“Fin de temporada”, de Ignacio Martínez de Pisón

Fin de temporada es la última novela publicada por el escritor aragonés Ignacio Martínez de Pisón. Según el propio autor, la idea de la misma le surgió de una historia real que le contó un amigo extremeño.

Juan y Rosa son una joven pareja de Plasencia, que en el verano de 1977 se dirigen a una clínica portuguesa para abortar. Sufren un terrible accidente en la frontera entre Extremadura y Portugal que lo cambiará todo. Juan muere y Rosa decide que ya no quiere seguir adelante con el aborto, que ahora quiere tener a su hijo. Desde entonces intenta romper todos los puentes que le atan a su tierra, a su familia y a su gente. Desaparece sin decir nada a nadie, sin dejar rastro, vagando de un sitio para otro intentando huir de su pasado.

Rosa y su hijo, Iván, acabarán instalándose en un viejo camping de la Costa Dorada, en el que junto con una socia de la madre intentarán conseguir algo de estabilidad en sus vidas.

Entre la madre y el hijo, que acabará siendo para ella un poco la reencarnación del novio muerto en el accidente, va a desarrollarse una relación tóxica y muy posesiva por parte de la madre, que le oculta su pasado y trata de impedirle cualquier contacto con su familia. Pero el chico terminará encontrando sus raíces, y este descubrimiento hará que termine por replantearse la vida junto a su madre.

    «—Pero ahora mismo daría todo eso y mucho más por retroceder en el tiempo y volver a esa época en la que lo ignoraba todo sobre el pasado. Porque había como un maleficio que no podía cumplirse mientras yo lo ignorara… ¡Empezó a cumplirse en el momento en que supe! Ésa es la cuestión: no eres el mismo si sabes unas cosas que si no las sabes. Saber nos hace diferentes, nos convierte en otras personas. ¡Cómo me gustaría a mí no saber algunas cosas que ahora sé y seguir siendo el mismo! (…)

    En Plasencia llegué a sentir nostalgia de esa otra vida que no había llegado a vivir. ¡Qué disparate! ¡Si ya es absurdo echar de menos algo que nunca ha sido tuyo, imagínate echar de menos algo que nunca habría podido serlo!» (…)

   Y de golpe todo se derrumbó. Se vinieron abajo mis dos vidas, la real y la imaginada, y me quedé sin nada. Peor aún: me quedé sólo con la sensación de pérdida. La pérdida de lo que había sido mío y la pérdida de lo que jamás habría podido llegar a serlo.»

Con una prosa clara y serena, Martínez de Pisón retrata con acierto los años en los que transcurre la acción de la novela, y describe con todo detalle los lugares en los que se desarrolla la trama de la misma. Algo que, los que hemos vivido esa época y recorrido algunos de esos parajes, le agradecemos.

Confieso que no había leído hasta ahora nada de este autor. Pese a que ésta puede que no sea su mejor novela, me ha gustado bastante y creo que no tardaré mucho en volver a leer algo más del escritor aragonés. Muy recomendable.

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    «Había insistido en aprovechar la tarde del domingo para hacer una excursión y a eso de las cuatro le había recogido para ir a Yuste. Con unas bermudas y una camisa a cuadros en vez del traje del día anterior parecía diez años más joven. Subieron la cuesta hasta la entrada del monasterio y esperaron a que terminara de formarse el grupo para la visita guiada. Recorrieron primero el convento, con paradas en la iglesia y los claustros, y luego la residencia de Carlos V, que a todos les pareció muy modesta para ser la vivienda de una figura de su talla. Les enseñaron una especie de arcón con parasol en el que trasladaron a hombros al emperador, la silla articulada que se mandó hacer para paliar los dolores de gota y el estanque donde vivía el mosquito que le transmitió la malaria y le causó la muerte. La visita no duró más de treinta minutos. Ya en la cuesta, de vuelta al coche, Iván señaló un murete cercano y unos escalones de piedra.

    –El Cementerio Alemán –dijo Alberto–. Vale la pena.

