“El médico rural”, de Felipe Trigo

«Estudió una carrera durante quince años, y encontrábase con que no servía para ejercerla. Libros, libros, teorías de libros, y a cada grave enfermo un problema pavoroso que iría resolviéndolo la muerte.»

El médico rural es, junto con En la carrera y Jarrapellejos, una de las mejores novelas de Felipe Trigo.

En la carrera (1909) y El médico rural (1912) son dos narraciones consecutivas en las que el escritor extremeño nos cuenta sus experiencias como estudiante de medicina en Madrid y sus primeros años de ejercicio profesional en tierras extremeñas.

El médico rural fue publicada por la Editorial Renacimiento, en mayo de 1912, con un notable éxito editorial. La novela contiene abundantes testimonios autobiográficos de sus experiencias profesionales en los dos pueblos pacenses, Trujillanos y Valverde de Mérida, donde Trigo ejerció la medicina, recién acabada la carrera.

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«Esteban, un joven médico sin experiencia, se traslada con su esposa y su hijo a un pequeño pueblo de Sierra Morena, donde ejercerá su profesión por primera vez. El joven tendrá que dominar sus inseguridades, a la vez que supera sus diferencias con los habitantes del pueblo y sus costumbres.

El médico rural, es una de las obras más relevantes de Felipe trigo, que junto a Jarrapellejos, se ha etiquetado de novela de crítica social. En este caso, el autor deja en segundo plano el erotismo, tema principal en otras novelas, para centrarse en analizar en profundidad la vida rural española de la época. Se considera una novela con rasgos autobiográficos que se completa con la historia que el autor inició en la obra En la carrera.»

Trigo retrata en su novela el caciquismo rampante en la Extremadura de los primeros años del siglo XX y critica duramente el atraso, la incultura, la miseria y la corrupción reinantes en el campo extremeño.

     «Pobre España, pobres aldeas españolas si aún quedasen muchos como éste!

     Triste, muy triste, Esteban íbase acercando al pueblo, especie de infierno en cuya árida fealdad se contenían toda la suciedad y toda la ignorancia. Cruzaban ya el cinturón de estercoleros, y desde una casabarraca le dijo una anémica mujer, lúgubre como el barro de las tapias rotas que en torno a ella parecían inmundas sepulturas.

    –Don Esteban, el ministro anda buscándole a usté de parte del alcalde.

     El ministro era el nombre que se daba al alguacil.

   –Pues ¿qué pasa?

   –No sé. Quizá alguna quimera.»

Pecellín Lancharro, en su obra titulada Literatura en Extremadura, señala que «El médico rural constituye un terrible retrato del caciquismo, la ignorancia, la apatía y la corrupción imperantes en el agro extremeño. Aunque las simpatías de Trigo estén con los más débiles, no se deja arrebatar por actitudes maniqueas. Nada de una fácil separación de ovejas y cabritos. Pocos son los personajes realmente nobles que el autor encuentra. Esta obra gustará a cuentos tuvieron que esforzarse por vencer ambientes hostiles y dificultades gigantescas, con la sensación de caer derrotados en cualquier momento, para terminar rehaciéndose después de cada batalla hasta conseguir finalmente una sencilla victoria. La sombra del suicidio vuelve a aletear sobre el joven médico. Sus dudas de fe, que curas poco hábiles no hacen sino embrollar; sus deseos de promocionarse y las vacilaciones de quien no acaba de encontrar el camino enriquecen la obra. Como también los esbozos políticos, cuando se hace eco de las rebeliones obreras que conmueven las zonas rurales, el nerviosismo atónito de los caciques ante las reivindicaciones campesinas y la defensa que Trigo hace paladinamente del credo socialista.»

En fin, una gran novela, quizás la mejor de uno de los más grandes novelistas que ha tenido Extremadura. Absolutamente recomendable.

