“San, el libro de los milagros”, de Manuel Astur

    «Todo está ocurriendo en este momento y es igual de importante, lo único que varía es quién y por qué lo cuenta. Todo es un milagro.»

San, el libro de los milagros es una muy buena novela del asturiano Manuel Astur. Una especie de drama rural de la llamada España vacía.

El protagonista de la historia es Marcelino, más conocido por Lino, un personaje solitario y de enorme inocencia, «tonto, para adentro», y que nunca se ha querido mezclar con los demás. Vive a las afueras de San Antolín, un pueblecito asturiano enclavado en la reserva natural del Neva. Allí es feliz a su modo, cuidando del huerto, de los praos y de sus vacas. Pero un día recibe la visita de su hermano, que amenaza con echarlo de la hacienda familiar y poner fin a su forma de vida. Lino mata casi sin querer a su hermano, emprende la huida y se refugia en unos parajes que conoce muy bien.

    «Cuando crece una mala hierba en el huerto, la arrancas. Cuando tienes más gallinas de las necesarias, le rompes el cuello a alguna y la echas al puchero. Cuando a tu perra la monta algún perro y tiene una camada de chuchos, escoges al mejor, y el resto los metes en un saco de patatas con unas piedras y lo tiras al río. Cuando un manzano ya no da manzanas, lo talas y lo troceas para para leña. Cuando la hierba del prado está muy alta, la siegas, la recoges y la guardas en el pajar. Cuando un trajeado viene y te enseña unos papeles y te dice que sé qué cosas de hipotecas y pretende quitarte el huerto, las gallinas, la perra,los manzanos y los prados, te defiendes. Aunque ese trajeado sea tu hermano. Luego te pueden llamar revolucionario y dedicarte noticias en la tele y los periódicos y decir no sé qué cosas del pueblo oprimido o del último guerrillero, pero la realidad es más simple, siempre es más simple. »

La novela da saltos en el tiempo y nos traslada a la infancia del protagonista, una infancia marcada por los abusos y por el maltrato de su padre, alcohólico y «un mal bicho y burro como él solo».

Manuel Astur introduce en la historia elementos alegóricos y mágicos, en buena medida provenientes de la tradición oral, que se mezclan con recuerdos y vivencias del propio autor. El resultado es una magnífica novela, con un toque de realismo mágico, o folclórico como prefiere llamarlo su autor, que está muy bien escrita y que se lee de un tirón. De lo mejor que he leído últimamente. Muy recomendable.

LEER UN FRAGMENTO DEL LIBRO

SINOPSIS

    «Hay un instante en los serenos ocasos de verano en que cualquiera diría que los objetos brillan, como si devolvieran parte de la generosa luz que recibieron a lo largo del día. Era entonces cuando Marcelino dejaba lo que estuviera haciendo, se incorporaba, se pasaba el dorso de la mano por la frente y contemplaba el valle a sus pies. Todo relucía y resonaba como una campana de luz dorada. También aquel ocaso de julio Marcelino se detuvo y contempló. La casa, el hórreo, el carro, todo resplandecía recortado contra el cielo azul profundo donde el primer lucero comenzaba a anunciar la nueva era. Todo menos la gran mancha de sangre en el serrín y el cuerpo de su hermano. Pero lo cierto es que no había querido hacerle daño».

Esta bella y sorprendente novela es como un espejo donde nos reflejamos todos. El lector, sea de ciudad o de campo, puede asomarse a un mundo mítico, en el que la Historia es solo otra fábula que se cuenta junto al fuego, y limpiar en ella su mirada hasta dejarla tan clara como la de su protagonista.

    «Manuel Astur combina la libertad imaginativa y el vanguardismo en la forma con la creatividad verbal. Su prosa es fluida y dúctil, y el gusto por la palabra le lleva a encadenar en un párrafo aislado medio centenar de verbos. Todo ello sirve a una libérrima observación de la naturaleza humana en clave de parábola. Esta novela literaria tiene el sello de una resuelta originalidad y es obra de alto mérito».