     A través de un pequeño camino bajo los árboles llegaron a un campito lleno de cruces. Había más de un centenar, todas idénticas, todas de granito gris, separadas unas de otras por la misma distancia. En cada cruz estaban grabados un nombre y unas fechas de nacimiento y muerte.

    –Qué jóvenes todos –dijo Iván–. Muchos no tenían ni veinte años.»

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SINOPSIS

Una carretera junto a la frontera de Portugal, junio de 1977. Juan y Rosa, apenas adolescentes, tienen cita en una clínica abortista clandestina, pero un accidente les impedirá llegar a su destino. Casi veinte años después, Rosa y su hijo Iván comienzan el que será el proyecto de su vida, la recuperación de un camping en la Costa Dorada, en el otro extremo de la península. Desde que Iván nació han vivido en diferentes lugares, siempre de forma provisional, siempre solos, huyendo de un pasado que no tardará en alcanzarlos.

    «Iván apoyó la guitarra en la pared y, haciendo una mueca de asco, dio un trago al Bénédictine de su madre. Dijo:

    Me acuerdo del día que llegamos. En lo más bajo de la temporada baja: los negocios cerrados, las persianas bajadas, las aceras vacías… ¡Eso sí que era soledad! Una soledad profunda, metafísica, como si hubiera habido una catástrofe y sólo quedáramos nosotros dos en el planeta. Y tú, simulando que todo te encantaba, repetías: ¿no te parece que está todo muy limpio y muy ordenado? Y luego: y la luz, ¿qué?, ¿qué me dices de la luz?

    Era un día muy luminoso — afirmó Rosa — . Y estaba todo muy limpio y muy ordenado.

  ¿Cómo podías creer que aquello iba a gustarle a un niño? — explotó él, mientras las dos mujeres sonreían—.»

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Fin de temporada es una novela sobre la fuerza, a veces envenenada, de los lazos de sangre; sobre secretos familiares que hacen que cada generación se vea abocada a repetir ciertos errores, y sobre cómo saber nos transforma en otras personas.

Ignacio Martínez de Pisón traza personajes memorables y una relación madre e hijo extraordinaria en esta historia que recorre casi un cuarto de siglo y nos descubre que el pasado no resuelto es una trampa vital aunque intentemos ignorarlo, o precisamente por ello.

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN

900001481_1_038_color_202007091852Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es autor de más de quince libros, entre los que destacan, El día de  mañana (2011; Premio de la Crítica, Premio Ciutat de Barcelona, Premio de las Letras Aragonesas, Premio Hislibris), La buena reputación (2014; Premio Nacional de Narrativa, Premio Cálamo al Libro del Año) y Derecho natural (2017). También ha publicado el ensayo Enterrar a los muertos (2005), el libro de relatos Aeropuerto de Funchal (2009) y la novela de no ficción Filek (2018).

