“Las ratas”, de Miguel Delibes

«La novela de un pueblo de Castilla ahogado por sus necesidades»

Las ratas es una extraordinaria novela del escritor español Miguel Delibespublicada en 1962. Ha sido reconocida por la crítica como una de las obras más completas y estremecedoras del escritor vallisoletano. En ella denuncia el retraso y abandono en que se encontraba el medio rural castellano. Como el propio autor ha escrito en la Nota a la edición de sus Obras Completas, la novela se la «puso en bandeja» la censura de la publicación que sobre el grave problema del abandono rural se llevaba a cabo en el periódico El Norte de Castilla, del que él era director. Así lo expresa Delibes: «Ante el cerrojazo definitivo, a mí, como escritor, únicamente me dejaba una carta por jugar: apelar a la novela. Escribir una novela de un pueblo de Castilla ahogado por sus necesidades. El libro venía a ser así la culminación de nuestras denuncias, remataría nuestra campaña dignamente.

Un niño sabio, al que otorgué el protagonismo, suavizó la aspereza de la exposición pero no la dureza de la denuncia.»

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Si alguno quiere ser el primero, que sea 
el último de todos y el servidor de todos. Y 
tomando un niño lo puso en medio de ellos…
(Marcos, 9, 35-38)

          Cita del comienzo de la novela

En Las ratas, Delibes nos aproxima a la forma de vida de los habitantes de un pequeño y atrasado pueblo castellano de mediados del siglo pasado. Los dos personajes centrales de la historia son el Nini y su padre, el tío Ratero, que habitan en una cueva, a las afueras del pueblo, y sobreviven gracias a la caza de ratas de agua. Los otros lugareños viven, en su mayoría, de lo que les brinda la tierra. Por eso están siempre pendientes del cielo, del que dependen sus cosechas, y por lo tanto, la dicha por la merecida recompensa de su trabajo o el infortunio y el hambre.

    «–Buena está cayendo. Los relejes están tiesos como en enero. En la huerta no queda un mato en pie. ¿A qué viene este castigo?

   De todos los rincones se elevó un rumor de juramentos reprimidos. Sobre ellos retumbó la voz del Pruden excitada, vibrante:

    –¡Me cago en mi madre! -chilló-. ¿Es esto vivir? Afana once meses como un perro y, luego, en una noche…-Se volvió al Nini. Su mirada febril se concentraba en el niño, expectante y ávida-: Nini, chaval -agregó-, ¿es que ya no hay remedio?

   –Según -dijo el chiquillo gravemente.

   –Según, según… ¿según qué?

   –El viento -respondió el niño.»

El Nini, gracias a su curiosidad y a su enorme capacidad de observación, se ha convertido en un auténtico experto en todo lo relacionado con la naturaleza y con los fenómenos atmosféricos. Los vecinos confían en él, y le consultan sus dudas relacionadas con el tiempo, los cultivos y los animales.

   «Al regresar a la cocina, el Pruden analizó el grajo con concentrada atención y después continuó envolviendo en silencio el pienso de las gallinas. Al cabo de un rato levantó la cabeza y dijo:

   –Digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios.

   La Sabina no respondió. En los momentos de buen humor solía decir que viendo al Nini charlar con los hombres del pueblo la recordaba a Jesús entre los doctores, pero si andaba de mal temple, callaba, y callar, en ella, era una forma de acusación».

«En Las ratas –Premio de la Crítica 1962– Miguel Delibes traza un retrato descarnado y certero de un grupo de pobres lugareños aferrados al terruño, vivos y elementales, que defienden rabiosamente la libertad y constituyen un retablo de cruda y palpitante humanidad. Una de las obras más estremecedoras del maestro castellano.»

En el año 1997, la novela fue llevada la gran pantalla con el mismo título por Antonio Giménez Rico y protagonizada por Álvaro Monje, José Caride y Francisco Agora.

Años 1950. Visión trágica y dura de la Castilla honda y profunda, grande y miserable a un tiempo, a través de una galería de personajes que defienden rabiosamente su libertad y constituyen un retablo de cruda y palpitante humanidad, cuya misma existencia parece determinada por los ciclos de la naturaleza y el medio geográfico y social en el que viven.

Entre todos ellos, destaca Nini, un niño sin más estudios que los que le proporciona el medio natural en el que ha nacido, y que vive con su padre en una cueva, dedicados los dos a la caza de ratas de agua, único medio de subsistencia que conocen. Pero cuando se les intenta privar de su techo y de su medio de vida, la violencia estalla incontenible y la tragedia será inevitable.

