“La canción de la aldea”, de Antonio Reyes Huertas

La canción de la aldea fue la última novela publicada por el escritor extremeño Antonio Reyes Huertas. La obra fue escrita entre diciembre de 1929 y mayo de 1930 en Campos de Ortiga, finca cercana a Campanario, su pueblo natal.

La novela, junto con ocho estampas campesinas, no se publicó hasta 1952 con motivo del homenaje que se le tributó a su autor. Posteriormente, en el año 2002 el Ayuntamiento de Campanario y el Fondo Cultural Valeria reeditaron una edición facsimilar de aquella edición-homenaje de 1952, al cumplirse el cincuenta aniversario del fallecimiento de su autor, ocurrido en agosto de 1952.

Como suele ocurrir en la mayor parte de sus novelas, la trama de la obra es bastante simple, con personajes corrientes y acción sencilla.

El principal protagonista de la novela es el joven madrileño José Aznar de Cieza, que llega a la localidad extremeña de la Garda con el objeto de vender unas tierras que heredó de su madre y tratar de poner un poco de orden en su vida amorosa. Allí conoce a su prima Mercedes, atractiva joven de la localidad por la que se siente atraído. Sin embargo, el protagonista, sintiéndose abrumado e incapaz de distinguir entre sus intereses y sus sentimientos, huye cobardemente a Madrid.

   «Aquel peso que soportaba sobre mis hombros aumentó con esta actitud despegada de Mercedes. No he visto luna tan triste como la de aquella noche de junio, con ser plena, redonda y solemne. Ni perros tan ariscos como los que me ladraban saliendo a mi paso, igual que si no me hubieran visto nunca en la aldea. La galga del Mochilo estuvo a dos pasos de morderme, más furiosa aún que cuando otra noche me encerró como a liebre en casa de mi tío.»

Pero la verdadera protagonista de la novela vuelve a ser Extremadura, la tierra natal del escritor, por la que éste siente un inmenso amor. Reyes Huertas nos muestra en esta historia el campo extremeño con todo su esplendor y toda su dureza.

Andrés Calderón, amigo del escritor y promotor del homenaje que se le tributó en 1952, escribe en el prólogo de la edición-homenaje de la obra: «La canción de la aldea, obra gemela de La sangre de la raza, simboliza la producción de Reyes Huertas y refleja maravillosamente sus más acentuadas cualidades.

La canción de la aldea es eminentemente moralizadora. En ella reverdece Reyes Huertas los laureles de costumbrista que tanta altura cobraron en La sangre de la raza. El amor a Extremadura, a sus hombres recios y sanos, a sus mujeres bellas de cuerpo y de alma, honradas y hacendosas, a sus campos fecundos y entrañables, refulge en esta novela como gema preciosa. Y en ella, en fin, Reyes Huertas canta sus mejores trinos y luce esa cualidad de poeta que, como polvillo de oro, se diluye por toda su obra, dándole la tonalidad suave, al par que brillante, de su inimitable estilo.

Ved cómo pinta en ella nuestro paisaje de estío:

    “Yo tomé aquella mañana la senda tan pasajera que iba a mis tierras. Estaba todo el aire lleno de zumbidos de abejas y sobre los trigos volaban las alondras desgranando collares de trinos. Yo iba viendo por el caminillo en cuesta la opulencia de mis tierras, convertidas en tablas de mies, empezando a espumar el oro de sus espigas. Las cebadas habían adelantado su siega y algunos rastrojos amarilleaban ya con las gavillas tempranas amontonadas al sol. Olía todo aquel camino como a polvo reseco de este sol, a tréboles agostándose, a granas cuajadas de carretones, tendidos como redes blanquecinas en las barrancas, y a esa fragancia del rastrojo nuevo, todavía húmedo y sangrante de savia”.

López Prudencio, uno de los críticos que han estudiado a fondo a Reyes Huertas, ha dicho de él: “Hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en la que nadie le ha superado. Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días –los que dure la acción– en el pueblo donde ésta se desarrolla compartiendo todas sus emociones y viviendo con pena llegar el momento de abandonar el pueblecito”.»

No podemos estar más de acuerdo. Por eso es aconsejable leer a Reyes Huertas despacio, sin prisas, paladeando cada frase, cada palabra, para poder disfrutar el mayor tiempo posible de los maravillosos cuadros que pinta con sus palabras. Otra buena novela del escritor de Campanario. Muy recomendable.

SINOPSIS

   «Quiero huir de todos estos recuerdos de la aldea, y estas emociones de la aldea me persiguen tenazmente. Creía yo despreciar a la aldea cuando me alejé de ella, y la aldea se ha vengado de mí, infiltrándose, como el desierto, el ensueño calenturiento de un oasis. Es este día de nieve cierro los ojos para huir de la visión de la aldea, y la aldea viene a míe con el corazón abierto y palpitante.»

Tal vez La canción de la aldea sea la novela más personal de cuantas escribió Antonio Reyes Huertas en su larga trayectoria literaria. No es la más popular –título que sin duda le corresponde a La sangre de la raza,– ni la más combativa –La ciénaga–, ni la más cosmopolita –Viento en las campanas–, ni la más cinematográfica –Lo que la arena gravó o Luces de cristal–; ni siquiera la más moderna –Mirta, a mi entender– ni la postrera –La casa de Arbel–, pero sí la más íntima y confidencial, por las especiales circunstancias que concurrieron en su publicación.

La obra, que había sido escrita entre diciembre de 1929 y mayo de 1930, por muy diversos avatares, fue postergando su aparición, que empezó a concretarse definitivamente en los primeros meses del año 1951. La editorial catalana que, con gran éxito, publicaba en los últimos tiempos las novelas de Antonio Reyes Huertas le requirió un nuevo original. Este, entonces, entrega el texto de La canción de la aldea, tal y como, por otra parte, estaba ya previsto en el contrato suscrito entre el novelista y la editora.

Pero, en el momento en que se estaban realizando las preceptivas copias para la censura, la comisión organizadora del homenaje a Antonio Reyes Huertas se pone en contacto con el escritor y le solicita una novela inédita para su publicación como edición homenaje. Reyes Huertas demanda entonces de la editorial Hymsa la cesión, para tal fin, del texto de la La canción de la aldea y la empresa, de forma generosísima, accede a la petición.

Pero Reyes Huertas no entrega la obra sin más, sino que se lanza, a pesar de su delicadísimo estado de salud, a un verdadero ejercicio de recreación, anulando ciertos pasajes, enfatizando otros y reescribiendo una parte sustantiva de la obra. Y todo ello, en momentos especialmente trágicos para su autor. Porque éste, sin duda, y a pesar de que, ante los más allegados, siempre simuló desconocerlo, sabía con certeza la gravedad de su dolencia.

Reyes Huertas supo, por tanto, que aquella edición de La canción de la aldea, muy posiblemente, sería la última de sus obras que vería publicar en vida. Y, por ello, la quiso también convertir en una síntesis de su abundante quehacer narrativo, además de en un tributo emocionado a lo que más amó en vida: su esposa, su familia, su tierra, las gentes que en ella habitan… y su fe.

(Del estudio preliminar incluido en la edición de 2002, por Antonio Basanta Reyes)

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

   «Por no atribularme del todo, salí en seguida del olivar y emprendí el regreso a la aldea. Mi reloj se había parado, pero debía ser la hora de mediodía, porque de la torre de la iglesia vino un toque de campana y corrió como plañidera por los campos. Se habían levantado ya algunas nubes y el viento frío soplando del lado de los montes las hacía navegar en el remanso del cielo, y sus sombras, rasando sobre los sembrados, parecían el vuelo lento de aves gigantescas y silenciosas. Toda la ribera dijera yo entonces que se había oscurecido con un velo de tristeza. Y esta impresión deprimente de las nubes, de la campana quejumbrosa, de los niños descalzos en la ribera, del olivar desvinculado, de los perros ariscos, del viejo agobiado bajo su saco de hierbas y de aquel galope como fúnebre que tejían los sembrados como si los pies de genios invisibles danzasen en el aire sobre ellos, me parecieron entonces la canción de la aldea, la pobre canción triste y desvalida de la Garda…»
    […]
  «En mis fases de sentimental, solía bajar por las tardes a la ribera. Abril había vestido ya por completo las alamedas del río y en los chopos gigantes, de un verde como estremecido, volaban las oropéndolas y cantaban los ruiseñores. En la torre de la iglesia, desde hacía tiempo, las cigüeñas se habían constituido en vigías y bien dormitaban sobre la veleta, bien repicaba los picos al borde de los viejos nidos. En estas tardes me parecía que todo el campo se llenaba de olor de miel, porque en cada aleteo del viento venía una oleada de pólenes calientes y un efluvio voluptuoso de fecundidad. Los chopos, cuando soplaba el viento de abril, me daban una extraña imagen: la de las mujerucas que yo había visto arropadas en sus propias sayas, entraban en la iglesia echándose la falda por la cabeza. Porque las hojas todas de los chopos se volvían del mismo lado y parecían arropar el tronco con una cobija sonajera a cigarras o a panderetas.
   Me acercaba entonces al olivar de los Cieza cuyo nombre decía don Lucas, parecía entrañar un símbolo permanente de vida y de corazón. Desde el camino, asenderado por los mochileros, veía la casa, blanca de cal, con los rosales de enredadera ya vestidos de pompa cubriendo parte de las paredes y tejiendo un arco verde a la puerta de la entrada. En los más tempranos reventaban ya los capullos como corazones henchidos que iban pronto a estallar. Pensaba que allí se había sentado en estas tardes mi madre y me parecía verla en su estampa adorable, contemplando sonriente el paisaje, siguiendo el vuelo de las golondrinas y oyendo la sinfonía de oro que bordaban las abejas sobre los cálices de las algamulas. ¡Cómo hervía allí, cerca del camino, el colmenar! Era como un zumbido denso y caliente de bordones de guitarra, un enjambre de notas dulces y graves, tan copioso y alado como el de las mismas abejas.»
    […]
   «Ellos no conciben la felicidad sin la tierra. Para un campesino la tierra es el alma sagrada, inmutable y eterna, la que preside la caducidad de las demás cosas, la que da el pan y la salud, y sobrevive a la muerte para el pan y la salud de los los hijos. Y a ese amor a la tierra vinculan oscuramente el otro amor del hogar, no haciendo nunca el hogar y la tierra incompatibles, sino alas de un mismo corazón.»
   

“Zafra-Río Bodión: la rosa de los vientos”

En 2001, apareció, editada por la Diputación de Badajoz, la obra titulada Zafra-Río Bodión: la rosa de los vientos, que formaba parte de un ambicioso proyecto dedicado a las comarcas de la provincia de Badajoz coordinado por Justo Vila. Se trata de una monografía, bellamente ilustrada, coordinada por el escritor Justo Vila, con textos de ADENEX, Guillermo S. Kurtz, José María Lama, Aniceto Delgado Méndez, María F. Sánchez, Dulce Chacón y el mismo Vila, y magníficas fotografías de J. Enrique Capilla y Antonio de la Cruz.

«Las comarcas de la provincia de Badajoz, en su mayor parte, asientan su identidad (tanto o más que en la cercanía de las localidades que las integran o en la similitud de sus ecosistemas) en la historia y en la voluntad de trabajo en común de sus gentes.

Zafra–Río Bodión es una comarca singular que nace a partir de territorios y pasados muy diversos, lo que lejos de diluir su identidad, la enriquece. Por una parte, la comarca es Tierra de Barros santiaguista –Calzadilla, Los Santos, La Fuente– y por otra es Sierra y Dehesa templarias –Burguillos, Valverde, Atalaya, Valencia del Ventoso–. Zafra–Río Bodión es el segmento central del territorio del antiguo señorío de Feria –La Morera, La Parra, Feria, La Lapa, Alconera, espacio de transición entre Los Barros y La Sierra–, y es el territorio de Medina de las Torres y Puebla de Sancho Pérez, ambas santiaguistas, articulados en torno al camino que conducía a Contributa Iulia Ugultuniae, la ciudad romana que vertebraba la comarca en tiempos antiguos.

Cuatro espacios con rasgos físicos e historias bien definidos que, como conjunto, se explican por el magnetismo que sobre ellos ejerce una ciudad, la que da nombre a la comarca. De alguna forma, es el electroimán de Zafra el que explica a unos territorios y a unas gentes que, libremente, han decidido construir unidos su futuro.

Pasado y presente, rasgos físicos y cercanía, lo urbano y lo rural, y sobre todo la voluntad de vivir en comunidad. Eso es Zafra-Río Bodión, una conciencia de ser que, aunque inmaterial, alienta su existencia.

La comarca es un espacio de contrastes que gira en torno a la ciudad que le da nombre, un lugar casi sin término municipal que, lejos de sentirse comprimido dentro de sus medievales murallas, se alzó ya entonces como complemento perfecto del mundo campesino que lo rodeaba.