«Manifiesto Día del Libro 2021», Jesús Carrasco

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JESÚS CARRASCO

     Estas palabras están dirigidas a ti, que todavía estás a salvo de la lectura. Que todavía no te has encontrado a solas con tu primer libro inolvidable. Quería darte la enhorabuena. No es que me alegre de que la lectura no esté entre tus hábitos. No es eso. Lo único que pretendo es avisarte de que estás en un momento maravilloso: el que precede a ese primer encuentro a solas con tu primer libro importante. Busca en tu memoria. Seguro que en tu vida ha habido muchos de esos momentos que anteceden al gozo: justo antes de darle el primer bocado a tu plato favorito, cuando el aroma que sube del plato te hace la boca agua; antes de ver a esa persona a la que tanto echas de menos; justo antes de vivir con intensidad uno de esos partidos históricos para tu equipo. Tú, que todavía no has sentido como un libro te roba horas de sueño; que todavía no te has metido en la piel de Madame Bovary, que no has seguido el curso del río Nilo hasta sus fuentes. Que no has vivido en los árboles, que no has bajado al centro de la Tierra, que todavía piensas que Don Quijote estaba loco. Te envidio, y de ahí mi enhorabuena, porque todavía tienes tanto por descubrir. Lo que daría yo por estar en tu piel. Por volver a ser aquel niño que se encontró un mediodía primaveral a solas con su primer libro. Un primo me trajo un álbum de Astérix que había sacado del bibliobús que pasaba por su pueblo. En Torrijos, donde yo vivía en aquel momento, ni siquiera había biblioteca municipal. Recuerdo que habíamos terminando de comer y yo todavía tenía un rato libre antes de regresar a la sesión de tarde del colegio. Saqué una silla de enea a la parte trasera del patio de la casa de mis padres. Debía de ser marzo o abril. El estómago lleno, la tibieza del sol, los primeros brotes en los arriates, el olor de la última humedad del invierno, el fresco musgo entre los cantos que empedraban el suelo. Esa fue mi antesala gozosa. El momento irrepetible al que tú todavía tienes acceso. Abrí aquel libro y te juro que, durante un rato, yo me hice de papel y me sentí al lado de aquel guerrero menudo y de su compañero, el tallador de menhires. Y me reí viendo a los romanos huir despavoridos y me relamí comiendo jabalí asado y noté la paz que transmitía el druida de aquella aldea de locos. Ese fue el primer asombro que un libro me produjo. El último, anoche mismo, cuando terminé rápido de cenar para meterme en la cama y abrir la novela que ahora estoy leyendo. Ese libro todavía no ha terminado. A lo largo del día de hoy he sentido la tentación de dejar lo que estaba haciendo para leerlo durante un rato. Pero he preferido no hacerlo. No quiero que se termine tan pronto. Quiero que me espere esta noche en la mesilla, que me de algunas horas mas de gozo. De una felicidad que no puedo explicarte porque, la única forma de entenderla, es haberla sentido y la única forma de sentirla es haber leído.

     No importa que esta noche no sea tu momento. Solo te pido que no abandones la idea. Date la oportunidad de encontrarte con ese primer asombro. No te desalientes si no lo consigues a la primera. Tendrás que probar con más de un libro hasta que llegue el que te haga sentir eso que todavía no puedes explicar. Pero querida amiga, querido amigo, cuando llegue ese día, te aseguro que no querrás parar de leer. ¿Y sabes lo mejor? Que a tu lado siempre habrá una librería, una biblioteca pública o un bibliobús. Solo tendrás que hacerte un pequeño carnet para abrirle la puerta a tantos momentos de felicidad. Si eres de las personas a las que no les gusta leer y, aún así, has llegado hasta el final de este texto, quizá sea el momento para que le preguntes a un amigo, a un familiar o a tu bibliotecario por un libro que te haga sentir bien.

Feliz día del libro 2021.

Manifiesto sobre el Día del Libro elaborado para La Red de Bibliotecas Públicas de Castilla-La Mancha

“La sombra de una retama”, Jesús Carrasco

Jesús Carrasco: «Miguel Delibes es uno de esos pocos autores que trascienden los límites de lo literario y dejan su huella no solo en sus lectores, sino en un país entero»

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                                  Retama con Feria al fondo, imagen de «La Voz de Feria»

   JESÚS CARRASCO

   Caminábamos por las sierras próximas a Feria, el pueblo natal de mi madre. Nos acompañaban Valentín y Mercedes, llegados desde Alba de los Cardaños, en el extremo norte de Palencia. Habíamos comenzado a andar muy tarde, así que, a pesar de que octubre ya mediaba y soplaba una brisa fresca, el sol nos hacía sudar casi como si estuviéramos en verano. Después de comer cada uno fue encontrando su ritmo y, hacia el final de la ruta, éramos ya un grupo deshilachado. A eso de las cuatro y media yo decidí sentarme a descansar sobre la hierba seca, a la escueta sombra de una retama. Cuando Mercedes me alcanzó, se detuvo a mi lado. Delibesme dijo, recomendaba no sentarse nunca al caminar. Sentí deseos de incorporarme inmediatamente, como si el mismísimo Delibes me hubiera hecho la advertencia, pero el pecado ya había sido cometido y no había mucho que yo pudiera hacer.