SINOPSIS

Con una cueva como casa y la caza de ratas como principal sustento viven el Nini y su padre, el tío Ratero, en un pueblo castellano en el que la vida, incluso en 1956, no parece ser muy distinta de como lo era siglo atrás. Dotado de una particular intuición para el clima y los animales, el Nini, echa una mano a los vecinos del pueblo, cuya existencia, aunque algo más acomodada, no es menos sórdida que la suya, sometidos como están a la dictadura de las cosechas y a los caprichos de don Antero, el Poderoso. En medio de una existencia semisalvaje, las ratas, las liebres, los trigales y el granizo forman parte de la vida del Nini tanto como Malvino, Antoliano, Pruden, el Rabino Grande, el Pastor, el alcalde Justito, la señora Clo y doña Resu.

MIGUEL DELIBES

miguel_delibes2_0Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) se dio a conocer como novelista con La sombra del ciprés es alargada, Premio Nadal 1947. Entre su vasta obra narrativa destacan Mi idolatrado hijo Sisí, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario, Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris o El hereje. Fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura (1955), el Premio de la Crítica (1962), el Premio Nacional de las Letras (1991) y el Premio Cervantes de Literatura (1993). Desde 1973 era miembro de la Real Academia Española.

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FRAGMENTO DE LA NOVELA

    La Sabina sujetaba al Pruden por un brazo y le decía: «Es la miseria, Acisclo, ¿te das cuenta?». Fuera, entre los tesos, se borraban las últimas estrellas y una cruda luz blanquecina se iba extendiendo sobre la cuenca. Los relejes parecían de piedra y la tierra crepitaba al ser, hollada como cáscaras de nueces. Los grillos cantaban tímidamente v desde lo alto de la Cotarra Donalcio llamaba con insistencia un macho de perdiz. Los hombres avanzaban cabizbajos por el camino y el Pruden tomó al Nini por el cuello y a cada paso le decía: «¿Saldrá el norte, Nini? ¿Tú crees que puede salir el norte?». Mas el Nini no respondía. Miraba ahora la verja y la cruz del pequeño camposanto en lo alto del alcor y se le antojaba que aquel grupo de hombres abatidos, adentrándose por los vastos campos de cereales, esperaba el advenimiento de un fantasma. Las espigas se combaban, cabeceando, con las argayas cargadas de escarcha y algunas empezaban ya a negrear. El Pruden dijo desoladamente, como si todo el peso de la noche se desplomara de pronto sobre él: «El remedio no llegará a tiempo».

    Abajo, en la huerta, las hortalizas estaban abatidas, las hojas mustias, chamuscadas. El grupo se detuvo en los sembrados encarando el Pezón de Torrecillórigo y los hombres clavaron sus pupilas en la línea, cada vez más nítida, de los cerros. Tras la Cotarra Donalcio la luz era más viva. De vez en cuando, alguno se inclinaba sobre el Nini y en un murmullo le decía: «Será tarde ya, ¿verdad, chaval?». Y el Nini respondía: «Antes de asomar el sol es tiempo. Es el sol quien abrasa las espigas». Y en los pechos renacía la esperanza. Pero el día iba abriendo sin pausa, aclarando los cuetos, perfilando la miseria de las casas de adobes y el cielo seguía alto y el tiempo quedo y los ojos de los hombres, muy abiertos, permanecían fijos, con angustiosa avidez, en la divisoria de los tesos.

    Todo aconteció de repente. Primero fue un soplo tenue, sutil, que acarició las espigas; después, el viento tomó voz y empezó a descender de los cerros ásperamente, desmelenado, combando las cañas, haciendo ondular como un mar las parcelas de cereales. A poco, fue un bramido racheado el que sacudió los campos con furia y las espigas empezaron a pendulear, aligerándose de escarcha, irguiéndose progresivamente a la dorada luz del amanecer. Los hombres, cara el viento, sonreían imperceptiblemente, como hipnotizados, sin atreverse a mover un solo músculo por temor a contrarrestar los elementos favorables. Fue el Rosalino, el Encargado, quien primero recuperó la voz y volviéndose a ellos dijo:

    – ¡El viento! ¿Es que no lo oís? ¡Es el viento!

     Y el viento tomó sus palabras y las arrastró hasta el pueblo, y entonces, omo si fuera un eco, la campana de la parroquia empezó a repicar alegremente y, a sus tañidos, el grupo entero pareció despertar y prorrumpió en exclamaciones incoherentes y Mamés, el Mudo, babeaba e iba de un lado a otro sonriendo y decía: «Je, je». Y el Antoliano y el Virgilio izaron al Nini por encima de sus cabezas y voceaban:

    – ¡Él lo dijo! ¡El Nini lo dijo!

    Y el Pruden, con la Sabina sollozando a su cuello, se arrodilló en el sembrado y se frotó una y otra vez la cara con las espigas, que se desgranaban entre sus dedos, sin cesar de reír alocadamente.