Mientras que en el entorno los pueblos se dedicaban a la agricultura y a la ganadería, Zafra ofrecía espacios públicos para el comercio de esos productos. De esa vocación nacerían sus mercados y ferias hace más de seiscientos años. Una de ellas, la de San Miguel, sigue atrayendo cada otoño a miles de hombres y mujeres llegados desde todos los rincones de Extremadura, la vecina Andalucía, el Alentejo portugués y cientos de lugares más.

La comarca de Zafra–Río Bodión es múltiple y es una. Se trata de un territorio que, con un gran peso histórico sobre sus espaldas, estás salpicado de bellos escenarios, siempre cambiantes en sus formas y colorido. Un territorio que ha sabido conservar formas, ritos y fiestas de hondas raíces, conformando un legado patrimonial del más alto valor. Un territorio jaspeado de casas blasonadas y palacios, murallas, atalayas y castillos, iglesias góticas, renacentistas y barrocas, y una serie de hermosísimos entramados urbanos –enriscados unos, con vocación de llano otros– que siempre cautivan al visitante.»

Clic en la imagen para ver vídeo sobre la comarca

LA VILLA DE FERIA EN «ZAFRA-RÍO BODIÓN: LA ROSA DE LOS VIENTOS»

Como no podía ser de otro modo, Feria aparece referenciada en numerosas partes de la obra.

Recogemos, a continuación, el comienzo de la crónica de viaje que realiza el escritor Justo Vila por las tierras de la villa de Feria y con la que se inicia el libro:

    «Cuando Gómez cumplió nueve años, su padre, Lorenzo Suárez de Figueroa, maestre de la Orden de Santiago desde 1387, se acordó de la promesa que le había hecho al nacer y lo llevó a Feria en impresionante marcha que empezó en Mérida, pasó por Almendralejo y dejó atrás Villalba por el camino de Jerez.
    Han pasado los años y Gómez Suárez aún recuerda el encantamiento en que se vio sumido cuando, viniendo por la llanura interminable, surgió de repente ante sus ojos el morro altísimo y serrado de la silenciosa fortaleza árabe. Del viaje, además de esto, lo que recuerda el primer señor de Feria es el agradable olor de trigo recién segado y la extraña confusión que experimentó al ver a una partida de chiquillos del color de la tierra escapando ante el séquito a través de las claras aguas del Guadajira. Era la primera vez en su vida que veía huir a los hijos de los campesinos al paso de los caballos y en verdad que no entendía nada.
    Ahora, anciano y cansado (¿puede un hombre sentirse viejo a los cuarenta y seis años?, Gómez Suárez tiene la impresión de que desde aquí, desde las torres de la vieja cerca mora, se puede ver toda la Extremadura. Sin duda, exagera, pero al menos puede contemplar casi todo lo que le pertenece. Poco después de aquel primer viaje, su padre habría de conseguir autorización del rey Enrique Tercero para crear un mayorazgo con las villas de Feria, Zafra y La Parra. Y él, Gómez Suárez de Figueroa, primer titular del señorío, había añadido a sus dominios los burgos, lugares y caseríos de las tierras de Villalba, Nogales, Oliva de la Frontera y Valencia del Mombuey. Con el paso de los años, su hijo Lorenzo (el que mandó construir el alcázar de Zafra), incorporaría, por donación de Juan Segundo, La Morera y La Alconera; y en tiempos de su nieto, Gómez Segundo, el señorío anexionaría las tierras de Torre de Miguel Sesmero, Almendral y Salvaleón, llegando a sumar los dominios extremeños de esta familia de origen gallego tantos kilómetros cuadrados como tiene la actual comarca de Zafra-Río Bodión.

                       Vistas de Feria y su castillo. Foto de La Voz de Feria

    Seiscientos años después, un viajero viene hacia Feria por donde casi nunca viene nadie –el camino antiguo de Badajoz–, siguiendo los apacibles valles de La Morera y La Parra, entre las sierras de María Andrés y Madroñera, un paisaje solitario y callado, casi secreto, con el embrujo de una leyenda escrita en un espejo. En la plaza de La Parra, que tiene distintos niveles, compiten en hermosura lo civil y lo religioso, ayuntamiento e iglesia. El primero es un edificio mudéjar con dos plantas, arquería de ladrillo y soportales. La iglesia es una impresionante obra de mampostería y ladrillo, de variada morfología, que presenta distintas cotas en sus fachadas, a causa del desnivel del terreno, y en cuyo interior se puede sentir el encanto de la religiosidad dolorosa.
    Está el viaje en su primera jornada y ya anda el viajero dudando sobre la conveniencia o no de cumplir con los horarios, trechos y rutas establecidos de antemano. Es tan hermoso este valle y tan evocadoras las piedras trabajadas de La Morera y La Parra que de buena gana se quedaría aquí no una sino todas las jornadas que ha programado para conocer el conjunto de la comarca. Esto es lo malo de viajar más por pasión que por capricho. O lo bueno. Cualquiera sabe. En fin, no se le tengan en cuenta al viajero sus incertidumbres o no llegaremos nunca a Feria, que aguarda allí al fondo, cerrando el valle como un lucero de piedra que tan pronto aparece como se oculta.
    De la vieja fortaleza árabe de Feria no queda casi nada, sólo unas pocas piedras, clandestinas, tostadas por el sol y hastiadas por siglos de silencio. Lo que en este sitio queda es el castillo que los Suárez de Figueroa levantaron al agonizar la Edad Media. Y queda, sobre todo, la torre del homenaje, enorme, de gruesos muros de mampostería y planta cuadrada con los ángulos redondeados, una auténtica fortaleza por sí sola, que tiene zona inferior maciza, cuatro niveles de edificación y terraza defensiva, desde la que el viajero puede ver lo mismo que aquel Suárez de Figueroa al que siendo niño trajo hasta aquí su padre, el todopoderoso maestre de Santiago, para mostrarle el mundo entero. Sin duda, tanto el maestre como quien –apenas cumplidos los doce años de edad– había de ser primer señor de Feria, exageraban, ya se ha dicho, pera esa, precisamente, es la impresión que da la vista desde aquí, dada la inmensidad de montes y campos y el canto majestuoso de los pueblos rojos y lechosos, esparcidos en el horizonte de la comarca, como puntos de la rosa de los vientos. (La comarca, contorneada en un mapa, parece una hoja de higuera gigantesca, vuelta del revés, con los pueblos en líneas, a todos los vientos cardinales, atraídos por el magnetismo de Zafra. La comarca se hace a partir de esta ciudad, sostiene José María Lama, con localidades que pertenecieron al antiguo señorío de los Suárez de Figueroa, pueblos que surgieron en el territorio de la antigua Contributa Iulia Ugultuniae y villas que se desgajan de otros territorios –Los Barros santiaguistas y La Sierra y La Dehesa templarias–.)
    A los pies del castillo, Feria desarrolló su entramado de calles y callejones por la falda de la sierra, hasta llegar al llano, dibujando rincones de un gran atractivo, como el de la Cruz, que a veces es un estallido de macetas, o la apacible plaza con arquería donde se levantan el ayuntamiento (altivo y soleado) y la iglesia de San Bartolomé (dulce y sombría). Luego, mientras busca la salida hasta la salida hacia Burguillos del Cerro, el viajero oye un ruido hiriente, agudo: el viento, que llevaba días dormidos entre las almenas de arriba, acaba de despertar y suena a chocar de espadas en la encrucijada de calles retorcidas. Al sur, sobre la Sierra Vieja, se están formando unas nubes tenues que motean la ladera como si fuera un vestido desmesurado de lunares. Fuera de eso, todo es un acorde de luz y concordia que se extiende hasta el infinito por la dolorosa carretera que lleva a Burguillos del Cerro (…)»
Zafra-Río Bodión: la rosa de los vientos / Justo Vila 

 

«La comarca, contorneada en un mapa, parece una hoja de higuera gigantesca, vuelta del revés, con los pueblos en líneas, a todos los vientos cardinales, atraídos por el magnetismo de Zafra»

 

Álbum de cuentos y leyendas tradicionales de Extremadura

En 1995, la Consejería de Cultura y Patrimonio de la Junta de Extremadura publicó la obra titulada Álbum de cuentos y leyendas tradicionales de Extremadura, del Grupo Alborán, con motivo del convenio suscrito entre la propia Consejería de Cultura y Patrimonio y el Grupo Alborán de Investigación en Didáctica y Literatura con el objeto de difundir la literatura tradicional extremeña y su proyección en el aula, a través de actividades de animación a la lectura, como el taller de Cuentos y Leyendas.

    «Cuando hablamos de cuentos y leyendas tradicionales es fácil «recalar» en ciertos tópicos, que van desde cierta nostalgia trasnochada hasta la «charlatanería» más desprovista de fundamento. La memoria viva de la colectividad –que eso es la cultura– no se deja asir en la foto fija de unas creencias inmóviles como una estatua, sino justamente en su recreación viva y adaptada al dinamismo histórico de la comunidad. Quiere eso decir que los cuentos y leyendas de nuestra Extremadura no son postales de «nuestro tipismo» o retablos hieráticos de nuestro pasado, sino agua huidiza, patrimonio vivo, no de piedras, pero si de palabras, tejido con la materia de los sueños, de los deseos, de la fe –en el caso de las leyendas religiosas– y, sobre todo, del esfuerzo y de la esperanza, porque, al fin y al cabo, los cuentos y las leyendas hablan simbólicamente de un aquí o de un ahora preñado de dificultades pero donde siempre es posible el compartir heroico y solitario. O, como decíamos en otro trabajo, la historia/Historia oral de Extremadura, en ese doble plano de fabular el vivir cotidiano en clave de Juan el Oso o de la Serrana de la Vera, de la Virgen de los Remedios o la mártir Eulalia de Mérida.

   Por eso, además, es singularmente difícil moverse en un campo tan resbaladizo, o acotar las lindes en un terreno en que se mezclan la historia y la antropología, la literatura y el folklore, la religiosidad y el mundo profano. De esta naturaleza multidisciplinar deriva también la vocación de llegar a muy distintos lectores de este libro.»

Acceso a la edición digital de la obra en la página de la Biblioteca Virtual Extremeña (BVE)

LA VILLA DE FERIA EN «ÁLBUM DE CUENTOS Y LEYENDAS TRADICIONES DE EXTREMADURA»

«Vecinos del pueblo
y concurrentes,
disimulad las faltas 
y sed prudentes»

Dentro de esta obra, Álbum de cuentos y leyendas tradicionales de Extremadura, podemos encontrar información sobre La Entrega, auto sacramental que se representa en la villa de Feria durante las fiestas de la Santa Cruz.

Según José Muñoz Gil, «La Entrega, considerada por algunos folcloristas como una de las manifestaciones de teatro religioso popular más genuina de nuestra región y única quizá en su género en el folclore nacional, es lo que ha distinguido al área geográfica del Señorío de Feria. Con ligeras variantes, introducidas por aportaciones locales, antiguamente se representaba en numerosos pueblos del Ducado, incluso en otras poblaciones próximas a él.

Se trata de una pieza de teatro popular religioso, de carácter versificado, de orígenes y autor desconocidos, aunque Matías Ramón Martínez afirma que ya existía en el primer tercio del siglo XVII, y cuyo texto ha estado sometido a innumerables alteraciones e interpolaciones, donde un coro va narrando en forma cantada, con la tradicional y reiterativa melodía, el hallazgo del Lignum Crucis por Santa Elena, mientras los actores van desarrollando la acción con una lentitud casi litúrgica y donde apenas tiene cabida la forma dialogada.»

«La Entrega».  40º Aniversario. Vídeo de La Hermandad de la Santa Cruz

A continuación se reproduce el artículo titulado La Entrega de la Santa Cruz (auto popular de Feria). En él aparece el texto, versificado, completo del auto que se representa la noche del 2 mayo en la plaza de la blanca villa de Feria, que  escenifica la búsqueda del lignum crucis por Santa Elena, con las indicaciones necesarias para su desarrollo. Dicho texto ha sido elaborado a partir de los manuscritos aportados por Dionisia Lozano, vecina de Feria, y adaptados por José Muñoz Gil, con ayuda de Antolín Gómez Hurtado. La información adicional es obra de Luis Guisado Macías:

La Entrega. Vídeo de Antonio Fernández Becerra

Además del citado artículo, en este libro aparecen dos interesantes apartados más dedicados a Las Cruces de Feria y a La Entrega: La tradición popular de las Cruces de Feria y su posible conexión con los condes D. Pedro Fernández de Córdoba y Dª Ana Ponce de León, de José Muñoz Gil, y La Entrega, teatro popular religioso en la villa de Feria, de Antonio Vera Ramírez.

Dichos artículos pueden consultarse también en el enlace anteriormente señalado de la Biblioteca Virtual Extremeña (BVE).