La novela El médico rural se encuentra disponible para su lectura en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

SINOPSIS

Dentro de la dilatada obra narrativa de Felipe Trigo (1865-1916), El médico rural tiene un lugar destacado, tanto por ser una de sus mejores novelas largas cuanto por constituir un documento de memoria y reflexión individual y de crítica social de primer orden. Escrita y editada casi en el fila de su trayectoria –1912–, en ella Trigo rememora los difíciles años de experiencia como médico en tierras extremeñas –Trujillanos, Valverde de Mérida– las dificultades de todo orden que dicha profesión encontraba frente a una sociedad carente de medios, inculta, fanática, manejada por un abusivo caciquismo, en la que la falta de higiene, la sensualidad desvergonzada y la absoluta falta de fe en la ciencia eran los principales obstáculos que Esteban Sicilia tenía que vencer. Además de un texto narrativo veraz y valiente, El médico rural es uno de los mejores ejemplos del “regeneracionismo moral” que tanto preocupó al escritor extremeño durante toda su vida. Aquí se advierte ya el profundo pesimismo crítico que le impulsó al suicidio unos pocos años después.

FELIPE TRIGO

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Felipe Trigo nació en Villanueva de la Serena (Badajoz) en 1864. Estudió Medicina en el Hospital San Carlos de Madrid, dedicándose a ejercer como médico rural. Más tarde, ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar, siendo destinado a Sevilla y Trubia, y marchando posteriormente como voluntario a Filipinas. Herido gravemente, regresó a España con el grado de Coronel, retirándose en el año 1900 y asentándose en Mérida, residencia que compartió con Madrid, dedicándose de lleno al periodismo y la escritura, y obteniendo gran popularidad  y éxito.

Emparentado con los narradores regeneracionistas y noventayochistas. Felipe Trigo (1864) es autor de una notable obra literaria, tan intensa como corta en el tiempo, que alcanza sus mejores logros en las novelas de ambiente regional: En la carrera (1909). El médico rural (1912) y, especialmente, Jarrapellejos (1914). 

Trigo fue, en definitiva, un extremeño inquieto y de gran talento, que murió trágicamente en 1916, cuando se suicidó en pleno éxito literario

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     «–¡Mira, Jacinta, no sé nada! ¡Nada! –acababa por confesarla, en una explosión de llanto–. ¡Se muere esa mujer, y no puedo ni saber de qué se muere!

     Llorando ella a su vez, al verle en tan profundo desconsuelo, trataba de calmarle:

   –Pero, hombre, ¡de reúma al corazón! ¿No me lo has dicho?… ¡Además, de tantos años como tiene, que de algo la gente ha de morir!

   –¡No, Jacinta, no! ¡Un médico, un médico que lo fuese de verdad, quizá la salvaría… y yo la estoy matando!

   –¡Por Dios, Esteban, por Dios!

    Estrechaban el abrazo y seguían llorando largamente.»

          […]

     «¡Oh, en su hijo! ¡Tener que hundir el cuchillo ardiente en el cuello de su hijo!… Llorábale, sí, llorábale el corazón; pero aún comprobó que no temblaba. La feroz grandeza de su deber, de su dolor, le dejaba en total dominio de los nervios y en perfecta claridad de inteligencia. Al dirigirse al niño con aquel puñal de fuego llameante, que pudiera ser su muerte, que pudiera ser su vida, era un hombre de hierro que sabría no vacilar…

    Pero se contuvo.

   Fuera, en la ventana misma, sobre el estruendo del viento y de la lluvia, resonaban los cascos de una mula y grandes golpes.

   Se abalanzó a la puerta de la sala, abrió, y después la de la calle…, dejando entrar al valiente mozo, que volvía como una sopa. Le arrebató de entre la manta la caja que traía, la abrió convulso, desenvolvió los papeles…, y llorando, sí, llorando al cabo de alborozo, tomó una pinza, prendió una cánula…, introdujo el índice izquierdo en la inerte boca del pequeño, se guió por él…, y con una facilidad, con una diestra sencillez de encantamiento, dejó aquel tubo en la laringe.