    Ahora, desde el frescor de mi casa, rememoro la anécdota y pienso que Miguel Delibes es uno de esos pocos autores que trascienden los límites de lo literario y dejan su huella no solo en sus lectores, sino en un país entero. A cada cual le alcanza de una manera: como maestro indiscutible de la lengua castellana, como periodista, pero también como defensor del medio natural, viajero, hombre de familia, cazador y un largo etcétera. Yo lo descubrí siendo adolescente cuando cayó en mis manos El camino y me lo volví a encontrar el otro día, muchos años después, a la raquítica sombra de una retama. Gracias, señor Delibes, por seguir tan presente en nuestras vidas.

Artículo aparecido en El Norte de Castilla, 12 de diciembre de 2020

“Los libros que no leíamos”, Jesús Carrasco

El autor retrocede hasta el día en que se enamoró de los libros. No tanto de su contenido, sino del recuerdo de sus padres encuadernándolos

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JESÚS CARRASCO

 Yo crecí en una casa llena de libros en la que apenas se leía. Mi padre era maestro de la escuela pública y mi madre trabajaba criando a seis niños. Por las tardes, para completar el magro sueldo de mi padre, los dos encuadernaban libros. En aquella época la gente compraba los libros por fascículos en el estanco del pueblo. Cuando habían completado la colección, los devolvían al estanco, donde mi padre los recogía cada viernes en su Renault 4. Ese día se llevaba el trabajo para la semana siguiente y, al mismo tiempo, entregaba los libros encuadernados la semana anterior. Recuerdo el frío y la precariedad de aquel taller que mi padre había levantado con sus manos en el patio trasero de la casa. El olor al engrudo que utilizaban para pegar las guardas, la cola de carpintero diluida, las láminas de falsa piel con que forraban las pastas, el pan de oro para decorar los lomos. Recuerdo a mi madre sentada frente al bastidor, también casero, cosiendo fascículos. Tensaba unas tiras de tela de un dedo de anchura entre la parte alta del bastidor y su base y a ellas iba cosiendo los pliegos. El hilo de nailon que utilizaban era para nosotros sinónimo de resistencia. Era imposible desgarrarlo y, para trabajar con él, era preciso colocarse protecciones de cuero en las articulaciones de los dedos. Dediles, los llamaban. También fabricados por ellos.

    Cuando se casaron, cómo no, fue mi madre la que se hizo su propio vestido de bodas. Sabemos cómo fue por una fotografía en blanco y negro en la que ellos dos, como todos los recién casados de su tiempo, posan en el estudio de un fotógrafo. Parecen maquillados, enrasados con el resto de sus compatriotas por la misma luz gris que parecía manar de todas las bombillas de aquella España. Después de la boda, mi madre descosió su vestido, desmontó las piezas de tela y las convirtió en tiras. Cuando pienso en ella cosiendo libros, sentada en una mesa camilla entre pliegos de papel, no la imagino llorando sino concentrada.

    Ignoro para cuántos libros dio aquel vestido, pero lo que es seguro es que todos, o casi todos, están repartidos por Extremadura, de donde procedemos, y donde vivían ellos cuando se casaron. Sueño con reunir todos esos libros. Iría puerta por puerta, no como un vendedor de enciclopedias sino como un comprador. No me costaría ningún trabajo reconocerlos. Me bastaría aspirar su olor para saber que fueron encuadernados por mis padres. Me los llevaría a casa, los desmontaría, recuperaría las tiras de tela y se las llevaría a mi madre como quien hace una ofrenda. Sé que eso es algo que nunca haré, así que me consuelo sabiendo que su vestido perdura en el tiempo y que forma parte de los libros entre los que yo crecí. Libros que nuestros padres no tuvieron tiempo de leernos, pero que a mí me pusieron en la senda de lo que soy.

