a situaciones infinitamente más complicadas a la crisis actual pero esta gente tienen un humor y una humanidad que todos hemos perdido. Son unos valientes y un ejemplo a seguir por todos para que veamos cada cosa en su justa medida», ha señalado el periodista leonés.

El apartado dedicado a Extremadura, Lo sobrenatural en los extremos, recoge los testimonios de la oliventina Fernanda Blasco Mendoza y del hurdano Francisco Hernández Martín, Quico.

Fernanda nos habla de la pobreza, carencias y represalias de la guerra y posguerra; cómo la vida le llevó a estudiar Magisterio; su trabajo como directora en el Centro de Menores de Olivenza, así como su labor en el barrio de La Farrapa y su testimonio sobre el denominado “milagro del arroz” que presenció en 1949.

    «A mí se me ensanchó el alma con la democracia, y estoy de acuerdo con las manifestaciones y todo eso, pero nada de insultos, por favor. Todos somos personas, eso lo tengo muy claro. Muchas veces apago la televisión al ver enfrentamientos hasta en el mismo Congreso de los Diputados. No, no, no. Eso sí que no».

    Fernanda Blasco Mendoza, aquella niña que se preguntaba por qué extraña razón ella tenía zapatos, mientras los niños de su calle iban descalzos, fija los ojos en el viajante y repite su mantra particular como si fuera, y quizá en verdad lo sea, solución única a todo problema social.

   –Educación, educación, educación.

Quico nos hace continuas referencias a la dureza de la vida en la comarca, al espíritu de sacrificio y capacidad de trabajo de sus habitantes. Tampoco faltan tampoco las alusiones a las extrañas luminarias que, de vez en cuando, se posan sobre los montes de la zona.

    «Ahora Las Hurdes es la zona que mejor se vive de España», cree. ¿Y eso por qué? «Pues porque no hemos vivido a gran escala como en otros sitios», dice un Quico que nunca iba a jornal, siempre a destajo, «por eso multiplicaba el sueldo». De todas maneras, y aunque se deslomó trabajando porque había que salir de pobres como fuera –todo lo hacía en superlativo este recio hurdano, doblar el espinazo, beber, folgar, celebrar o discutir–, «tampoco hace falta tanto –admite–. Con un cachinu de tierra que siembres y te da de comer. ¡Ea!». 

Palabras mayores, un viaje por la memoria rural constituye un hermoso homenaje a un mundo que se encuentra en vías de extinción, permitiendo que haya salido a la luz ese otro país, el del medio rural y el de una generación irrepetible gracias a cuyos trabajos sin cuento hoy estamos aquí, como ha señalado su autor.

SINOPSIS

Durante medio año Emilio Gancedo se echó a la carretera y pacientemente hizo un recorrido por la diversidad y heterogeneidad de lo que hoy llamamos España. En su camino se encontró y charló largo y tendido con personas vinculadas al medio rural, todas ellas cultivadoras de recuerdos, ejemplos comprometidos con la memoria viva. Fruto de ese trabajo es Palabras mayores, una suma de historias, recuerdos, anhelos y enseñanzas de una generación, los nacidos antes o inmediatamente después de la guerra civil, a quienes prácticamente hemos dejado de escuchar; un libro que rescata muchas experiencias y enseñanzas útiles para el presente de unas gentes extraordinarias que pasaron en pocas décadas del Neolítico a Internet.

   ¿Cómo era aquella casa, Progreso?
    —Era una casa mu grande, mu grande, mu grande; mira si era grande que mi hermano, mi padre y yo, dormíamos juntos en la misma cama, y mi hermana en la otra.
    —¿Teníais luz en aquella casa, Progreso?
    —Sí, había luz… cuando era de día se veía estupendamente.
    —¿Y había escuela, Progreso?
    —Escuela sí había, pa los niños… pa los niños que iban a ella.
    —¿Matabais algún marrano en casa, Progreso?
    —… Nosotros es que no teníamos esa costumbre.

    Manejar un ingenio así tiene aún más mérito cuando las cosas a las que alude no tienen maldita gracia. Quizá el tiempo, eterno bálsamo, le permite verlas hoy de esa manera, pero es ironía que deja la sonrisa torcida, y en la mirada filos que sugieren insondables cavilaciones.