“Extremeños en el nuevo mundo”, de Jesús Sánchez Adalid

En el año 2015, apareció, editado conjuntamente por la Dirección General de Turismo de la Junta de Extremadura y el Centro Extremeño de Estudios y Cooperación con Iberoamérica (Cexeci), el libro titulado Extremeños en el nuevo mundo. Se trata de una obra, con magníficas ilustraciones y con bellos textos del escritor extremeño Jesús Sánchez Adalid, que recoge la participación extremeña en el descubrimiento, colonización y evangelización de América.

La obra supone un paseo divulgativo por los aspectos más relevantes de la llegada al nuevo mundo de los extremeños, mostrándonos, además, información clave sobre los largos viajes por alta mar de nuestros paisanos. 

Según el propio autor este libro lo estaba «pidiendo a gritos la realidad para escapar del tópico y hacer algo más humano».»Es nuestra historia y hay que disfrutar de ella, sin olvidar lo malo para aprender de los errores», ha admitido el autor extremeño. En este sentido, escribe sobre la obra: «El descubrimiento, la conquista, la colonización y la evangelización de lo que entonces se consideró un “nuevo mundo” está ahí; pertenece ya a la historia como tantos y tantos hechos de la humanidad. Y es justo reconocer que hubo maldades, violencias y excesos de todo tipo. Pero también hubo hombres de buena voluntad, que pusieron precisamente en aquel momento los cimientos de lo que más tarde serían los sagrados derechos de todo ser humano. (…)

No se trata de justificar, sino de mirar hacia el pasado con un nuevo interés. Los hombres y mujeres que fueron a la gran empresa del Nuevo Mundo pertenecieron a todas las clases sociales: nobles, hidalgos segundones, labradores, pobres, pastores, acostumbrados a recorrer grandes distancias a pie, vagabundos, jóvenes sin porvenir… La mayoría de ellos eran de Andalucía y Extremadura; sobre todo porque Sevilla era el único puerto de salida hacia América y el sur de la Península había sido el último escenario de la guerra contra los musulmanes. Proseguía pues para ellos la aventura, la ocasión de nuestras hazañas semejantes a las de sus antepasados y aún mayores. Con el final de la Reconquista en el mismo 1492, con la toma de Granada, se originó una gran desocupación entre los jóvenes que orientaron sus porvenires hacia la guerra. El descubrimiento de la nueva ruta hacia Las Indias les abría la oportunidad de enriquecerse y continuar la lucha contra el infiel en lejanos territorios.»

Extremeños en el nuevo mundo es un libro de divulgación histórica, que pretende seguir profundizando en esa larga historia en común que Extremadura comparte con América y poner en valor a los extremeños que la protagonizaron.

SINOPSIS

En el recorrido que Sánchez Adalid realiza, bajo un poliédrico enfoque, a las aportaciones de los extremeños que se embarcaron en la empresa del Nuevo Mundo, relata detalles de gentes anónimas que se embarcaron en las carabelas con Colón así como de los grandes nombres que protagonizaron las grandes epopeyas como Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa, Valdivia, Inés de Suárez o Hernando de Soto.

La evangelización tiene un apartado especial, centrándose en la importancia y relevancia que la orden franciscana tuvo, tomando como punto de partida a San Pedro de Alcántara y destacando a los Doce Apóstoles de Belvís de Monroy.

En este libro también hay espacio para otras historias, curiosidades y personas como Inés Muñoz, la extremeña que llevó el olivo y el trigo a Perú, o el arquitecto trujillano Francisco Becerra, autor de templos y conventos en México y maestro mayor de la catedral de Lima.

FRAGMENTO DEL LIBRO

Adalid ha recogido también en este gran trabajo de divulgación histórica la presencia de la mujer en el Nuevo Mundo, necesaria para vertebrar esa sociedad incipiente desde abajo, haciéndola más justa e igualitaria. Entre aquellas mujeres jugó un lugar muy destacado Inés Muñoz, la extremeña que llevó el olivo y el trigo a Perú. Sobre ella escribe Sánchez Adalid lo siguiente:

 Doña Inés Muñoz, la mujer extremeña, cuñada de Francisco Pizarro, que llevó el trigo y el olivo al Perú

    Una intrépida mujer extremeña formó parte del contingente de rudos hombres de aventuras que Francisco Pizarro llevó desde España a la conquista del imperio de los Incas. Se llamaba doña Isabel Muñoz, hija de hidalgos y mujer legítima de Francisco Martín de Alcántara, el hermano de madre de Pizarro. La animosa mujer embarcó en Sevilla, en el mes de mayo de 1530, en la nao en que viajó la expedición, soportando las incomodidades propias de una larga y penosa navegación hasta las Indias. Cruzó el Istmo y en Panamá embarcó nuevamente con destino a Tumbes y Cajamarca, dando en todo momento ejemplo de fortaleza de ánimo y resistencia física a los soldados y a su propio esposo. La circunstancia de haber agregado Francisco Martín el nombre de Alcántara a su apellido, nos hace pensar que así él como su mujer, la dicha doña Inés Muñoz, fueron naturales del pueblo de Alcántara, cabe el Tajo, en los términos de Trujillo de Extremadura.

    «Hallóse en todos los trabajos y peligros que pasaron en la conquista de este reino –escribe Cobo en el cap. XVI de su Historia de Lima–, con tan varonil pecho y ánimo, que no solamente los toleraba sin muestra de flaqueza, sino que alentaba y esforzaba a su cuñado y compañeros para que no desistiesen de la empresa, rendidos a las dificultades que se les ponían delante, de manera que podemos decir haber tenido esta gran matrona no menos parte en la conquista de este reino que le mismo Pizarro».

    Fue doña Inés la que, como una diosa Ceres Peruana, llevó a aquellas tierras los primeros plantones de olivo, que consumían la mitad de su ración de agua durante la interminable travesía por mar, y asimismo la semilla del trigo, con cuya harina se elaboraron las primeras hostias destinadas a las misas que se dijeron en Perú.

    En los Documentos Inéditos para la Historia de España, coleccionados por el Marqués de Fuensanta del Valle, se consigna a doña Inés Muñoz como la «primera mujer casada española que vino a estas Indias del Perú, y pobló en ellas».

    Cuando en junio de 1541 ocurrió la muerte de Francisco Pizarro y la de Francisco Martín de Alcántara por obra de los partidarios de Almagro el Mozo, fue doña Inés quien, «acallando los gritos de la desesperación y, dando muestra una vez más de su varonil entereza, se hizo cargo de los cadáveres del esposo y del cuñado, y a ambos dio apresurada sepultura, al amparo de la noche, ayudada de un español, de un indio y de un negro esclavo, en un hoyo de hacer adobes hallado en el patio de los Naranjos de la Iglesia Mayor en construcción.»

    Doña Inés hubo en su primer matrimonio con Francisco Martín de Alcántara un hijo que se llamó don Macabeo, el cual murió muy niño, y de su segundo matrimonio con don Antonio de Ribera, caballero de Santiago, otro que tomó el nombre y apellido de su padre, el cual murió al salir de la adolescencia.

    Viuda por segunda vez, anciana y sin hijos, doña Inés tomó la determinación de consagrar su cuantiosa fortuna a la Iglesia. Llevando a la práctica aquel propósito, y después de consultar al arzobispo don fray Jerónimo de Loayza, fundó el monasterio de la Concepción de Lima, asociando a sus iniciativas a doña María de Chávez, natural de Huamanga, hija de Diego Gavilán y de doña Isabel de Chávez, de los Chávez de Trujillo de Extremadura, viuda de un hijo de don Antonio de Rivera, su marido.

    Consta del acta de fundación –escribe Mendiburu en su Diccionario Biográfico–, otorgada el 15 de septiembre de 1573 ante el escribano Francisco de la Vega, que «la fábrica se construyó en las casas compradas a Lorenzo Estupiñán de Figueroa; que se había de seguir la regla de los frailes menores de la observancia de Castilla, confirmada por el Papa Julio II».

    Falleció doña Inés a los ciento diez años de edad, el día 3 de julio de 1594, hallándose desde algún tiempo en estado de ceguera. Por ello el arzobispo Loayza le había aconsejado que no pensase en ser religiosa, pero ella persistió en su intento y consiguió recibir los hábitos.

    Está enterrada en el muro izquierdo del presbiterio del susodicho convento. En su sepulcro se leen los siguientes versos:

Este cielo animado en breve esfera, 
Depósito es de un sol que en él reposa
El Sol de la gran madre y generosa
Doña Inés de Muñoz y de Rivera.
Fué de Hanan Huanca encomendera, 
De Don Antonio de Rivera esposa,
De aquel que tremoló con mano airosa
De Alférez Real la Real Bandera.
Fundó este, a María, gran Convento…

   Cobo, en su Historia de Lima escribe sobre la intrépida extremeña:

«Debe Lima a esta gran matrona no sólo el 
beneficio de la fundación de este
monasterio, sino otros muchos que de ella,
como su fundadora y madre, tiene
recibidos, que tanta parte tuvo con su
industria y trabajo en la pacificación y
población de esta tierra. A ella se debe el
pan de trigo de que se mantienen, a su 
segundo marido la abundancia de olivares
de que goza, y a entrambos junto otras
muchas frutas y legumbres que con gran
diligencia hicieron traer de España y
pusieron en su huerto, que hoy posee este
monasterio, donde se ve el primer olivo que
hubo en el reino, traído de España, y lo que
no es de menos consideración, el primer
obraje de lana de Castilla que hubo en esta
tierra, lo fundaron estos caballeros en su
repartimiento de indios del valle de Jauja,
al cual pertenece hasta hoy en el pueblo
llamado Cepallanda»

Olivos centenarios en el Parque Olivar de San Isidro de  Lima, procedentes de los primeros que llegaron a aquellas tierras de manos de Inés Muñoz 

JESÚS SÁNCHEZ ADALID

22894321_1464763953618817_2010764460934034265_nJesús Sánchez Adalid (1962) nació en Villanueva de la Serena (Badajoz). Se licenció en Derecho por la Universidad de Extremadura y realizó los cursos de doctorado en la Universidad Complutense de Madrid. Ejerció de juez durante dos años, tras los cuales estudió Filosofía y Teología. Además, es licenciado en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia de Salamanca. Es profesor de Ética en el Centro Universitario Santa Ana de Almendralejo.

Su amplia obra literaria ha conectado con multitud de lectores, gracias a la veracidad de sus argumentos y a la originalidad de sus descripciones, sustentadas en una profunda documentación. Sus novelas constituyen una permanente reflexión acerca de las relaciones humanas, la libertad individual, el amor, el poder y la búsqueda de la verdad.

La obra de Sánchez Adalid se ha convertido en un símbolo de acuerdo y armonía entre los pueblos, religiones y razas, algo especialmente necesario en un mundo desgarrado por la intolerancia y el fanatismo.

Ha publicado con gran éxito La luz del Oriente, El morázabe, Félix de Lusitania, La tierra sin mal, El cautivo, La Sublime Puerta, El caballero de Alcántara, Los milagros del vino, Galeón, El camino mozárabe, Treinta doblones de oro, Y de repente, TeresaLa mediadora y En tiempos del papa sirio.

Es también autor de Tras los pasos del abate viajero, una obra de encargo institucional que fue presentada en 2014.

En 2007 ganó el premio Fernando Lara por su novela El alma de la ciudad; en 2012 el premio Alfonso X el Sabio de Novela Histórica por Alcazaba; en 2013 el premio Internacional de Novela Histórica de Zaragoza por el conjunto de sus obra; el premio Diálogo de Culturas y el premio Hispanidad. En 2014 su novela Treinta doblones de oro recibió el premio Troa Libros con Valores.

En Extremadura ha sido distinguido con la Medalla de Extremadura y el premio Extremeños de Hoy. Además, es académico de número de la Real Academia de las Artes y las Letras de Extremadura, cuya biblioteca dirige. También es patrono de la prestigiosa Fundación Paradigma Córdoba, cuyo fin esencial es recordar los ejemplos positivos de convivencia entre las tres religiones abrahámicas: judía, cristiana y musulmana, que ocurrieron en Alándalus, buscando con ello los principios y fundamentos del ecumenismo y del diálogo.

Sánchez Adalid ha colaborado en Radio Nacional, en el diario Hoy y en revistas Historia National Geografic y Vida nueva. Actualmente colabora con Canal Historia (The History Channel), Volcán Producciones y Zebra Producciones.

“Extremeñas”, de José María Gabriel y Galán

    Extremeñas es un libro de poesía escrito por José María Gabriel y Galán, publicado por primera vez en 1902 con prólogo de poeta catalán Joan Maragall. La obra obtuvo un enorme éxito, agotándose rápidamente las dos primeras ediciones, y no dejando de reeditarse desde entonces.