    Miró ansioso, para ver si el niño respiraba… El niño respiró. Esteban lanzó un agudísimo grito de victoria que llenó toda la casa:

    -¡Ven, Jacinta, ven!… ¡¡Vive nuestro Luis!!»

     […]

    «La amargura le siguió en la soledad del encinar. Por propios egoísmos o por ridículos respetos a las gentes, su profesión llenábase de limitaciones que la convertían a menudo, de augusto ministerio de verdad que podría ser, en farsa. Hierro, recetó –con una harto consciente y casi vil contribución al crimen de lesa vida que iba a consumarse– . Si no tísica, actualmente, lo estaría pronto aquella Inés, cuya larga preparación en un colegio y en una capital, aprendiendo distinción, música y francés, teniendo amigas y novios, servía para traerla al desencanto de este pueblo. Ojos trágicos, los suyos, por debajo de todas las mártires obediencias infantiles habíanle revelado que ella conocía tal vez demás trances amorosos en las rejas, a la luna, con aquellos capitancitos artilleros de la fábrica de armas que también habríanla auscultado el corazón. Ahora desilusionada para siempre ante la ristra de sus primos botarates, consumida poco a poco al fuego de sus ansias de besar, ya empezaba en su pecho la seca tosecilla que no le había dado al doctor Peña más que un engaño de anticipo.»     

FUENTES

  • Pecellín Lancharro, M. Literatura en Extremadura, II. Badajoz, Universitas, 1981
  • Viola, M.S. Medio siglo de Literatura en Extremadura: 1900-1950. Badajoz, DPDB, 1994

“En la carrera”, de Felipe Trigo

¡Oh, sí, en la carrera..., en igual carrera de fijación de porvenir estaban unos y otros!

En la carrera es, junto con El médico rural y Jarrapellejos, una de las mejores novelas de Felipe Trigo.

En la carrera (1909) y El médico rural (1912) son dos narraciones consecutivas en las que el escritor extremeño nos cuenta sus experiencias como estudiante de medicina en Madrid y sus primeros años de ejercicio profesional en tierras extremeñas.

En la carrera nos narra las peripecias de Esteban, joven estudiante de Badajoz, que se traslada a Madrid para estudiar medicina en el Hospital de San Carlos. Allí encontrará un ambiente lleno de diversiones y poco propicio para la buena marcha de sus estudios.

La novela está plagada de elementos autobiográficos. A pesar de que buena parte de misma transcurre en Madrid, Extremadura y sus gentes van a estar muy presentes en la trama de la historia. Trigo se nutre para este libro de personajes y experiencias que conoció o vivió en su tierra.

El escritor villanovense nos traslada al ambiente y a la forma de vida del Badajoz de la época, y nos ofrece hermosas estampas de la capital pacense y de otros paisajes extremeños. Introduce, además, la variante del extremeño en el que se expresan algunos de los personajes populares en sus conversaciones.

«Ganó el alto del cerro y dio vista a Badajoz. Se había desorientado un poco. Conocía casi un tercio de provincia palmo a palmo, y no, sin embargo, aun teniéndolos en las narices, estos campos de por la Puerta Trinidad, que acababa de recorrer y que no tenían facha de mineros. Sus bolsillos venían llenos de pedruscos -por si acaso-. Se sentó. Iba borrándose el crepúsculo y lucía la luna plateando allí abajo el Rivilla, a la derecha el Guadiana, y el Jévora más lejos. Tenía enfrente los murallones del Castillo y el Huerto del Manco. Luego volvía por el mismo sitio a la ciudad.»

Como señala Santiago Castelo en el prólogo de esta edición, «Badajoz aparece siempre al fondo, con sus miserias y sus alegrías, vagamente dibujados. Siendo esta la novela del estudiante extremeño en Madrid, será, sin embargo, la novela más badajocense de Felipe Trigo; porque, incluso cuando la descripción vaga como un oleaje por la calles de la Villa y Corte, no deja de aparecer en cada resquicio el poderío –a veces siniestro– de la pequeña capital provinciana.»