Santos Sanz Villanueva, El Cultural

MANUEL ASTUR

Manuel Astur González (Grado, Asturias, 1980) es un escritor, poeta, periodista y productor musical español. Es profesor y coordinador de estudios en la Escuela de Letras de Gijón. Es autor del poemario Y encima es mi cumpleaños (2013), de las novelas Quince días para acabar con el mundo (2014) San: el libro de los milagros (2020), y del ensayo emocional Seré un anciano hermoso en un gran país (2016). Ha publicado relatos en varias antologías, entre las que destacan Mi madre es un pez (2011), Nómadas (2013) y  Drogadictos (2017). Editó la revista cultural ARTO! de Madriz y colabora con artículos, reseñas y columnas en las revistas Tiempo, Quimera BCN Mes, en el diario asturiano El Comercio en medios digitales como Revista de LetrasMicrorevista, El Confidencial CTXT. Es uno de los fundadores del movimiento artístico Nuevo Drama y su obra también se ha encuadrado en la corriente neorrualista de la literatura española. En 2017 la Unión Europea, a través del proyecto Literary Europe Live, y la asociación de festivales europeos de literatura Literature Across Frontiers lo eligieron como una de las 10 nuevas voces (New Voices from Europe 2017) más interesantes del continente y único representante español.

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

     «Somos las primeras palabras. Somos los que fuimos y los recién llegados. Somos la fiesta y la jornada de trabajo y somos el aburrimiento. Somos el que os quema y somos el que os apaga. Somos el que os despierta por la mañana y el que os derrumba en la cama al llegar la noche. Por supuesto, también somos el que os quita el sueño. Somos el Enemigo y el único consuelo. Casi nada. Un puñado de palabras, las últimas palabras.
     Estuvimos a punto de callar. Primero, lo dejamos para más adelante. Más adelante, lo postpusimos para después. Pero nunca llegaba el momento. Por fin, nos dijimos: no, este momento es el momento porque es todos los momentos. Tenemos la voz y tenemos el tiempo.
     Tenemos todo el tiempo.»
                […]
     «Todos los veranos Sofía echa a caminar y no para hasta que llega a su pueblo. Parece increíble, pues su espalda está tan torcida que cuando camina da la impresión de estar labrando. Pero cualquiera de los senderistas que de cuando en cuando llegan a San Andrés del Monte pueden atestiguarlo. El cementerio está en ruinas. Un ala de nichos hace tiempo que se derrumbó, dejando al descubierto los cuadrados como un panal gigante abandonado. Primero el musgo y después, encima de él, la hierba han borrado las tumbas. Todas las lápidas son hojas con la tinta desvaída donde ya no se puede leer ninguna historia. Los dos ángeles de piedra, que custodian espada en mano la absurda vanidad del panteón del que fue dueño de la casa indiana, carecen de nariz, y el carbón de los años ha convertido sus ojos en fosas de calavera. Desde lejos es ya casi indistinguible y parece estar a punto de ahogarse en la naturaleza entre burbujas de distinta tonalidad de verde. Salvo tres tumbas, que relucen blancas y gastadas. Las dos de sus padres y una más pequeña: un montón de tierra con una piedra encima y una cruz blanca de madera. Esta última es la tumba de su primer hijo, un bebé al que sesenta años después todavía llora cuando la fiebre o el alcohol la ponen triste. Y lo mismo con la que fue su casa. Pequeña, pobre, helada, pero con las ventanas intactas, el tejado entero, la maleza a raya, el felpudito, como un perro anciano y fiel, frente a la puerta.
     Qué sentirá cuando llega tan sola a los escenarios derruidos de su memoria. Qué fantasmas saludará a la entrada del pueblo y quién la recibirá con los brazos abiertos. Qué pensará al oscurecer, sentada en una sillita frente a su casa, con una vela a su lado y millones de sombras creciendo a su alrededor. Tal vez pueda verlo todo tal cual era. Quizá donde vosotros veis una plazoleta llena de arbustos, con un bebedero de piedra donde ya sólo mata la sed algún asturcón salvaje, rodeada por tres de los cuatro lados de casas huecas, ella vea a los mozos tomando un chato de vino, en un banco corrido frente al bar, después del trabajo, bromeando y piropeando a las chavalas:
     —¡Qué guapa estás, Sofía!
     Puede que los niños jueguen y den gritos de alegría. El maravilloso encuentro del cencerro de las vacas de vuelta a la cuadra y las campanas de la pequeña iglesia que resuenan por todo el valle. Los grillos y las ranas en el río y el cuco y los perros que ladran porque tienen miedo de que el día acabe y ya no vuelva. Los gritos y los golpes secos de los hombres que juegan al dominó al otro lado del teatro de marionetas que son los recuadros amarillos de las ventanas del bar, donde las sombras de sus cabezas, proyectadas en la pared por el candil, parecen querer escapar. Las conversaciones de las mujeres, repasando la novela cotidiana a la puerta de sus casas. Quizá todo y todos estén ahí todavía, quizá permanezcan porque aún está ella para recordarlos.
     Miradla, sentadita en una sillita de mimbre frente a la que era su casa. Ella dice que cuando muera quiere ser enterrada allí, donde los suyos, y sus hijos desesperan. Un nieto ha propuesto incinerarla y llevar las cenizas al cementerio. Incluso tirar unas pocas en la plaza del pueblo. A ella no se lo han dicho, pero están todos de acuerdo.» 
          […]
      «También os conocemos a vosotros, los que os fuisteis. Y como os gustaba volver al pueblo de vez en cuando para ver a los que se habían quedado. Estaban gordos, envejecidos y embrutecidos, con varios hijos a cuestas que no les dejaban ni un segundo de paz. Era vuestra victoria. Vuestra confirmación de que habíais hecho bien yéndoos a la ciudad en cuanto pudisteis, para no volver más, con la excusa de estudiar cualquier cosa. La prueba de que habíais progresado. Vosotros, simples hijos de ganaderos y campesinos, habíais llegado alto. Escribíais en revistas digitales, ibais a bares de moda, teníais mil novios y novias y aventuras de una noche. Erais creativos, libres, irónicos y muy modernos. Erais seres superiores. Aunque no llegarais a fin de mes, pues nadie os pagaba por vuestro genial trabajo. Aunque tuvierais una depresión constante, ninguna relación sentimental os duraba más de unos meses y os sintierais tremendamente solos en vuestras diminutas habitaciones en pisos compartidos o en vuestros apartamentos minúsculos con vistas a un feo patio de luces y a un futuro decepcionante.
    Cuando comenzó este viaje, estabais convencidos de que los salvajes eran ellos, y los colonos gloriosos que expanden la civilización, vosotros. Pero con el tiempo, una vez pasó el deslumbramiento inicial, comenzasteis a comprender con dolor que los salvajes erais vosotros, y que habíais vendido la tierra de vuestros antepasados a cambio de unos cuantos espejos, un puñado de chucherías de plástico y algo de tecnología.
     Aún así, os paseabais con vuestra ropa bonita y moderna por el pueblo y dejabais que os admiraran como a los antiguos indianos. Cuando os preguntaban a qué os dedicabais, dudabais, como si hablaran otro idioma y en el suyo no existiera expresión adecuada para vuestra profesión, y terminabais diciendo alguna palabra inglesa, técnica o inventada para dejarlos con la boca abierta.
    Y también volvíais, justo es admitirlo, para ver a vuestras familias. A vuestras pobres madres, que tanto os echaban de menos y que os llamaban todas las semanas por teléfono para contaros que no sé qué vieja que no recordabais había muerto, sondear en vuestros oscuros planes de futuro y haceros prometer una pronta visita, que siempre postergabais a Navidad, Semana Santa o verano, porque, joder, Mamá, es que tengo mogollón de trabajo.»

FUENTES

  • San, el libro de los milagros
  • Wikipedia