   El libro está compuesto de un total de veinte poemas; algunos están escritos parcial o totalmente en castellano, pero en la mayoría, los personajes utilizan el habla de la tierra.

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    En un comentario de la época (El Adarve de Cáceres, 2 de febrero de 1903) se expresa que el libro, «pequeñito por la cantidad de versos que contiene, pero grande por las bellezas que encierra, es un pedazo de la vida de nuestra gente honrada del campo, es un precioso estuche en donde Gabriel y Galán, con su prodigiosa observación, ha ido guardando los sentires de nuestro pueblo».

...¡Qué güeno es el Cristu
de la ermita aquella!
Pa jacel más alegri mi vía,
ni dineros me dio ni jacienda,
polque ice la genti que sabi
que la dicha no está en la riqueza.
Ni me jizu marqués, ni menistro,
ni alcaldi siquiera,
pa podel dil a misa el primero
con la ensinia los días de fiesta
y sentalmi a la vera del cura
jaciendu fachenda.
¡Pa esas cosas que son de fanfarria
no da nada el Cristu de la ermita aquella!..

    Joan Maragall, en su prólogo a Extremeñas (1902), escribió lo siguiente: «Todo el libro es así, vivo; todo él escrito en ese lenguaje desarrapado, es decir, vivo: escrito en dialecto, como la Iliada y la Divina Comedia; porque no son las lenguas las que hacen las obras, sino las obras las que hacen las lenguas. Y la poesía grande, la viva, la única, gusta mucho de brotar en dialectos; y te diré por qué. Dialecto, según el clásico sentir, es la corrupción de una lengua; pero, si bien lo piensas, es la constante germinación de las lenguas en boca del pueblo, que es, como si dijéramos, la madre tierra de las palabras: todas salen de ella y todas vuelven a ella; allí nacen, allí mueren, allí se transforman, se modulan, se combinan y renacen, y se mueven, en fin, en toda la libertad de su naturaleza. El pueblo siempre habla en dialecto, es decir, en libertad, en perpetuo movimiento; y cuando una lengua quiere definirse en una fijeza de perfección y desecha la compenetración con sus dialectos, con el pueblo, aquella lengua muere momificada en su perfección. Pues bien, la poesía no es otra cosa que la palabra viva, la palabra palpitando todavía el misterioso ritmo de sus origen divino en la boca del pueblo, que es su madre tierra.»

Yo no sé qué tieni,
qué tieni esta tierra
de la Extremaúra,
que cuantis que llegan
estos emprencipios
de la primavera
se me poni la sangre encendía
que cuasis me quema...

    La presente edición fue publicada por la Diputación de Badajoz en el año 1991, con edición literaria de Gonzalo Hidalgo Bayal. Contiene un amplio glosario al final de la obra, indispensable para la correcta comprensión de la misma.

    «Aunque pocas, las poesías extremeñas de Gabriel y Galán ofrecen algunos temas esenciales no sólo de la región extremeña sino del hombre en general. Hay, ciertamente, un canto a la naturaleza, agreste o solidaria con el campesino y un canto al labriego, ya pleno de fe ya airado por las miserables condiciones de su trabajo.»

Enciclopedia Extremeña

Acceso a la edición digital del libro en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

SINOPSIS

De Extremeñas, resultado de una predisposición personal y de una opción familiar, cabe decir que, con el tiempo, los recursos lingüísticos se han impuesto a la materia poética. Si la materia poética radica en las diferentes voces líricas que desfilan por sus versos, personajes agrestes y elementales, con inquietudes primarias, generalmente en un pequeño cuadro escénico, con estructura de monólogo o de diálogo, a veces con la presencia de un narrador, en el que se muestra un retazo de la vida rural (las bondades del Cristo de la ermita, el hijo varón cuya reciedumbre viril difumina la ciudad, el viudo ante la profanación del embargo, la enfermedad del desahuciado, los ensueños del sibarita, una trama de pasión y celos, los amores perniciosos de un hijo, la fatigosa contabilidad de un matrimonio, los campesinos fascinados ante el espectáculo del firmamento), los recursos lingüísticos se centran en la elección de una forma dialectal para dar voz a esos mismos personajes. Gabriel y Galán no pretende elaborar documentos sociolingüísticos, sino componer poemas auténticos, y, en aquellos tiempos de romanticismo regionalista, una parte de esa autenticidad correspondía fundamentalmente a la lengua, pues, si hay oposición entre el bien y el mal, entre el campo y la ciudad, entre la naturaleza y la cultura, también la hay entre la lengua y el dialecto o, si se prefiere, entre el castellano de ciudad y el castellano rural. El dialecto, que surge de la necesidad y no está contaminado por los artificios de la retórica, se sitúa, pues, junto al bien, el campo, la naturaleza y la verdad. De ahí que eruditos y filósofos hayan subrayado la «barbarie lingüística», la «rusticidad» y el «lenguaje desarrapado» como raíz de todo sentimiento auténtico. «El poeta va a la vivacidad de los campos, a la boca del pueblo, a su dialecto, rural o ciudadano, porque la vivacidad de éste es la condición de la verdadera poesía, de la palabra palpitante de sentido», escribió Joan Maragall en su prólogo de 1902. Y ha sido sin duda esa voluntad lingüística, el empleo del habla local como recurso poético y, por consiguiente, la elevación a categoría literaria de una norma lingüística sentida por sus propios usuarios como imperfecta e inferior, la que ha prevalecido en el tiempo, manteniendo viva la poesía que contiene y alimentado el paraíso perdido con nostalgia.

Gonzalo Hidalgo Bayal

POEMA EL EMBARGO

El embargo, uno de los veinte poemas incluidos en Extremeñas, es uno de los poemas más significativos de la obra de Gabriel y Galán, y se cuenta entre los más conocidos y emotivos de la literatura regionalista de Extremadura.

El embargo es el desgarrado grito del pobre campesino que lucha por defender la cama donde murió su mujer frente a la profanación del embargo.

Señol jues, pasi usté más alanti
y que entrin tos ésos.
No le dé a usté ansia,
no le dé a usté mieo...
Si venís antiyel a afligila,
sos tumbo a la puerta. ¡Pero ya s'ha muerto!
Embargal, embargal los avíos,
que aquí no hay dinero;
lo he gastao en comías pa ella
y en boticas que no le sirvieron;
y eso que me quea,
porque no me dio tiempo a vendello,
ya me está sobrando,
ya me está gediendo
Embargal esi sacho de pico,
y esas jocis clavás en el techo,
y esa segureja
y ese cacho e liendro...
¡Jerramientas, que no quedi una!
¿Yo pa qué las quiero?
Si tuviá que ganalo pa ella,
¡cualisquiá me quitaba a mí eso!
Pero ya no quio vel esi sacho,
ni esas jocis clavás en el techo,
ni esa segureja
ni ese cacho e liendro...
¡Pero a vel, señol jues: cuidiaito
si alguno de ésos
es osao de tocali a esa cama
ondi ella s'ha muerto:
la camita ondi yo la he querío
cuando dambos estábamos güenos;
la camita ondi yo la he cuidiau,
la camita ondi estuvo su cuerpo
cuatro mesis vivo
y una nochi muerto!...
¡Señol jues: que nenguno sea osao
de tocali a esa cama ni un pelo,
porque aquí lo jinco
delanti usté mesmo!
Lleváisoslo todu,
todu, menus eso,
que esas mantas tienin
suol de su cuerpo...
¡y me güelin, me güelin a ella
ca ves que las güelo!…

El rapsoda extremeño Fernando González recita El embargo

JOSÉ MARÍA GABRIEL Y GALÁN

gabriel_y_galan(Frades de la Sierra, 1870 – Guijo de Granadilla, 1905) Poeta español que cantó en versos sencillos y espontáneos las virtudes tradicionales campesinas. Su obra, ajena a las novedades temáticas del modernismo de Rubén Darío (aunque no tanto a las formales), se centró en el ambiente rural y expresó un concepto cristiano y optimista de la vida en la naturaleza. La familia patriarcal, la existencia hogareña y la austeridad del agricultor castellano fueron la materia de sus versos, que bebió en las fuentes de la literatura pastoril latina y en el Siglo de Oro español, así como en algunos autores españoles románticos y contemporáneos.

Hijo de labradores, fue a su vez labrador tras de haber ejercido la profesión de maestro, que abandonó al contraer matrimonio. Su consagración como poeta arranca de 1901, cuando en los Juegos Florales celebrados en Salamanca fue galardonado con la flor natural por su composición El ama.

Grandes escritores de aquel tiempo, como Emilia Pardo Bazán, José María de Pereda, Miguel de Unamuno y Joan Maragall, en pleno auge del costumbrismo literario regionalista, contribuyeron a su rápido encumbramiento. Posteriormente, la crítica le ha regateado méritos, aunque sigue siendo uno de los poetas españoles más leídos. Cantó las tierras y las gentes de Salamanca y Extremadura, en una poesía realista, a veces monótona, pero que dio clara y musical expresión a sentimientos muy arraigados en la conciencia colectiva de su país. En ello reside uno de sus principales méritos, pues, como dice Gerald Brenan es «uno de los pocos escritores de esta nación de campesinos que siente verdaderamente la vida del campo».

Cabe advertir en su poesía influjos de la escuela poética salmantina, de Espronceda, de José Zorrilla, de Vicente Medina y del colombiano José Asunción Silva. Los «Aires murcianos» de Vicente Medina fueron los que, según Unamuno, le sugirieron a Gabriel y Galán sus composiciones en dialecto extremeño, entre las más famosas de las cuales figuran El embargo y El Cristu benditu.

Estilísticamente es notable su propensión a las adjetivaciones dobles («los de las pardas onduladas cuestas», «la castiza vieja raza de selváticos poetas»), característica del modernismo español que él extremó de modo peculiar en sus versos. De 1902 a 1906 aparecieron sus libros Castellanas (1902), Extremeñas (1902), Campesinas (1904), Nuevas castellanas (1905) y Religiosas (1906). De 1909 data la primera aparición de sus Obras completas, que han alcanzado más de cuarenta ediciones sucesivas, lo que significa que no ha decaído su amplia y sostenida popularidad.

Las Castellanas (1902) son las más representativas del autor, gran intérprete de la naturaleza austera. La vida mísera de los campesinos salmantinos es cantada por el poeta en versos que expresan una resignación cansada, carente en absoluto de rebeldía social. La presencia constante de la muerte alcanza momentos gélidos, que tan sólo airea la fe en Dios. En Nuevas castellanas (1905) se nota una mayor versatilidad y variedad temática, y desaparece un tanto el tema de la muerte. Las Religiosas (1906) expresan el sentimiento religioso desde la experiencia cotidiana y en las circunstancias de la vida íntima y social del poeta, así como la vivencia religiosa del pueblo, a menudo en tono costumbrista.

Biografías y vidas

Varón

“Los humildes senderos”, de Antonio Reyes Huertas

«Con la zarcita del río
he comparao tu querer,
que en cuanti que más la corto
más brotes güelve a tener.»

Los humildes senderos es la primera novela del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas. Publicada en 1920, la novela fue escrita en 1917, un año antes que La sangre de la raza, su obra más conocida y celebrada.

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La novela nos traslada a la típica aldea extremeña de vida sencilla y monótona donde parece que nunca pasa nada. Sin embargo, la tranquilidad de esta aldea, estancada en el tiempo, se ha visto finalmente alterada. Las dehesas del Concejo, donde los aldeanos encontraban trabajo y recursos, han sido adquiridas por un potentado absentista, don Juan Manuel Valdivieso, que ni labra las tierras ni consiente que se las labren. Éste sólo visita su hacienda una vez al año, pero desde lejos proyecta su siniestra sombra sobre la aldea, controlando la hacienda y la vida de los campesinos con procedimientos caciquiles.

    «Hoy los ancianos saben que hay una palabra llamada progreso y que éste apareció un día por la aldea en figura de agente desamortizador. Y aquellas dehesas del concejo donde tenían la mies, donde desplegaban el abanico de oro del trigo y hendían con el hacha el tronco de la encina, donde pacían el propio merino y la vaca familiar y un régimen comunal hacía de la aldea un símbolo des patriarcado, estas dehesas donde todos hallaban salud, abundancia, trabajo y bienestar, las arrancó el progreso de las manos de todos juntos y las depositó en las de uno solo que constriñó la austera e hidalga vida el recinto de las ya míseros hogares y a los límites de las heredades muradas con toscos cantos de granito…

    Vive así hoy la aldea la vida raquítica y pobre de su desgracia, de su abandono y de su vencimiento. Ni alientos tiene para llorar su incurable mal, su heroica esclavitud de trabajo rudo que labra paciente las tierras, implora los arrendamientos, paga los tributos al Fisco y mira al cielo, como esperando de arriba la redención.