   «Palabras mayores supone un golpe en la conciencia de una sociedad, la nuestra, que hace tiempo que se ha olvidado ya de los viejos, convertidos en muebles inservibles y arrinconados en los salones de unas viviendas cuyo centro lo ocupa la televisión, o en el anonimato de las residencias».

   «Que un joven periodista y escritor se haya preocupado de ellos y que lo haya hecho con la delicadeza y la calidad literaria con la que Emilio Gancedo ha trasmitido sus testimonios y sentimientos hace pensar que no todo está perdido». Julio Llamazares, La Nueva Crónica.

LEER UN FRAGMENTO DEL LIBRO

EMILIO CANCEDO

Emilio Gancedo (León, 1977) trabaja en la sección de Cultura de Diario de León desde el año 2000. Es autor de dos libros de relatos (La hoja de roble, 2001, y Trece cuentos extraños, 2007), una guía de viajes (León, parada jacobea, 2004) y dos obras de carácter etnográfico (La tradición oral, 2008, y El habla de León, 2009). Ha colaborado en numerosos libros colectivos y participa con asiduidad en filandones (cuentacuentos populares), debates, conferencias y tertulias radiofónicas. Además es autor de los guiones de tres documentales (Asina falamos, León, ciudad de reyes y La Montaña Oriental).

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO
   «Todo pueblo tiene en sus caminos un recodo en el que deja ver por última vez. Y los de Escartín pararon en él y echaron la vista atrás, contemplando el que había sido hasta entonces su único hogar. Allí quedaba, entre abancalamientos de piedra seca levantados durante siglos de trabajo para poder sembrar el pan, cientos de ellos, terreno una y otra vez aterrazado y ganado a la ciega natura, una monumental obra hecha a brazo, atacada ya de zarzas y olvidos. Allí quedaba Escartín, solo, minúscula célula de civilización, mil años y más de existencias y sueños y miedos y labores en montañesa urdimbre, puro esfuerzo empeñado en la única misión de trasvasar penosamente, de generación en generación, vida y saberes. Desde la crónica condal y el reino del medievo, y las gentes oscuras que los precedieron, sorteando al son de campana y rezo levas y pestes, sequías y migraciones, francesadas y carlistadas, aquel puñado de casas grises, piedra, losa, alegría y dolor, románica estampa, se moría».
      […]
    Si el abandono del medio rural en España se le figura al viajante cosa triste y preocupante, con cuatro voces solitarias que lo denuncian en medio del desierto –vastedades vaciadas de la gente y la memoria que modelaron el carácter y condición del país–, más aún lo es en estos codos y fondos de saco del centro y centro-oriente peninsular, en estas soledades románicas, góticas o barrocas de hogares hundidos y huellas medio borradas, en estas ausencias de perspectiva inabarcable. Escasos y como heroicos le parecen al viajante los supervivientes vecinos de pueblos conquenses, sorianos y turolenses, infrecuentes formas de vida, ajenos a los bandazos de las corrientes urbanas, aferrados a la raíz de las cosas pero cada vez en menor número, cada vez más lejanos y más borrosos. (…)
El viajante emplaza a Pedro por la petición que les haría a los políticos si los tuviera delante. «Que se dieran una vuelta por estos pueblos a ver cómo están. Pero sin el coche oficial, ¿eh? andando. Mira, en industrias, la más gorda que teníamos era la de la madera, había un montón de fábricas y entre el monte, los gancheros y los aserraderos, trabajaban muchísimas personas; nadie estaba parado; pero como hoy la traen de no sé dónde…».
    –Ahora, en vez de coger obreros, es a echarlos.
    Y la esposa, que no ha abierto la boca en ningún momento, nada más que para ofrecer refrigerios, y que ha asistido la encuentro silenciosa pero cómplice, comprueba que la conversación languidece y amaina, y por eso decide colocar remate adecuado.
    —Lo único que quieren es que nos muramos del asco.
(Paulino Córdoba Urizal. Serranía de Cuenca.)

 

“Una vez en Europa”, de John Berger

En 1987, el escritor, crítico de arte, pintor y guionista de cine y de televisión John Berger publicaba Una vez en Europa (Once in Europe), el segundo volumen de la trilogía De sus fatigas (Into Their Labours), que se había iniciado con Puerca tierra, en 1987, y que más tarde completaría con Lila y Flag (1990).