Puede entenderse En la carrera como una novela de aprendizaje. Esteban, el joven estudiante, y Antonia, su novia de Badajoz, aprenderán, en muchas ocasiones, a base de golpes, recibiendo «las duras lecciones de la vida».

La historia contiene una importante carga de crítica social. En ella, Trigo arremete contra la hipocresía y doble moral de una sociedad cruel y represora, y critica la pésima iniciación sexual de la juventud.

En fin, una gran novela, una de las mejores de uno de los más grandes novelistas que ha tenido Extremadura. Muy recomendable.

SINOPSIS

Situada en la historia de la literatura junto a otras dos novelas emblemáticas de Felipe Trigo ambientadas en áreas rurales abandonadas a su propia involución (El médico rural, 1912 y Jarrapellejos, 1914), En la carrera (1909) nos ofrece un notable contraste entre el mortecino Badajoz provinciano y el Madrid confiado y frívolo de finales del siglo XIX, ciudades por las que los jóvenes protagonistas transitarán en una ciega “carrera”, sometidos a una malsana ética de las apariencias que les llevará de la inocencia al infortunio.

FELIPE TRIGO

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Felipe Trigo nació en Villanueva de la Serena (Badajoz) en 1864. Estudió Medicina en el Hospital San Carlos de Madrid, dedicándose a ejercer como médico rural. Más tarde, ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar, siendo destinado a Sevilla y Trubia, y marchando posteriormente como voluntario a Filipinas. Herido gravemente, regresó a España con el grado de Coronel, retirándose en el año 1900 y asentándose en Mérida, residencia que compartió con Madrid, dedicándose de lleno al periodismo y la escritura, y obteniendo gran popularidad y éxito.

Emparentado con los narradores regeneracionistas y noventayochistas. Felipe Trigo (1864) es autor de una notable obra literaria, tan intensa como corta en el tiempo, que alcanza sus mejores logros en las novelas de ambiente regional: En la carrera (1909). El médico rural (1912) y, especialmente, Jarrapellejos (1914). 

Trigo fue, en definitiva, un extremeño inquieto y de gran talento, que murió trágicamente en 1916, cuando se suicidó en pleno éxito literario

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     Bordeaban el Guadiana. Había molinos, encinas, toros, chopos y sauces en las riberas. El sol esplendía sobre su triunfo de la niebla en un paisaje idílico. Desde un prado de esmeraldas, tres grullas miraron al tren. Junto a un paso a nivel desmandóse en dispersión un hato de carneros. Y el tren, el «rápido», seguía… veloz, triunfaba, imponente… Pitaba y no cesaba de cruzar alcantarillas. La histórica ciudad surgió detrás de un enorme puente de hierro de otra línea. Cruzó el «rápido» otro puente de hierro, al lado del puente de piedra de un arroyo, y aún Esteban vio admirado otro gran puente lejano… como si fuese Mérida la ciudad de los arcos y los puentes. El viajero iba de un lado a otro del coche, para no perder cosas nuevas. Un acueducto romano, huertas, alamedas, la estación y otro acuerdo romano, más allá, y uno árabe. Bella y blanca, Emérita Augusta, coronábase de torres y palmeras; sus casas próximas, alineadas ante una extensa tapia que pregonaba anuncios industriales, eran depósitos de comercio y rientes hotelillos rodeados de verdor…

       […]