    Nada turba el sosiego de muerte de la aldea… Sólo de vez en cuando pasa por allí una banda de titiriteros, que al día siguiente desaparecen, sin decir adónde van, o el aire triste de una leyenda sentimental, como esta que vamos a referir, y que queda en la memoria de los viejos y en el corazón desgarrado de alguna mujer…»

Como ocurre en la mayoría de sus obras, la trama de la novela es bastante elemental, con personajes corrientes y acción sencilla. El propio autor escribió en el prólogo de la primera edición de la obra: «Aquí está, pues, esta novelilla, o lo que sea, presentándose sin rubores por su sencilla acción, común, ingenua, poco nueva, pero humana. Sus personajes hablan y discurren como hombres. No tienen su caracteres resortes complicadísimos. Viven de un modo corriente, y si alguno sueña, sueña como se suele soñar en esta baja tierra, o groseramente o con el ideal: que a veces, entre la mezcla de apetitos, intereses y miserias nace una flor de poesía que lo espiritualiza y purifica todo. A algunos parecerá tal vez la novela demasiado sencilla; sentimental y romántica con exceso a otros.»

Como en casi todas sus creaciones, la auténtica protagonista de la historia es Extremadura, la tierra natal del escritor de Campanario, por la que éste siente un profundo amor. Lo que verdaderamente trata de mostrarnos Reyes Huertas en su novela es la dureza y la belleza del campo extremeño, y el modo de vida y los usos y costumbres de las gentes de esta tierra a principios del pasado siglo.

El considerado mejor escritor costumbrista de Extremadura demuestra un profundo conocimiento de la cultura rural, del folclore, de las costumbres, y del habla popular de esta tierra.

Reyes Huertas emplea un lenguaje muy rico y preciso, destacando sus extraordinarias estampas del campo extremeño, e introduce la variante del dialecto extremeño utilizada por el pueblo llano en sus conversaciones.

    «–El tiempo, que es el mejor remedio de esas picaduras.

   –¿El tiempo? Cate usté que no estoy conforme tampoco. Acaece con eso una cosa asina como con las zarzas. Nacen en su heredá, y como estorban tanto, las roza usté con el calajós. Pero al mes siguiente güelven a nacer. Y güelve usté a rozarlas, y hasta las prende yesca, y las machaca, y cree usté que ya está concluío; pero pasa el tiempo y nacen por otro lao con más retoños. Y una de dos: o tiene usté que ajoyar la heredá entera, porque las raíces están por toas partes, o tiene usté que dejar que las zarzas hagan lo suyo. ¿Usté no sabe la compla?

Con la zarcita del río
he comparao tu querer,
que en cuanti que más la corto
más brotes güelve a tener

    Pos lo mismo les ocurre a ustés: las zarcitas del buen querer están enraizás por too el cuerpo, y cuanti más tiempo pase, más se engarruñan. Y con nadie iba usté mejor que con la señorita. ¡Vale por un Potosín!»

De la obra se desprende una profunda añoranza por una forma de vida humilde y sencilla, apegada a la tierra y en trance de desaparición, empujada por el “progreso”. Y denuncia el abandono del mundo rural, la corrupción electoral, y las que considera «las dos plagas de Extremadura: el caciquismo y el absentismo.»

La novela Los humildes senderos se encuentra disponible para su lectura en el siguiente enlace:

Acceso a la edición de 1920 en formato digital

    «Hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado. Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito»

   López Prudencio

SINOPSIS

Estructurada al modo clásico, según la tríada de planteamiento, nudo y desenlace, Los humildes senderos repite las notas habituales en la novelística de su autor: trama elemental, personajes estereotipados, intencionalidad ideológica, preocupación social resuelta desde parámetros tradicionales, didactismo, riqueza lingüística, interese etnográficos y amor al paisaje extremeño.

La parte primera dibuja las dramatis personae. Ya las líneas iniciales del preliminar puesto por el autor ilustran bien sobre las concepciones ideológicas del mismo, que sin duda marcarán la obra. Reyes Huertas une como elementos connaturales la serenidad y la paz de los espíritus con el entorno aldeano, que preside el edificio de la iglesia. Allí se mantienen los antiguos valores, lejos de la turbación generada por la vida moderna, a saber, las fábricas, los ferrocarriles, las actividades mercantiles. Presidida por los viejos, la existencia discurre entre las costumbres y usos tradicionales, las labores agroganaderas, las prácticas religiosas, la evocación de las antiguas grandezas. “He ahí el castizo austero vivir español que tuvieron nuestros antepasados”, apunta el novelista, nostálgico, consciente de que es un mundo en trance de extinción. En este marco discurre la narración, que el propio Huertas califica como de “leyenda tradicional”.

Sus personajes responden a estereotipos fácilmente identificables. El párroco, un cura adepto ferviente al carlismo, socarrón y populista, de sólida cultura clásica (¡cómo le gusta usar el latín!), entusiasta del paisaje rural, enfurruñado con el progreso, no sin sentido de la justicia social, funciona como trasunto del propio autor. Es enemigo acérrimo del prócer que, aprovechándose de las desamortizaciones, compró la mayor parte del término local, empobreciendo a los campesinos. Aunque ausente (la plaga del absentismo es un azote del campo extremeño, permanentemente denunciada por el novelista), desde Madrid controla con métodos caciquiles (otra gran lacra de nuestras poblaciones), incluyendo la corrupción electoral, la aldea, que visita cada año. Así lo hace ahora, convertido en Ministro de Fomento. Le rinde homenaje el maestro local, hombre acomplejado, cuyo hijo, Enrique, es un mozo de grandes prendas, ambicioso, con facilidad para la pintura. Le da clases el párroco, que sueña para él un espléndido futuro. Don Francisco, el médico, pone la sensatez un escéptica (pero puede gastárselas muy fuertes: ganarán presencia según avance el relato). Marinela, sobrina del cura, es la novia de toda la vida, encarnación de las virtudes femeninas tradicionales. Constituye la antítesis de Amalia, la dominante esposa aún joven del ministro, con quien mantiene una pareja formada por puro interés y mal avenida. Adornada con la belleza diabólica del ángel caído, esta rica hembra seducirá a Enrique presentándole las ventajas de Madrid frente a las limitaciones del pueblecito. (En la comparación entre corte y aldea, tan cara a nuestro novelista, éste siempre rechaza la urbe, done ve el nido donde se incuban los males todos).

En la parte segunda, se desarrolla el drama. Mientras Enrique triunfa en Madrid, escandalizando con la publicación de sus desnudos a los habitantes de la aldea, aquí impone sus antojos el ministro liberal. Eso provoca las iras del cura, que se decide a ira pueblo por pueblo, “avivando el fuego sagrado de la Cruzada” a favor del carlismo. Llamo la atención sobre este término, que años después tendrá tanto éxito. Nuevas añagazas del cacique dan al traste con el éxito de los concejales de la Comunión carlista. (El amaño de las urnas por parte de los caciques es otra constante en el agro extremeño, denunciada por Reyes Huertas ya en La sangre de la Raza). Se hacen públicas las relaciones adúlteras entre el pintor y Amalia, lo que acarreará consecuencias trágicas para el joven. Incluso las langostas se suman al desastre, con una horrible plaga, que el novelista describe bien (como hiciese Felipe Trigo en las primeras páginas de Jarrapellejos). Es la ruina de la aldea.

La parte tercera y última, la de mayor longitud, narra el regreso de Enrique a la aldea, único lugar para su posible, al fin frustrada, salvación. Reyes Huertas intensifica aquí todo el aparataje etnográfico, sin duda para reforzar estilísticamente las tesis conservadoras. Hace su aparición el habla local, en boca de un humilde y recio paisano, Lino. La conversación ente él y el joven no tiene precio desde el punto de vista etnológico. (También Trigo, por no decir los escritores regionalistas del momento, usan el habla dialectal para sostener el aspecto rústico de ciertos personajes). Huertas, que como tantos extremeños hace transitivo el verbo “quedar”, en algunos pasajes glosa poemas de Gabriel y Galán, vertiéndolos a prosa. Se refuerzan así sus mensajes conservadores. Junto a magnífica descripciones del paisaje extremeño y de juegos rurales –excelente la del “juego de los membrillos”– se incluyen multitud de coplas, romances, tonadillas y otros poemas de la lírica popular.

Enrique ha vuelto tuberculoso, con “el mal largo” que entonces se le decía eufemísticamente. Sólo en la aldea podrá curar cuerpo y espíritu. Asunto difícil, en cuanto a la tisis, antes de la aparición de la penicilina, agravado espiritualmente por las lecturas de Nietzsche y Schopenhauer, a las que Enrique se dedica y el cura detesta como sus grandes enemigos ideológicos. Sin embargo, el buen clérigo será parte fundamental para conseguir la reconciliación de los dos jóvenes. Según él, los senderos humildes, reales y alegóricos, son siempre preferibles. No hay, sin embargo, solución para los que los olvidan. Se reanudan sus amores pasados, como signo de un futuro esperanzador. Pero vuelven también al distrito Valdivieso y Amalia, quien a la postre desencadenará el desenlace trágico. Todo terminará desoladamente. La conclusión didáctica no puede ser más pesimista: no existe remedio para quien se olvida de los principios tradicionales.

(Del estudio introductorio por Pecellín Lancharro)   

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO 

    «Y, en tanto, en sus propias dehesas unos puntitos negros y alados habían empezado a revolverse y a agruparse, formando cordones largos y obscuros como gigantescas serpientes. Un día avanzaron desplegados como un ejército. Otro día levantaron el vuelo y cayeron como una nube sobre la hoja.
    Todo el pueblo gimió lástimas para sus desventuras. Bregaron con ese afán, con esa desesperación de los que ven que de las manos se les arrebata la vida entera. Tomaron lindes y barrancas con ardor de locos, en ansias de ahuyentar la nube; pero eran miles, millones, los viscosos insectos, que, acosados, llenaban un instante el campo raso de las eras, y después volvían a caer sobre las hazas.
    Y era una bendición la hoja. Sana y lustrosa, la irisaba el sol, dorando las espigas lozanas de las cebadas y matizando de púrpura el verdor reluciente de los trigos. Una hermosura que amenazaba destruir el vientre insaciable de aquella nube. Y tras esta nube vino otra, y otra, y veinte más, de devoradores saltones, que, como acróbatas, como saltimbanquis, se colgaban de los tiernos tallos, unos sobre otros, en una cadena gris, sucia, repugnante, hasta escalar las espigas y doblarlas y abatirlas y hacerlas caer, en fin, roídas por la sierra de sus bocas.
    Tres días después, de lo que fue opulenta hoja, altos trigos, cebadas ondulantes, avenas que mostraban ya florecido el racimo de sus raquis, quedaba una extensión amarillenta y pajiza de altos tallos desmochados, inmóviles y rígidos, cual si una trágica segur hubiera segado todas las cabezas de aquellos cuerpos, y éstos quedasen en pie en el campo desolado, entre las amapolas flameantes, que parecía la sangre de la tragedia.»
[…]
    «Espíritu artista, sin embargo, el de Enrique, sintióse agradablemente impresionado por la variada perspectiva de aquellos campos y la exuberante belleza del conjunto. Las tardes claras del otoño extremeño son radiantes y solemnes en la aldea. Tiéndese la hoja en una lejanía sin fin, como un mar abierto y entrañable. La luz rebrilla en la punta de los tallos, y, cuando el aire corre, parece que una mano invisible se goza en ir alisando el verde terciopelo del prado y cambia su tonalidad en vivos colores, en bellos cambiantes, en relucientes iris, como si fuese dejando prendidos sobre la hierba jirones de púrpura y de oro. Lejos se elevan los montes azules, cubiertos de jara, de lentiscas, de charnescas y de madroños, y allá en la cumbre un rebaño de cabras pone unos puntos blancos en la calva terrosa del pizarral. En las dehesas calientan las encinas al sol sus copas venerables, mientras entre sus troncos triscan y balan los recentales recién nacidos y alarean los pastores entre la música de las esquilas. De vez en cuando suena una flauta, y es el zagal que duerme la tarde con una dulzaina triste y melodiosa… Los olivares muestran su redondo fruto, morado ya en cierne de la sazón, y entre los olivos, una copa más verde y más obscura indica un corpulento nogal, un membrillero antiguo, un granado pomposo, o un alto laurel, fuerte y erguido como un gigante… Desliza en tanto el río entre los chopos su cinta clara y bruñida, y al llegar el agua a la presa de algún molino, se detiene y se amansa, murmura luego, empuja los pretiles después y al fin salta espumosa con un ruido fresco de tempestad.
    Camino de los huertos iba y venía la multitud, en busca de los membrillos para la fiesta. Todo el camino era un cántico que apenas se percibía con el ruido de tantas músicas confundidas. Sones de tamboril y de flauta, y el ronco rumor de las vihuelas de cada grupo. Luego, al desembarcar con las frutas en el ejido, un mismo cantar vibraba en los corros que le llenaban:
¡Fiesta de los membrillos,
hoy hace un año
que los amores míos
se festejaron!
¡Fiesta de los membrillos,
hoy hace un año!»