Artículo aparecido en El País Semanal, 2 de diciembre de 2018

 

“Los girasoles ciegos”, de Alberto Méndez

     «¿Me reconocerían mis padres si me vieran? No puedo verme pero me siento sucio y degradado porque, en realidad, ya soy también hijo de esa guerra que ellos pretendieron ignorar pero que inundó de miedo sus establos, sus vacas famélicas y sus sembrados. Recuerdo mi aldea silenciosa y pobre ajena a todo menos al miedo que cerró sus ojos cuando mataron a don Servando, mi maestro, quemaron sus libros y desterraron para siempre a todos los poetas que él conocía de memoria.»

Los girasoles ciegos es el único libro publicado por el escritor y periodista Alberto Méndez, con el que ganó el Premio Setenil 2004 al mejor libro de cuentos del año, y póstumamente, en 2005, el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa.

El libro recoge cuatro relatos ambientados en la inmediata posguerra española y que presentan como denominador común la derrota.

«Un girasol ciego es un girasol que no busca el sol, un girasol inmóvil, un girasol –podría decirse– derrotado. Y la certeza de la derrota, de ese vacío que atenaza tanto a los vencidos como a los vencedores de la guerra, es lo que anuda las cuatro historias de Los girasoles ciegos, que se sitúan en la inmediata posguerra española: un capitán del ejército franquista se rebela contra la avaricia de muerte y se rinde al enemigo el último día de la contienda; un bisoño aprendiz de poeta, huido a la montaña con su novia embarazada, afronta allí el sufrimiento atroz que lo hará madurar demasiado tarde; un preso renuncia a la argucia de Sherezade que le ha permitido demorar su condena a muerte; un diácono obsesionado con la mujer de un republicano oculto desencadena con su lascivia la desgracia de aquella a quien pretendía amar.

Pocas veces un éxito tan inesperado ha sido tan justo como en este emocionante libro de Alberto Méndez. Más allá de su tupida pero nítida prosa, del virtuosismo de su estructura o de su fuerza metafórica y poética, sobrecoge la impecable precisión con que sus cuatro historias capturan un dolor inasible y lo exponen sin una palabra de más.»

El libro, publicado en 2004 por la editorial Anagrama, cosechó excelentes críticas y se convirtió en el fenómeno editorial del año de su publicación, pero Alberto Méndez apenas tuvo tiempo de disfrutar de este merecido éxito. Once meses después de la publicación de su libro, fallecía, a los 63 años, víctima de un cáncer.

Los girasoles ciegos es uno de los libros sobre la Guerra Civil española que más me han impactado. No solo por el dolor y la desolación que emana de las cuatro historias que recoge, sino por la calidad y la rotundidad de su prosa. Un libro magnífico, que te atrapa desde la primera página y que se lee de un tirón. Imprescindible.

     «El silencio se impuso sobre el silencio y todas las conversaciones se diluyeron en una oscuridad llena de resonancias distantes. Hasta el alba no volvería a haber vida y la vida iniciaba siendo heraldo de la muerte. Sabían que a las cinco de la mañana comenzarían a oírse nombres y apellidos en el patio y que los nombrados subirían a los camiones para ir al cementerio de la Almudena de donde nunca volverían. Pero esos nombres eran sólo para los de la cuarta galería, a ellos, los de la segunda, les quedaba un trámite: pasar ante el coronel Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba tiempo y el tiempo sólo transcurre para los que están vivos.»

En 2008, la novela fue llevada al cine con el mismo título por José Luis Cuerda, con guion del propio Cuerda y de Rafael Azcona.

    Galicia, años 40. Al mismo tiempo que sortea los rigores de la posguerra, Elena (Verdú) y su hijo Lorenzo (Roger Princep) mantienen las apariencias para ocultar los secretos de la familia: Elenita (Irene Escolar), la hija adolescente, se ha fugado embarazada con su novio Lalo (Martín Rivas), un joven fichado por la policía; y su marido (Javier Cámara) vive oculto en un hueco practicado en el dormitorio matrimonial. Por si fuera poco, la aparición de Salvador (Raúl Arévalo), un diácono con dudas sobre su inminente sacerdocio, complicará aún más las cosas. (FilmaAffinity)

SINOPSIS

Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra que contaron en voz baja narradores que no querían contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabías. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre sí, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narración: la derrota.