A mediados de los años setenta, Berger tomó la decisión de dejar Londres e instalarse en los Alpes franceses, en un pueblecito campesino llamado Quincy, cerca de la frontera suiza. Berger participó del modo de vida de los habitantes del pueblo y llegó incluso a hacerse campesino. Fruto de estas experiencias y del contacto con los vecinos del lugar surgió De sus fatigas, que le llevó un trabajo de quince años. En ella aborda la extinción de la cultura campesina y la emigración de los habitantes del medio rural a las grandes ciudades.

«Otros se fatigaron
 y vosotros os aprovecháis de sus fatigas».
 San Juan 4,39

Una vez en Europa reúne una serie de relatos, de uno de los cuales, el más largo, toma el título la obra. Se trata de cinco historias de amor que tienen como telón de fondo la desaparición de la cultura campesina.

    «Hace años, cuando el ruso Gagarin, el primer hombre que salió al espacio, daba vueltas alrededor de la tierra, los veinte chalets dispersos por la zona de Peniel alojaban, cada verano, ganado, mujeres y hombres. El ganado era tanto, que la hierba no sobraba, y, por común acuerdo, se limitaba el tiempo del pasto. Te levantabas a las tres de la madrugada para ordeñar y llevabas las vacas a pastar en cuanto se hacía de día. A las diez, cuando el sol empezaba a estar alto, las encerrabas de nuevo y aprovechabas para hacer los quesos. A mediodía, en el establo, les ponías hierba segada. Después de comer te echabas una siesta. A las cuatro volvías a ordeñar, y solo entonces sacabas las vacas a pastar por segunda vez y permanecías en los pastos con ellas hasta que ya no se distinguían los árboles, sino solo la mancha del bosque. Volvías a entrar las vacas entonces y, cuando ya se habían acostado sobre su lecho de paja, podías salir fuera y escrutar la noche, en la que la Vía Láctea parecía hecha de gasa, para intentar localizar a Gagarin dando vueltas en su Sputnik. Todo esto era hace veinticinco años. Durante el verano en cuestión —el verano de 1982—, solo dos de los veinte chalets estaban habitados: uno por Marius y el otro por Danielle, y había tanta hierba, que podían dejar pastar a los animales día y noche.»

Con su característico lenguaje lleno de sensibilidad y sencillez, Berger cede el protagonismo a esos hombres y mujeres del mundo rural que se resisten a abandonar sus ancestrales formas de vida.

Otro libro magnifico del escritor inglés, cuya lectura recomiendo.

  «La serie de relatos Una vez en Europa contiene posiblemente la mejor narrativa de John Berger hasta la fecha.» Richard Critchfield, The New York Times

Leer un fragmento del libro

SINOPSIS

Las cinco historias de amor incluidas en Una vez en Europa son un alegato contra la destrucción de la vida rural. John Berger –«un escritor sin rival en la literatura contemporánea en lengua inglesa», según Susan Sontag– refleja en ellas su modo de entender la realidad. Como él mismo reconoce, «tal vez mi aversión por el poder político, sea cual sea su forma, demuestra que soy un mal marxista. Intuitivamente siempre estoy al lado de aquellos que viven dominados por ese poder.» Como antes de Puerca tierra, destaca aquí ese «realismo limpio» de John Berger, obsesionado por la claridad de una expresión que surge ante nosotros como una poderosa llamada de atención sobre el divorcio entre el hombre y la tierra.

   «Las obras de John Berger viven entre los géneros y en un grado de contemporaneidad absoluto. Mezclando la poesía, el ensayo y hasta el periodismo más personal, sus obras son un intento de reflexión trascendente sin perder la historia inmediata pero tampoco la metafísica o cualquier atisbo de pensamiento lírico.» Luis Antonio de Villena, El Cultural de El Mundo

JOHN BERGER

John Berger (Londres, 1926-París, 2017) se formó como pintor en la Central School of Arts. Además de un gran escritor -con G. obtuvo en 1972 el Premio Booker-, ha sido uno de los pensadores más influyentes de los últimos años. Autor de novelas, ensayos, obras de teatro, películas, colaboraciones fotográficas y performances, ninguna manifestación artística ha escapado a su talento. Sus ensayos y artículos revolucionaron la manera de entender las Bellas Artes, y su compromiso con el campesinado europeo en la trilogía De sus fatigas, compuesta por Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag, es ya un modelo de empatía y lucidez. Alfaguara también ha publicado Hacia la boda, Un pintor de hoy, Aquí nos vemos, Fotocopias, King, Un hombre afortunado, De A para X, Con la esperanza entre los dientes, El cuaderno de Bento y su monumental ensayo Fama y soledad de Picasso. En 1962 abandonó su residencia en Inglaterra para instalarse en un pequeño pueblo de los Alpes franceses. Rondó para Beverly es su último libro, escrito tras la muerte de su mujer.