     Odió a Madrid con toda el alma. Harto de ver calles y paseos con Luis y con la Burra, penetrado de frío hasta los tuétanos, deambulaba cada tarde bajo el peso de un aburrimiento colosal. A los coches y palacios y alegrías incomprensibles, sólo él profundizábales su fugacidad y su limitación de anfiteatro…, de muerte. Luis prefería, por cálculo de higiene, las grandes caminatas por el campo, por las cercanías del Hipódromo, por Vallecas, por los dos Carabancheles…, al sol. ¡Qué burla de campo y de sol al lado de los extremeños! Porque lo singular en la reacción de Esteban era que todo lo de la corte, gentes y cosas, que al llegar le obsesionaban como parecidas en una amplificación magnificente a las de Badajoz, impresionábanle, al fin, con una vil desemejanza rabiosa, irreductible…, en otra obsesión evocadora de plácidas sencilleces que hubiera él para siempre perdido. Por volver a Badajoz hubiera dado medía vida. Consideraba el número de días que faltaban hasta junio, y ahogábasele el corazón en la inmensidad del tiempo y de esa insípida ciudad que hubiese antes de matarle de tedio y desafecto. Nadie le conocía, ni nada le importaba a él. Hasta los buenos camaradas de allá, del Instituto, volvíanse aquí egoístas, recelosos. Le había propuesto a la Burra cambiar de alcoba, pretextando su intimidad con Luis, y ni uno ni otro accedieron: en primer lugar, alegaban que ellos dos pagaban menos junto al comedor, y cuando les allanó el obstáculo la aclaración de que él sería quien siguiese pagando igual, a pesar del trueque, disculpábase la Burra con reparos sobre si Eduardo resultábale o no engreído por demás con su apellido de estirpe y sus pujos de elegancia… En cuanto a Mazo, la Burra también había descubierto la arteria de su generosidad; al explícarle a Esteban: «¡Bah, te ha regalado los libros y esas cosas porque eres también de Badajoz, como él, y busca que le guardes el secreto de su estudio! ¡Mira si me las negaba a mí, que le he sacado el esqueleto a fuerza de rogar, y haciéndome más falta!»

     […]

    Su vida se había fijado en una armonía de orden sin dinero; pero armonía forjada en desengaños y tormentos sobre una conformidad estoica. Si la dicha está en la paz, era dichoso. Un gran maestro, Madrid. En cuatro meses le había enseñado más que Badajoz en tantos años. Agotadas las sensiblerías que púsole en vaporización violenta este gran pueblo, consideraba cada cosa bajo una significación que se avenía bastante bien con las demás: lo mismo la carnicería de San Carlos y las estatuas y el sol, que sus lujurias fugaces con la asturianucha Andrea y sus ansias puras por los niños. ¡Todo de la vida… de la amplia! Vida tan vasta y una en el fondo. Se le había ocurrido un tarde volver a San Francisco, y le costó trabajo creer que un cura, si le confesase, llegara a tomar como pecado que se acostase él con la asturiana. Esto era a lo sumo… «buen estómago» por parte de quienes apechugaban con semejante bicharraco, la Burra también, y Morita. La religión debía de estar equivocada en sus rigores. ¿Cómo iba a ser pecado una cosa que sin perjudicar a nadie venía para él a convertirse en base de su orden y en salud? Estaba más gordo. La Burra, lo mismo, más lúcido, y desde antes. Ágiles los dos, hasta para el estudio, como unas máquinas a las que de un modo natural se les quitan las escorias. La misma fealdad de Andrea los contenía. 

      […]

     ¡A los hombres así, podrían abandonárseles la muchachas por las rejas!… Él no había avanzado un paso en el calvario de su amor sin ver anticipadamente qué grado de venturas para Antonia afianzaría. En cambio, Sergio, Ahumada, Ruiz…, los demás de Badajoz y aquellos paisanos de la corte, rabiaban por tener cualquier secreto y pregonarlo…, y cuando no, lo inventaban. Sergio contaba horrores y mentiras de Charito López, su novia del pasado invierno, y prima hermana. ¿No era casi reciente en Badajoz la historia de aquella Juana, artesanita, que se mató al verse despreciada, porque dos novios jactáronse de haberse acostado con ella… y se vio en la autopsia que era virgen!

    Se indignaba Esteban. ¡Pobres muchachas! ¡Carrera de ellas, y única carrera, cuesta arriba de su honor, esta de la boda, el calumniarlas era algo tan criminal y tan cobarde como calumniar a un estudiante con calumnia de tal laya que le echasen de la universidad!