FUENTES

  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Pecellín Lancharro, M. Estudio introductorio a Los humildes senderos. Sevilla, Renacimiento, 2005

 

“8 estampas campesinas con su marco”, de Francisco Valdés

En 2013, la Editora Regional de Extremadura publicó el libro titulado 8 estampas extremeñas con su marco, del escritor extremeno Francisco Valdés, con edición literaria de Simón Viola y José Luis Bernal, que actualizaban así su anterior edición de las Estampas publicadas por la Diputación de Badajoz en 1988.

Valdés fue un escritor profundamente comprometido con su tierra y con el tiempo que le tocó vivir. De reducida producción literaria, debido a su temprana y trágica muerte, estas Estampas están consideradas como su mejor obra.

Valdés utiliza para titular su libro el mismo término usado por su paisano Reyes Huertas, que definió la estampa como “actualidad periodística escenificada en los medios campesinos”. Los dos autores comparten en ellas elementos comunes. Ambos dirigen su mirada hacia su tierra natal, y nos acercan y nos describen, de manera admirable, la forma de vida y los usos y costumbres de las gentes de esta Extremadura rural. Los dos escritores pacenses emplean un lenguaje muy rico y preciso, e introducen la variante del dialecto extremeño utilizada por el pueblo llano en sus conversaciones.

    –Pues no cabe otro remedio para curar a la chica, tía Rosa. Las inyecciones se las compra usted y que se las ponga Fernando, el practicante: lo ha dicho el médico. Y sobre todo hay que hacer lo posible porque la muchacha varíe de vida y evitar que la tristeza y la pena se la coman.

    –Pero si no pué sé. Me quié usté icí, señorito, cómo vamo a cambiá e vida; semos probe y no poemo gozá de laz cosa que puieran alegrala y quitala su mal d’encima. ¡Ay, señó, qu’esgracia maz grande!

Sin embargo, la visión que nos ofrece Valdés es sus estampas es mucho más dura, menos idealizada que la que nos presenta Reyes Huertas. El autor de Don Benito dirige su atención a personajes, generalmente humildes, que se enfrentan a situaciones de difícil solución y denuncia las duras condiciones de vida de estas gentes, abandonadas a su suerte.

En palabras de Simón Viola, «La estampa (descendiente de los géneros realistas: tipos, escenas) es un término acuñado en la región por A. Reyes Huertas para designar un breve cuadro costumbrista en que, con frecuencia, subyace una tesis político-social o moral. Valdés recoge la denominación y la localización regional, pero su tratamiento, así como su estilo, son marcadamente modernos (más próximos a Azorín o Miró).

Las Estampas dirigen su atención al paisaje humano, las mujeres y hombres de la tierra, con sus esperanzas y sus pequeñas tragedias cotidianas. El libro se cierra con una visión amarga de un pueblo extremeño: es el marco anunciado en el título, realzado por su posición epilogal, cuyas denuncias implacables tiñen el sentido de toda la obra. Frente al entorno social que esboza, descubrimos, por contraste, un hombre inclinado a la tolerancia, a la liberalidad, con deseos de modernidad para su tierra, amante de la naturaleza, consciente del valor de la mujer, del amor de la pareja…»

8 estampas extremeñas con su marco es un libro magnífico, escrito con muy cuidada y clara prosa. Algunas de sus estampas son verdaderos poemas en prosa. Muy recomendable.

La edición de 1988, publicada por la Diputación de Badajoz, podemos leerla a partir del siguiente enlace:

Acceso a la edición digital de la novela en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

SINOPSIS

Las Estampas de Valdés conocieron dos estadios editoriales. La primera edición –4 estampas extremeñas con su marco– apareció en Valladolid (1924) en la prestigiosa colección «Libros para amigos» de José María Cossío (que tendría un notable eco en los círculos intelectuales de la época al publicar textos de Unamuno, Diego, Alberti o José del Río Sáinz), con una reducida tirada de 200 ejemplares no destinados a la venta. En 1932, Valdés reedita la obra ampliada –8 estampas extremeñas con su marco– en la editorial Espasa-Calpe de Madrid (la edición, de 1000 ejemplares, tampoco tuvo una distribución comercial, pues, como se indica, los ejemplares no estaban destinados a la venta). 17 años después de la muerte del autor, Enrique Segura Covarsí dio a la luz una segunda edición de las 8 estampas extremeñas con su marco en la Biblioteca de Autores Extremeños (1953). Tuvieron que pasar más de 40 años para que se publicara una nueva edición que hiciera accesible la obra valdesiana: 8 estampas extremeñas con su marco, a cargo de Manuel Simón Viola y José Luis Bernal, en Badajoz, Diputación Provincial de Badajoz.

En ellas, Valdés ofrece una muestra espléndida de su compromiso ético y estético con la época que le tocó vivir, revelándose como un escritor culto, pertrechado de amplísimas lecturas, que representan la tradición y la vanguardia en el quehacer literario de su tiempo. Las Estampas evidencian un conocimiento bien digerido de la reflexión ideológica finisecular sobre el problema de España, que heredó el Veintisiete, así como una asunción inteligente de los modelos estéticos que enarboló el Modernismo, entre los que destaca la herencia simbolista y el impresionismo pictórico. Valdés también conoció las propuestas de la joven literatura y el benéfico influjo de maestros inmediatos de la nueva prosa como fueron Azorín y Miró. En todo caso, y aunque su elección estética no se inclinara por las novedades de la vanguardia ni por las arriesgadas apuestas de la joven literatura, su sensibilidad y cultura, y su creación artística culminada en sus 8 estampas extremeñas con su marco fueron en su momento, y continúan siéndolo hoy, un auténtico lujo en la Extremadura de la Edad de Plata.

FRANCISCO VALDÉS

Francisco Valdés Nicolau (Don Benito, 1892-1936). Nacido en el seno de una familia de grandes propietarios rurales cursa el bachiller en su ciudad natal, en la academia de don Ramón Hermida, en donde el joven recibe una sólida formación humanística. En 1910, con dieciocho años, se traslada a Madrid para iniciar la carrera de Derecho. Su afición por las letras le lleva a frecuentar bibliotecas, museos y tertulias. De regreso a Don Benito lanza con algunos familiares el periódico local La Semana, impartiendo clases en el Colegio San José.

Contrae matrimonio con Magdalena Gámir, del que nacerá un hijo en 1935 y, aunque tiende a recluirse en el campo, estos años serán los más productivos de su trayectoria (en ellos publica, a excepción de Cuatro Estampas…, todos sus libros y la mayor parte de sus más brillantes ensayos). Participa activamente en la política como concejal del Ayuntamiento y con la llegada de la Segunda República comienza a denunciar los atropellos republicanos. Es encarcelado el 15 de agosto de 1936 y fusilado en la madrugada del 4 de septiembre de ese mismo año.

Chamizo es coetáneo de Valdés y ambos se conocieron y leyeron, también admiraba a Gabriel y Galán, de ahí que no sea aventurado pensar en una influencia de la visión del mundo (apoyada por el clima o ámbito en que escribían) del autor del Miajón en las primeras Estampas Extremeñas en las que mostraba su visión de la realidad rural extremeña.

Algunas obras suyas son: Cuatro estampas extremeñas con su marco (1924), Resonancias (1931), Ocho estampas extremeñas con su marco (1932), Letras. Notas de un lector (1933)

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OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

    «Este hombre, sentado en un trípode encinero y patizambo, junto al fuego de una humosa y rústica cocina, lía, auxiliado de una navaja, unas briznas de tabaco, y dando un gaucho suspiro, ha dicho: Yo lo único que siento es morirme.
   Este hombre es un genuino representante de la raza extremeña, que antaño embarcara, seducida por el ínclito Hernando Cortés, en el muelle sevillano, con rumbo a los países nuevos, llenos de peligros y leyendas. Hoy, este hombre se inclina a la tierra desde su nacimiento. Sus espaldas se agobian de tanta y tan cruenta inclinación. Sus ojos toman los apagados resplandores de la arcilla. Su carne es fraterna de la carne del barbecho. Y de su alma pende la dorada cera de la espiga y el ocre de la besana, que va alzando la reja del arado cuando la corteza no está endurecida.
   Si este hombre levanta los ojos del seno fecundo de la tierra madre es para alzarlos al cielo implorando la lluvia, cuando apremia su falta, o en una cálida y voluptuosa noche estival, tendido panza arriba en el sombrajo de la era, con ánimo de morirse unas horas, hasta que el nuevo lubricán mañanero le despierte, radiante de infinita claridad y vida.
   Hoy este hombre no sabe leer. Ha nacido en un rincón español donde el silabario no tiene poderío y el maestro sale de caza. En un rincón donde el rapazuelo que alcanza la venturosa edad de ocho años, después de haber vencido la escrófula y el raquitismo, el sarampión o la tifoidea, tiene que ayudar con su ganancia al hogar, mísero y prolífico.
   Precisamente este hombre que ha dicho: Yo lo único que siento es morirme, puede confundírsele, en su contextura étnica, con el cabrero zamorano que modeló Julio Antonio, el malogrado escultor genial. Si le preguntáis su edad, os dirá, después de hacer cálculos y conjeturas, que cuenta «cuatro duros y tres reales», entendiendo él por real de vellón un año. Y he aquí la totalidad de sus conocimientos matemáticos.
   Nunca montó en ferrocarril, ni visitó un cinema, ni desplegó entre sus santas manos encallecidas un diario. Y aún labra la tierra, y sus membrudos, sarmentosos brazos, empuñan con eficacia y efusión una hoz, y, en la calma solemne de agosto, sobre la parva de oro, maneja la recua yegüera o el bieldo, entonando una canción terruñera que oyó en su lejana juventud.
   Es el hombre extremeño jayán y gañanero. Nadie más que él puede encarnar la vieja raza, amiga del sol y enemiga del sarraceno. En los hombres de su cuño están vívidas la integridad, la honradez, el trabajo, el amor. Ellos son los que labran la tierra y la hacen producir el grano bendito que colma las trojes de donde mana el pan nuestro de cada día.
    Son ellos los pilares de la vida. Son ellos los viejos robles de la raza. Son ellos los que llegan a querer con todo el empuje de su corazón a la tierra madre. Y si algún cacho de su querer quedó libre de esta esclavitud amorosa, le dedicaron a una hembra, a unos retoños de su carne, a una vieja y pobre imagen que se venera en la ermita de su pueblo».
(Jayán y gañanero)
          […]
    Sobre todo en primavera, el retamal era un encanto. Brotaban sus flores, de un amarillo naranjado, que exhalaban su denso olor, embriagándolo. Verde olor de verdura. Dilatado verde olor de amargura. El amargo de sus zahumas, de sus vástigas , de sus raíces -rectas, finas- barreneras de la tierra. Y cuando el sol de fuego caía de la altura, onduladas por la brisa, era una sinfonía rumbosa de paganismo. ¡Las retamas!
    Tenue y brincante rumor de esquilas y algún silbato o tonadilla pastoril. Rumoreo de abejas en torno a su azahar, y un poco más lejos, al filo del boscaje de retamas, las yuntas, con sus gañanes, dibujando en la arcilla sangrante las filigranas de sus alicatados. Las ringleras de los habales con flor blanca y azul. Las tiernas líneas de las garbanceras. El chicharral, ya revuelta su espesa cabellera de verde limón, con sus floridos puntitos blancuzcos y amoratados. La extensa sábana del trigal madurando. Al lado, la barbechera, donde la punta del arado va trazando las rayas de la vida.
    Algún disparo de cazador furtivo, y, en la lejanía, el barreno sordo de la cantera del calero. Cantatas de gañanía. El duro y corto paso del borrico, senda delante, sobre su lomo el pastor o el buhonero. El monólogo jacarandoso del perdigón. Campo y calma. El dorado y cumplido sueño de unas vidas tranquilas, limitadas y acordes. El refugio de quien quiso separarse del ruido mundanal y afincarse y ahincarse entre este monte de retamas sobre las que columbran copas de encinas milenarias.
(Las retamas)
[…]
    Un pueblo extremeño: la terrosa iglesia con su desmochado torreón, rodeada de unas casas de adobes, con unos tejados verdirrojos. Caminos polvorientos en estío y encharcados en la invernada. Monotonía, fanatismo y lujuria. Un casinillo, donde los ricachos parlan de barraganas y escopetas y se juegan los dineros heredados. En cada barriada, varias tabernas. El maestro de escuela sale de caza. Las jóvenes distinguidas confiesan semanalmente y estiman impúdico bañarse. Reacción, caciquismo e intolerancia. Los chicuelos, sucios y desarrapados, vagan por los ejidos, matando pájaros y desgajando los escasos árboles. Un abogadillo, desde el Juzgado municipal, administra justicia conforme a sus pasioncejas y ruindades. En una sórdida rinconada, un prostíbulo, donde los mozos rijosos pescan las enfermedades repugnantes y comienzan a odiar el trabajo. Todos los años mueren varias personas de paludismo y viruela. Emigración, infanticidios y hambre. Mendigos y truhanes toman el sol del invierno en el pórtico de la parroquia. Por las calles, sin acerado y desempedradas, husmean los canes y gruñen los cerdos. Odios y envidias seculares entre las familias abolengas. En un centro obrero se reniega de Dios y se habla del reparto de tierras. Hipocresía y estatismo. De vez en vez un crimen feroz y espeluznante.
   Y por encima de todo este fango social, la fecundidad de las entrañas arcillosas del contorno, unos paisajes fuertes, recios, magníficos, y un sentimiento hondo del bien en los corazones de los castúos afanantes del terruño.
(Marco)

FUENTES

  • Biblioteca Virtual Extremeña
  • Viola, M.S. Medio siglo de Literatura en Extremadura: 1900-1950. Badajoz, DPDB, 1994

Monumentos artísticos de Extremadura

En 1986 apareció, editada por la Editora Regional de Extremadura, la obra titulada Monumentos artísticos de Extremadura, que supuso una contribución más al proceso de recuperación y conocimiento de los elementos de la identidad cultural extremeña.