  «Fue el Leonard Cohen de otra clase de rotunda melancolía: la de la tristeza (social, íntima) que provoca el auténtico saber en mitad de la sociedad capitalista de fauces abiertas y hambre incansable… Era un activista, su literatura viene de ahí, del compromiso a la manera de Albert Camus, de la protesta, de la obsesión con el poder y sus lepras.» Diego Medrano, El Comercio

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

El cuero del amor

«Curtidos como postes
por las partidas 
y los fantasmas blancos
de los que se fueron, envueltos en lonas 
hablamos de la pasión. 
Nuestra pasión es la sal 
en la que se cuelgan los pellejos
para hacer de una bisagra de piel
el cuero del amor.»
[…]
El acordeonista
     «Cuando terminó de descargar el remolque, era la hora de ordeñar. Salió a la lluvia. Podía sentir cómo le refrescaba la sangre. Le corría por la espalda y le entraba por los pantalones. Se puso una camiseta y una camisa de cuadros, se echó la gorra azul sobre el cabello mojado, encendió el motor de la ordeñadora y entró en el establo. Dejó la puerta abierta, porque había poca luz dentro, y todavía le escocían los ojos por el polvo del heno.
    Terminado el ordeño, entró en la cocina. Había cerrado los postigos, como Albertine insistía siempre en que se hiciera en verano para mantener fresca la habitación. La luz del atardecer se filtraba entre los listones. Sobre el alféizar de la ventana estaba el ramo de flores que había cogido. Al verlo se paró en seco. Se las quedó mirando como si fueran un fantasma. Una vaca orinó en el establo; en la cocina la quietud y el silencio eran totales.
    Sacó una silla de debajo de la mesa, se sentó y se puso a llorar. Con el llanto, iba inclinando la cabeza hacia delante hasta que tocó con la frente el hule. Es extraño cómo los animales reconocen los sonidos del dolor. El perro se acercó por detrás y, levantándose sobre sus patas traseras, apoyó las delanteras en las paletillas del hombre.
    Lloró por todo lo que no podía volver a suceder. Lloró por su madre haciendo buñuelos de patata. Lloró por ella podando los rosales del jardín. Lloró por su padre gritando. Lloró por el trineo que tenía de niño. Lloró por el triángulo de vello entre las piernas de Suzanne, la maestra. Lloró por el olor de una mujer planchando sábanas. Lloró por el puchero de mermelada borboteando sobre el fogón. Lloró porque no podía dejar la granja ni un solo día. Lloró por la granja, en la que no había niños. Lloró por el sonido de la lluvia cayendo sobre las hojas de rubarbo y por su padre vociferando: ¡escucha eso! Eso es lo que echas de menos cuando te vas durante meses a trabajar fuera, y cuando vuelves en la primavera y oyes ese sonido te dices: ¡gracias a Dios, ya estoy en casa! Lloró por el heno que quedaba por segar todavía. Lloró por los cuarenta y cuatro años que habían pasado y lloró por él mismo.»
    […]
Una vez en Europa
    «Vista desde la altura a la que estoy ahora, la negativa de padre a vender su granja a la fundición parece absurda. Estábamos rodeados. Cada año, el patio de la fundición por el que mi padre se veía obligado a atravesar con las vacas, se hacía más grande y tenía más raíles. Los montones de escoria crecían de año en año, ocultando cada vez de una forma más eficaz la vista de la casa y del jardín desde la carretera y desde los pastos, al otro lado del río, que también pertenecían a la granja. Los propietarios primero duplicaron y luego triplicaron el dinero que estaban dispuestos a pagarle. Su respuesta siempre fue la misma. Mi patrimonio no está en venta. Más tarde intentaron forzarlo por ley. Dijo que dinamitaría las oficinas. Ahora la nieve lo cubre todo.»