    ¡Oh, sí, en la carrera…, en igual carrera de fijación de porvenir estaban unos y otros!

   Triste y mudo entre la alegría de los amigos, pensaba estas cosas crueles; pero al fin, procuraba aturdirse dando tiros, nadando, bebiendo copas…, haciendo las mismas insípidas majaderías que los demás. Los tiros, por las mañanas, en los fosos. Habían comprado dos cajas de pistolas de combate. Al blanco, y apuntando, a la señal o la voz. Habían comprado también un Lances entre caballeros, y lo leían por las siestas. Idea de los cadetes, que no se quitaban nunca el uniforme y que ya iban sabiendo andar sin que se les metiese el sable entre las piernas…; pero pistolas y cadetes y paisanos tenían que salir alguna vez más que a la uña delante de los toros del encierro… Y entonces, o mejor dicho, después, el artillero y el infante, no enterados aún de la Ordenanza, trababan discusiones sobre si estuviese o no permitido que un militar huyese de los toros… ¡Diablo, a no estarlo tampoco parecíale a Esteban menos dura esta carrera que la suya con los muertos!

FUENTES

  • Castelo, S. Prólogo de En la carrera. Badajoz, Carisma, 2002
  • Pecellín Lancharro, M. Literatura en Extremadura, II. Badajoz, Universitas, 1981
  • Viola, M.S. Medio siglo de Literatura en Extremadura: 1900-1950. Badajoz, DPDB, 1994

“Jarrapellejos”, retrato del caciquismo rural

Jarrapelrjod  Jarrapellejos es  posiblemente una de las mejores novelas que se han escrito en España en torno al tema del caciquismo rural. Su autor la subtituló con terrible mordacidad Vida arcaica, feliz e independiente de un español representativo, y ha pasado a la historia de nuestras letras como el más consagrado retrato del caciquismo rampante en España en la primera mitad del siglo XX, persistente en la segunda y quién sabe si aún existente bajo renovadas formas y modos. Desgarrada, brutal, impresionante en su veracidad, la obra del autor atormentado y contradictorio que fue Felipe Trigo ha sido objeto de tantos desdenes como aprecios, pero sigue perviviendo como producto singular de una época aún desconocida, raras veces objeto de atención, en la que sin embargo se encuentran las raíces del presente.

  Jarrapellejos ha sido reeditada varias veces y llevada al cine por Antonio Giménez-Rico

Imagen de la película Jarrapellejos (1987), con la villa de Feria al fondo

SINOPSIS

 Jarrapellejos (1914) está considerada casi unánimemente por la crítica como su mejor novela. Trigo traza en ella un retrato terrible de la España rural, de la vida de las provincias españolas una sociedad casi estamental de grandes propietarios, políticos corruptos y gentes humildes embrutecidas por la ignorancia y la miseria. Sobre este entorno envilecido sobrevolará la figura del cacique, “con la siniestra sombra de un murciélago brutal, amparador de todos los crímenes y robos y engaños y estafas del inmenso pudridero”. 

  En su novela, Felipe Trigo nos ofrece una visión panorámica de la burguesía de principios del Siglo XX. Su atención recayó de manera especial en el tratamiento que se daba a la mujer en una sociedad marcada por el caciquismo, los abusos y la inmoralidad de los poderosos. Trigo nos muestra la vida de una colectividad rural, presentando varias historias entretejidas y enlazadas todas ellas por la omnipotencia de Luis Jarrapellejos, dueño y señor de La Joya, localidad extremeña próxima al Guadiana. El cacique maneja todos los hilos de la política local, amaña elecciones, nombra alcaldes y gobernadores y compra, por las buenas o por las malas, a las mujeres que desea. La novela refleja la vida vana y superficial del pueblo, con una juventud carente de ideales, que se aburre, donde reinan los prejuicios más ancestrales.