     «Ya casi habían reunido el dinero para emprender el viaje pero aquella casa desolada iba encerrando a Ricardo en el armario hasta el punto de que ni para dormir salía. El niño, que ya no iba al colegio, se pasaba las horas junto a su padre leyéndole pasajes de Lewis Carroll para arrancarle una sonrisa y guardando silencio cada vez que el ascensor se paraba en el tercero. Y llegó un día de silencios y vacíos en que alguien llamó al timbre, aguardó la respuesta que no llegó e insistió con timbrazos prolongados que suspendieron todos los latidos. La puerta aporreada y los gritos retumbando en la escalera pusieron en marcha los mecanismos de fuga sin huida: Ricardo se encerró en su armario, Lorenzo se refugió en la cocina y Elena se atusó los cabellos antes de descorrer el resbalón. El hermano Salvador vestido de seglar, destartalado y turbio, se quedó inmóvil ante la visión de Elena sorprendida por el fragor de la visita.»

Un capitán del ejército de Franco que, el mismo día de la Victoria, renuncia a ganar la guerra; un niño poeta que huye asustado con su compañera niña embarazada y vive una historia vertiginosa de madurez y muerte en el breve plazo de unos meses; un preso en la cárcel de Porlier que se niega a vivir en la impostura para que el verdugo pueda ser calificado de verdugo; por último, un diácono rijoso que enmascara su lascivia tras el fascismo apostólico que reclama la sangre purificadora del vencido.

Todo lo que se narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita la estadística. Fueron tantos los horrores que, al final, todos los miedos, todos los sufrimientos, todos los dramas, sólo tienen en común una cosa: los muertos. Pero los muertos de nuestra posguerra ya están resueltos en cifras oficiales, aunque ya es hora de que empecemos a recordar que sabemos.

Éste es el primer ajuste de cuentas de Alberto Méndez con su memoria y lo hace emboscado en un flagrante intento de hacerlo desde la literatura.

Premio Nacional de Literatura 2005, Premio de la Crítica 2005, Premio Setenil 2004.

ALBERTO MÉNDEZ

   Alberto Méndez (1941-2004) nació en Madrid, donde transcurrió su infancia. Estudió el bachillerato en Roma (Italia) y se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid. Durante toda su vida estuvo vinculado a la edición, primero como fundador de la editorial Ciencia Nueva y colaborador de Montena y de la distribuidora Les Punxes, entre otras actividades. Con Los girasoles ciegos, su primer y único libro, ganó el I Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año, y póstumamente, en 2005, el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa, quedando así consagrado como un clásico contemporáneo.

«Hay momentos en los que no tienes que elegir entre la vida y la muerte, sino entre la dignidad y otra cosa. Yo he querido hacer un canto a la dignidad.»

Alberto Méndez

OTRO FRAGMENTO DEL LIBRO

      «Nueve días estuvo esperando su turno. Cada madrugada, al azar, como recuas, un grupo de prisioneros era obligado a formar en el hangar y conducido, de a dos en fondo, hasta unos camiones que se perdían ruidosamente en un paisaje tibio y desolado. Pocos se despedían. Los más se iban en silencio. Es probable que a Alegría, acostumbrado a observar a su enemigo, la muerte sin aspavientos le resultara familiar, pero la vida aprisionada en la casualidad de estar o no estar en el rincón elegido para designar los muertos debió de resultarle insoportable. Alegría rechazaba el azar, necesitaba el orden.
     Podemos suponer cierto alivio cuando el día dieciocho, exhausto bajo una lluvia inclemente, fue él uno de los miembros de la recua. En el camión, hacinados y guardando el equilibrio, todos los condenados se miraban a los ojos, se cogían de la mano, se apretaban unos contra otros. A mitad de camino, una mano buscó la suya y su soledad se desvaneció en un apretón silencioso, prolongado, intenso, que le dio cabida en la comunidad de los vencidos. Tras la mano, una mirada. Otras miradas, otros ojos enrojecidos por la debilidad y el llanto sofocado. “Perdonadme”, dijo, y se zambulló en aquel tumulto de cuerpos desolados.»