El proyecto surgió de las manos y el estudio de profesores e investigadores extremeños, dirigidos por Salvador Andrés Ordax, y tuvo una excelente acogida por parte de los amantes y estudiosos del Patrimonio de Extremadura. Posteriormente, la obra ha sido revisada y reeditada en sucesivas ocasiones.

La última publicación renovada, de 2006, consta de dos volúmenes, con gran profusión de fotografías a todo color. Contiene, agrupados por cada localidad, los monumentos más importantes de la región extremeña.

Como señala el director de la obra en la Introducción de la misma, se pretende que la citada publicación «contribuya a un mejor conocimiento y divulgación del la riqueza monumental de Extremadura, cada vez mejor conocida y apreciada, y sirva de referencia para posteriores desarrollos y aplicaciones.»

FERIA EN “MONUMENTOS ARTÍSTICOS DE EXTREMADURA”.

En el Tomo I de la obra, bajo la entrada de Feria, encontramos la siguiente información referente a la villa de Feria:

Feria

Conjunto histórico-arqueológico

Emplazada en la estribación más oriental de la Sierra de San Andrés, de espalda a los espacios fragosos que se inician tras de ella en dirección a mediodía y abierta por el norte a la amplia penillanura que se extiende hasta el Guadiana, esta población representa el modelo característico de asentamiento dispuesto sobre una ladera en fuerte pendiente. El núcleo se orienta hace el sureste, con vocación hacia los terrenos llanos y fértiles en que se inicia la Tierra de Barros, y se cobija al amparo de un formidable castillo erigido en lo alto de la cima, desde donde atalaya dominando amplias extensiones de terreno.

Posible castro turdetano según Ortiz de Tovar, es también identificado por algún autor como la Seria de los Celtas, y la Fama Iulia romana, encontrándose en sus proximidades restos que permiten suponerlo como centro habitado en época visigoda. En la etapa de la dominación árabe acogió a pobladores musulmanes que ya dispusieron en ese lugar una fortificación o alcazaba de adobe, como antecedente del posterior castillo cristiano.

El lugar fue reconquistado para los cristianos por el Maestre de la Orden de Santiago D. Pedro González Mengo en 1241, con ocasión de las campañas desencadenadas por Fernando III para el asalto final a Jaén, Córdoba y Sevilla, y en cuyo transcurso se ocuparon extensos territorios en el ámbito sudoriental de la Baja Extremadura, así como numerosas poblaciones y fortalezas en ellos contenidos.

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                                                        Feria. Vista desde el sur

Perteneció este núcleo a la Orden de Santiago como tierra de repoblación en el siglo XIII, pasando posteriormente a la jurisdicción de la ciudad de Badajoz. En 1394, junto con los lugares de La Parra y Zafra, fue donado por Enrique III de Castilla a D. Goméz Suárez de Figueroa para fundar el Señorío de Feria, del que las tres localidades mencionadas constituyen el conjunto originario.

La fortaleza actualmente existente es la erigida por los señores de Feria sobre el anterior recinto árabe entre 1460 y 1513. En la cima del mismo cerro donde se situó el castillo ya existía, con anterioridad a éste, la primitiva ermita de la Candelaria, a cuyo alrededor se nucleó la población originaria durante un período que cabe considerar comprendido, aproximadamente, entre mediados del siglo XIII y mediados del XV. Desde época muy temprana, sin embargo, las construcciones tendieron a descender de este punto; extendiéndose progresivamente hace abajo por la ladera, en dirección al suroeste. La disposición de edificaciones en tal sentido pronto dio lugar a la configuración de nuevos tejidos con unas calles orientadas de suroeste a noreste, siguiendo las curvas de nivel del cerro para mejor adaptarse a la topografía en tanto que las travesías o formaciones transversales secundarias, así como el conjunto de la población en general, descienden sobre la fuerte pendiente. Manteniendo esta vocación en su crecimiento, la población se fue alejando progresivamente del núcleo originario alrededor de la parroquia primitiva, de manera que, en el siglo XV, ésta había quedado aislada en la cima del cerro junto al castillo. Al disminuir su feligresía, quedó reducida a ermita, hasta que, finalmente, concluyó al ser abandonada por completo, lo que significó la destrucción progresiva de su fábrica, de la que, en la actualidad, no quedan más que algunos indicios de viejos cimientos.

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                                                     Feria. Vista desde el castillo

 Ante tal dinámica de crecimiento por parte de la población, se impuso la necesidad de erigir otra parroquia en lugar más cómodo al caserío moderno, eligiéndose como emplazamiento para el nuevo templo el extremo oriental del conjunto últimamente figurado.

En las postrimerías del siglo XV, estaba ya abierto al culto bajo la advocación de San Bartolomé. El dato de la elección de un nuevo patronazgo puede tomarse como indicativo de que, en tal momento, la iglesia de la Candelaria aún se encontraba en uso.

En la actualidad, la parroquia de San Bartolomé aparece en el centro de la población toda vez que, el desarrollo de la misma, tomando al templo como foco de referencia para la expansión del caserío, pronto desbordó aquella con la disposición de nuevas edificaciones, para acabar rodeándola según el proceso habitual en los núcleos de configuración medieval.

Según la tradición local –no existe documentación que lo corrobore–, la nueva parroquia de San Bartolomé se levantó, a su vez, sobre otra vieja ermita existente, posiblemente dedicada ya a esta advocación, fenómeno que resulta frecuente en la zona en la época bajomedieval, como sucede en La Parra, Jerez de los Caballeros, Higuera de Vargas, Fuente del Maestre y otras localidades.

Frente a la plaza formada delante de la iglesia, por el lado de la epístola, se encuentra la Casa del Concejo, edificación con soportales y arcadas de ladrillo, de carácter mudéjar que, junto con las que configuran el flanco sur de aquélla, perimetran un espacio recoleto, de reducidas dimensiones y acusado desnivel, donde se centraliza la vida social de la localidad. Por la zona posterior de la parroquia, tras su ala del lado del evangelio, se respetó un alargado espacio libre, destinado a «terreno» o «coso» en tiempos antiguos, sobre el que posteriormente se organizó una nueva plaza o paseo, alineada perpendicularmente con relación a la parroquia, en un alarde de ingenio y practicismo para su adaptación a las irregularidades del terreno.

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                                              Feria. Vista general desde el castillo

No poca influencia en la tendencia del pueblo a expansionarse descendiendo por la ladera del cerro del Castillo, debe atribuirse a la localización «del Grifo», situada en el ámbito de la casa del Cabildo y la parroquia de San Bartolomé, y que, junto con dos cisternas o aljibes existentes en el castillo, fueron durante cierto tiempo los únicos puntos de suministro de agua para la población.

El núcleo histórico más antiguo de la Feria actual puede considerarse configurado entre los siglos XIV y XV, adoptando la característica estructura en «media luna», según secuencias de edificaciones dispuestas en paralelo respecto de las curvas de nivel, que descienden por la ladera a partir del foco generador de las inmediaciones de la fortaleza situada en la cima.

El diseño de esta parte de la población responde al esquema típico medieval, con calles estrechas, tortuosas, y de acusada pendiente, sobre todo las que atacan el cerro directamente en perpendicular, para unir en línea el castillo con el ámbito de la parroquia. Resultan representativas las que, conservando sus denominaciones tradicionales, aún son conocidas como calles Tagarete, Castillo, Albarracín, de Atrás, Acera, Franco, Pozo, etc., y las callejas Montero, Clemente o Bujero.

A partir de la parroquia, la organización del tejido urbanístico se materializa mediante manzanas de mayores proporciones que, aprovechando las posibilidades de una topografía irregular, como corresponde a un terreno de pronunciadas colinas, confieren a la planta de este núcleo el aspecto de una mano abierta con los cinco dedos extendidos, que se continúan por los caminos a Zafra, Burguillos, Salvatierra, y Fuente del Maestre. Aquélla, en su interior, determina el centro desde el que radialmente se disponen las vías de la localidad, entre las que permanecen espacios abiertos ocupados por grandes corralones, olivares y terrenos de cultivo.

El conjunto, en general, es un prodigio de pragmatismo por la insuperable inteligencia cin que las edificaciones y las calles se adaptan a las irregularidades del asentamiento.

Delante de las viviendas se disponen, para permitir el acceso desde el exterior, elementos configurando escaleras o rampas, conocidos como «Calzadas» o «Barrancos» que, en ocasiones, ocupan grandes extensiones, en tanto que otras veces se multiplican como módulos individuales en la fachada de cada casa. Significativos son los de las calles «Manceñía» y Zafra.

                                                          Feria. Vista desde el sur

Además de las dos plazas situadas sobre ambos flancos de la iglesia parroquial, sólo otras dos, de muy reducidas dimensiones, existen en el pueblo: la llamada «del Pilarito» y la conocida como de la «fuente del Grifo», ampliación de la de la iglesia y articulada con ésta por medio del edificio del Concejo, al dificultar la naturaleza del asentamiento la disposición de espacios diáfanos.

Las casas responden al modelo de edificación popular propio del ámbito rural bajoextremeño. De ordinario son de reducidas proporciones en planta, debido a que la naturaleza del terreno no permite las amplias extensiones habituales en las zonas de llano. Mayoritariamente son de un sólo piso con doblado utilizando bóveda como sistema de cubierta. Las fachadas aparecen encaladas de blanco y a veces ostentan zócalos, aunque resulta más habitual su reducción a una mínima franja en el entronque del muro con el suelo, denominada «cinta». Los remates suelen ser de cornisa en alero vivo con sencillas molduras de terraja.

A finales del siglo XVI la población estaba constituida por unas 275 casas. A mediados del XVII constaba con un número sensiblemente igual. A mediados del XVIII habían aumentado hasta cerca de las 350 y en 1850 sumaban exactamente 456. En el primer tercio de la centuria actual eran 750 y según el censo de 1980 totalizaban en dicha época prácticamente un millar: 964.

A excepción de un amplio edificio con arcos interiores situado en la plaza del Paseo, antiguo Pósito, ningún otro de entidad destacada –ermitas, palacios, casonas– ni elementos morfológicos de significación especial aparecen en la esta localidad, cuyo insuperable encanto y atractivo derivan del conjunto armónico de una arquitectura tradicional muy poco alterada en sus características seculares.

Relatos al atardecer”, varios autores

«Ésta, que es una tierra entrañable, puede no abrir su corazón a quien confunda viajar con sólo pasar. Viajar es otra cosa. Viajar es también estar». Justo Vila

La Consejería de Obras Públicas y Turismo de la Junta de Extremadura publicó en el año 2002, con prólogo de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, este librito, titulado Relatos al atardecer. Se trata de una recopilación de textos de un total de veintitrés escritores extremeños o relacionados con Extremadura. Joaquín Araujo, Ángel Campos, Javier Cercas, Dulce Chacón, María José Flores, Eugenio Fuentes, Pilar Galán, José Luis García Martín, Pablo Guerrero, Hidalgo Bayal, Luis Landero, César Martín Ortiz, Javier Rodríguez Marcos, Julián Rodríguez, Antonio Sáez, Ada Salas, Basilio Sánchez, Irene Sánchez Carrón, Santiago Castelo, Alvaro Valverde, Justo Vila y José Antonio Zambrano nos escriben sobre su tierra o sobre vivencias ligadas a ella.

Todos los textos son inéditos y fueron realizados para la presente edición, salvo Volver a casa, de Javier Cercas, que apareció previamente en el suplemento El País Semanal.