FELIPE TRIGO 

Felipe Trigo pintado por Rafael de Penagos

Felipe Trigo pintado por Rafael de Penagos

  Felipe Trigo nació en Villanueva de la Serena (Badajoz) en 1864. Estudió Medicina en el Hospital San Carlos de Madrid, dedicándose a ejercer como médico rural. Más tarde, ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar, siendo destinado a Sevilla y Trubia, y marchando posteriormente como voluntario a Filipinas. Herido gravemente, regresó a España con el grado de Coronel, retirándose en el año 1900 y asentándose en Mérida, residencia que compartió con Madrid, dedicándose de lleno al periodismo y la escritura, y obteniendo gran popularidad y éxito.

  Emparentado con los narradores regeneracionistas y noventayochistas. Felipe Trigo (1864) es autor de una notable obra literaria, tan intensa como corta en el tiempo, que alcanza sus mejores logros en las novelas de ambiente regional: En la carrera (1909). El médico rural (1912) y, especialmente, Jarrapellejos (1914).

  Trigo fue, en definitiva, un extremeño inquieto y de gran talento, que murió trágicamente en 1916, cuando se suicidó en pleno éxito literario

FRAGMENTOS DE LA NOVELA

    «En todas las casas decentes del pueblo, gracias a la propaganda de los vates, y de Orencia (que odiaba las novelas), había tomos de Gabriel y Galán para leerlos en familia durante las veladas invernales. Códigos de moral sencilla expresados con belleza soberana, y cuya difusión gratuita entre los pobres habríase llevado a efecto, a propuestas del ingenuo señor don Atiliano de la Maza, de no haber sido porque el sagaz Jarrapellejos opuso una objeción: los braceros no sabían leer, casi ninguno…, y los que sabían, era mejor que no leyesen, ante el temor de aficionarlos y que pasasen luego a lecturas peligrosas.

  -¡Oooh! -admiraron los demás, cayendo en el porqué no se les concedía atención a las escuelas ni a los decretos del Gobierno sobre enseñanza obligatoria-. Ya, verdaderamente, la cierta labor instructiva en que aquel trasto forastero de Cidoncha (¡cómo tendrían que llamarle al orden, a seguir!) se obstinaba con su gente del Liceo, estaba dándole a don Pedro la razón: a La Joya iban llegando suscripciones de El Socialista, y la Conquista del Pan y otros folletos subversivos…”

 

   «Llegó al puente y se sentó. La Joya recortaba su sombría silueta a la luz de las estrellas. No podía quitar del pueblo el espasmo de los ojos. Con su abundancia de torres, cúpulas y cimborios de tanta iglesia, parecíale una monstruosa vegetación de hongos sobre un enorme estercolero. Sí, sí; pueblo monstruoso, de monstruosa humanidad en putrefacción, en fermentación de todos los instintos naturales con todas las degradaciones de una decrépita sociedad en la agonía. Allí, para llegar a la posesión del pan y de la hembra -esto que consiguen los pájaros con su bella y sencilla libertad- se pasaba a través de la mentira, de los hipócritas engaños, del robo, hasta del crimen. Damas que lograban los más altos prestigios por la prostitución y el adulterio, como Orencia y la condesa; cándidas muchachas rendidas al dinero o al despotismo de hombres como don Pedro Luis y el Garañón; curas con hijos y públicas queridas y curas alcahuetes, como don Roque y el tuerto don Calixto; novias atropelladas por la autoridad, como aquella del barbero; cristianos condes vendedores de reses muertas de carbunco…; alcaldes ladrones de los Pósitos; estafadores a lo Zig-Zag; bandidos en toda la extensa gama que iba desde el Gato a Marzo y Saturnino; jueces libertadores de asesinos y encausadores a sabiendas de inocentes…; y encima, flotando con la siniestra sombra de un murciélago brutal, Jarrapellejos, amparador de todos los crímenes y robos y engaños y estafas del inmenso pudridero…”