«Ninguna cosa se puede mirar o vivir dos veces, del mismo modo que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Esto es la vida, éstas son las reglas, y acaso la felicidad consiste en atrapar al vuelo los segundos y atesorarlos en la memoria para revivirlos una y otra vez, en una secuencia de instantes ya indestructibles, y que es lo que más en este mundo se parece a la eternidad. Ser viajero es eso: añadir a la fugacidad la permanencia de la mirada, de todo aquello que miramos de una vez para siempre». Luis Landero 

El libro fue publicado con vistas a los visitantes de Extremadura, pero puede resultar también muy interesante para cualquier amante de la lectura.

Como señala Rodríguez Ibarra en el Prólogo del libro: «Esta obra aúna muchos valores de esta tierra, de quienes en ella han vivido, de quienes la tuvieron que abandonar y de quienes en ella conviven ahora, independientemente de su lugar de nacimiento. La secuencia de ideas, imágenes, reflexiones y relatos que se desgranan en las páginas siguientes y que nos adentran en Extremadura están realizados por un grupo de escritores extremeños que han querido ayudarte a descansar y pensar relajadamente en algunos rincones y espacios reales e imaginarios de Extremadura y de su memoria».

Hermosos textos, algunos de ellos, verdaderos poemas en prosa, que desprenden nostalgia y cariño por esta hermosa, entrañable y todavía desconocida tierra. Muy recomendable.

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

Burguillos del Cerro”
Quien ha crecido rodeado de inmensidad y de belleza, sólo puede aspirar a la belleza y a la inmensidad.
    Nada hay tan casual, y al mismo tiempo tan misterioso, como el hecho de nacer o crecer –que en el fondo es lo mismo– en un lugar y no en otro. Pocas cosas tan ciertas como que la memoria de ese territorio casi sagrado, porque es el de la infancia, no nos abandona nunca. Y es que el espacio al que se abrió nuestra mirada –esa primera luz que rozó nuestros ojos– nos constituye y nos posee, porque a través de él aprendimos a contemplar la realidad y el sueño.
María José Flores
  […]

 La vuelta”
    El viajero había vuelto por esa costumbre que se tiene de mirar el pasado. Había vuelto para buscar las eras de su infancia y el pasmo de las vides. De norte a sur, los ocres de los sueños manaban en su rostro dando rubor al día y a su mirada extraña. Había vuelto trayendo entre sus hombros los lutos de los llanos y el peso más oscuro que tienen los silencios.
    El viajero les contaba a sus hijos que el tiempo es una forma de alargar la memoria y que los campos viejos de su pueblo eran de azul rosado. Y nunca confundía el color de la tierra, la cercana decencia del olivo y el brillo de los trigos que mayo campeaba por su frente. No había vencejo en vuelo que escapase a sus ojos, ni paloma que abriese sus alas a las nubes. Sólo la luz distinta de ser niño y el invierno meciéndose en una voz de nadie, la acercaba al destino de una ciudad abierta por la escucha, a una brisa de uvas que septiembre le abría como una caracola y de rostros que hollaban la luz entre las cejas.
    El viajero había sido yuntero de las nubes, mozo de esa labranza que fijan los balcones en las calles cuando el calor ahoga y una muchacha cruza su voz por las aceras. Era el tiempo que duermen las palmeras cansadas, el algo que sostiene su melena de frío y que busca entornar los pasos en la tierra. Fue mirando despacio esas plazas sin dueños, el brocal de las torres, la huerta que manaba desde una noria muda y otra vez esos campos domados de besanas.
    Qué es para el viajero reconocer su historia. Saberse en las veredas donde hablan los árboles, y saberse en las cosas cuando tienen sus lágrimas vencidas. Pero no son de nadie esas calles tan blancas, despiertas a la vida que te presta lo incierto, mientras los campos tejen derredor de su alegría. Hoy es un rasgo más que le persiste, que se abre a las horas donde los huecos dejan una melancolía y el geranio desierta el rubor de los patios. Un rasgo que detienen algún ayer sin nombre para después buscar otras alas del aire.
    El viajero soñaba de aquel lugar su infancia pero no conocía el color del ahora, las afueras buscando los sesmos de sus ojos y la lluvia vertiendo su nueva persistencia. Hoy mantienen los labios otro sabor más nuevo, otras estancias de risas y encima de los juncos, otro espacio al mirar en rostros tan distintos y otra canción más libre que decir a los vientos.
    Se había volcado el mundo más afuera de su mundo, la esperanza se hacía como encima de todo y el mar más confundido se ataba a su cintura con una agua distintas que olvidada el recuerdo.
   Ay, los de la alborada de los gallos, los de los valles crespos por entre las encinas, comarca de la tierra con barros confundidos y un bieldo en su amorío que le extiende como mujer que pare dos albas cada noche.
   El viajero, despacio, buscaba en su desnudo su último viaje. Aún le quedaba tiempo para colgar los pasos del antaño. Sólo una vez prendó su voz lo triste. Era el adiós más corto de su alma.
José Antonio Zambrano
 

“Estampas campesinas extremeñas (ed. 1978)», de Antonio Reyes Huertas

                                                    ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!

En el año 1978, la Editora Nacional publicó el libro titulado Estampas campesinas extremeñas, una selección de estampas campesinas del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas, con prólogo de Isabel Montejano y estudio literario de Antonio Basanta.

Reyes Huertas compuso, además de poesías y de novelas, multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y sobre todo estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

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Estampas campesinas extremeñas recoge un total de 25 estampas campesinas publicadas en distintos medios periódicos entre 1936 y 1948.

Según el propio autor, la “estampa” es “actualidad periodística escenificada en los medios campesinos”.

Como señala Antonio Basanta: «En la “estampa campesina” el paisaje deja de ser un mero telón de fondo, para pasar a constituirse como un elemento absolutamente singular, omnipresente, ante el que todo se doblega. El propio autor lo llegó a reconocer, diciendo:

En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción. En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje”…

El campesinado extremeño había sido el depositario de todo un amplio tesoro folklórico, plasmado en coplas, bailes, romances, dichos, leyendas… Su aislamiento le había permitido guardar con pureza unas costumbres que, aquilatadas con el paso de los siglos, hablaban de su verdadera enjundia. Pero en el presente siglo se impone un cambio total de las estructuras sociales. La técnica avanza a pasos agigantados, derribando en su empuje lo que mimosamente había sido conservado generación tras generación. Y el campesino, ante tal envite, se siente desvalido. Reyes Huertas es consciente del problema, y pone su pluma al lado del más débil.»

«¡Cuán lejos de todos los motivos de la ciudad esta tarea sencilla de tomar el sol! ¡Tantas bibliotecas y tantos millares de volúmenes en Madrid y no saber, sin embargo, que esta hierbecilla que parece una estrella verde con pelusa blanca se llama algamula y que a la primavera echa un tallo coronado de flores moradas donde bordonean con su nota de oro las abejas!»

Como ocurre en sus novelas y en sus cuentos, en estas Estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños en las primeras décadas del pasado siglo. En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

En fin… Un buen libro, escrito con una esmerada prosa, y con algunos diálogos campesinos en habla extremeña realmente geniales. Absolutamente recomendable

«Todos los elementos que conforman la «estampa campesina» cobran vida en el lenguaje con que los relatos están expresados. La principal característica de aquél es la continua adecuación al estrato social que en cada momento está presente. Así, en una misma narración, al lado del más pulido castellano que emplea el escritor para transmitirnos los contenidos particulares, encontramos el dialecto extremeño en el que se expresa toda la masa rural».

Antonio Basanta Reyes

SINOPSIS

«Porque Extremadura lo fue todo para él. Y cuando alguien, muchos intelectuales amigos, escritores, le decían que había que dejarse de localismos y escribir más en universal, contestaba: “Si no llego a dar un mensaje universal, será por mí mismo, porque no sabré hacerlo. Pero no porque sitúe los hechos en un pueblo extremeño, en lugar de hacerlo en cualquier lugar de un país extranjero”. Y sí que dio un mensaje universal, precisamente porque lo hizo con una literatura limpia, correcta, elegante, como un reto al desquiciamiento de hoy…

El sabía escribir de muchas cosas, pero terminaba siempre haciéndolo de Extremadura, a la que definió como una tierra fecunda y redentora. Sus estampas campesinas son el mejor testimonio de su amor al pueblo.» Del Prólogo a un hombre de bien. I. Montejano.

«Su afán por mostrar a través de sus obras las peculiaridades de su región natal le vinculan, indefectivamente, al costumbrismo… Toda la extensa obra de Reyes Huertas se halla impregnada de un extremeñismo sincero, pero ninguna de modo tan profundo como aquellas narraciones breves por él denominadas estampas campesinas». Del Estudio literario. A. Basanta

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO     

    Es la mañana clara y pone sombras azulinas y húmedas en la fila de casas donde abre sus puertas la del «señó José». Este, sentado junto a la jamba de granito de la portada, mira pasar a las mozas que vienen del pilar con suscántaros rezumantes, a los madrugadores que traen ya de las viñas uvas, melones e higos y van como derramando en la calle un olor temprano de vendimia, y a las golondrinas, que, siguiendo esa línea de la sombra, trinan y se alborozan a la caza de hormigas voladoras.
    A estas horas el pueblo tiene ese aspecto matinal, casi doméstico, que le dan los vecinos en sus primeras ocupaciones. Se abren las portaladas, se llevan a abrevar al pilón las yuntas y las buenas amas de casa riegan sus tiestos, echan las granzas a los pollos y airean los doblados. Huele así el pueblo a paja nueva, a grano almacenado y a albahacas maceradas a la sombra. Hay paz, rumores mansos, ecos de alguna esquila de las vacas que abrevan en el pilar, y el «señó José» se siente como arrullado en el regazo blando y fresco de la mañana… Le ha llegado también la época de su descanso. 
(Los pollos tomateros)
[…]
    Seguramente que de los tres árboles genuinos de nuestra flora, el olivo, la encina y la higuera, este último es el que más tradición familiar guarda para nuestros recuerdos. No habréis visto un huertecito extremeño sin que tenga plantada una higuera. La encina es árbol patriarcal que sirve de símbolo de la raza; en el olivo recordamos al abuelo o al padre que lo plantó; pero en la higuera adentramos muchas emociones de nuestra propia vida, porque a la sombra de ese árbol se han deslizado los días más alegres de nuestra infancia. ¿Quién de nosotros no se ha subido de niño a la higuera del huerto familiar o a la del vecino a coger los higos maduros? ¡Y qué tentación los higos para los niños! ¿Para los niños sólo? Otra vez los versos de Gabriel y Galán, en que el Lobato tienta a la borrega con la perspectiva de un manjar que a aquella hora –sería la del alba– tendría trasuntos paradisíacos:
 ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!
    Pero hay que saber comer los higos como dice la experiencia de los campesinos: «la higuerá con la vacá»; esto es, a la hora en que mejor pastan las vacas. O al aire del amanecer, cuando todo huele a rocío de madrugada, o al relente tardío de los atardeceres, cuando también se rezuma todo de brisas que empiezan a ser aguanosas.
    Hay que partir entonces los higos con el olor de los crepúsculos y el de las sombras que guardan las hojas, siempre frescas y húmedas, de la higuera. Viéndolos rezumar el néctar, traspasados de aromas, cuajados en miel, con un enjambre posado de bolitas de oro en la blanca pulpa. 
(Higueras extremeñas) 

[…]

    El molinero vino entonces desde una de las piedras:
   –Estamos en confianza, tío Ojitos, y si le parece va usted a echar una mano con nosotros a las migas.
   –Pa mí ya sería repetir, gracias –respondió sonriente el tío Ojitos.
   Cogió cuando dijo eso las tenazas, sacó un tizón de la lumbre y en él encendió una colilla de cigarro, apartándose para chuparla.
    –No crea usted eso de la repetición de las migas –me dijo entonces por lo bajo el molinero–. A lo mejor no ha probao entavía el desgraciao en toa la mañana un cacho de pan.
    Y luego en alta voz al viejo:
    –Bueno, hombre, pero siéntese usté a la lumbre. Esos del porche, como son jóvenes, no tienen frío. Se seguía voy a echar en la tolva la mochila de usté mientras comemos.
    La molinera sabía hacer las migas y parecía deleitarse en su operación: remojándolas bien, picándolas menudamente, volteándolas con habilidad, revolviéndolas con maestría, cuidando de la llama mansa y perenne de la lumbre para darles el punto. De la sartén subía un vaho cálido y apetitoso de buen condumio casero. Luego colocó encima de las migas los pimientos fritos, sacó de la alacena un plato de aceitunas y entregando una cuchara al convidado le instó:
    –Vamos, tío Ojitos, pa luego es tarde.
(Las migas del molino)

FUENTES

  • Basanta Reyes, A. Estudio literario a Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978
  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Montejano Montero, I. Prólogo a un hombre de bien en Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978s. Campanario, FCV, 1997