“Una vez en Europa”, de John Berger

En 1987, el escritor, crítico de arte, pintor y guionista de cine y de televisión John Berger publicaba Una vez en Europa (Once in Europe), el segundo volumen de la trilogía De sus fatigas (Into Their Labours), que se había iniciado con Puerca tierra, en 1987, y que más tarde completaría con Lila y Flag (1990).

A mediados de los años setenta, Berger tomó la decisión de dejar Londres e instalarse en los Alpes franceses, en un pueblecito campesino llamado Quincy, cerca de la frontera suiza. Berger participó del modo de vida de los habitantes del pueblo y llegó incluso a hacerse campesino. Fruto de estas experiencias y del contacto con los vecinos del lugar surgió De sus fatigas, que le llevó un trabajo de quince años. En ella aborda la extinción de la cultura campesina y la emigración de los habitantes del medio rural a las grandes ciudades.

«Otros se fatigaron
 y vosotros os aprovecháis de sus fatigas».
 San Juan 4,39

Una vez en Europa reúne una serie de relatos, de uno de los cuales, el más largo, toma el título la obra. Se trata de cinco historias de amor que tienen como telón de fondo la desaparición de la cultura campesina.

    «Hace años, cuando el ruso Gagarin, el primer hombre que salió al espacio, daba vueltas alrededor de la tierra, los veinte chalets dispersos por la zona de Peniel alojaban, cada verano, ganado, mujeres y hombres. El ganado era tanto, que la hierba no sobraba, y, por común acuerdo, se limitaba el tiempo del pasto. Te levantabas a las tres de la madrugada para ordeñar y llevabas las vacas a pastar en cuanto se hacía de día. A las diez, cuando el sol empezaba a estar alto, las encerrabas de nuevo y aprovechabas para hacer los quesos. A mediodía, en el establo, les ponías hierba segada. Después de comer te echabas una siesta. A las cuatro volvías a ordeñar, y solo entonces sacabas las vacas a pastar por segunda vez y permanecías en los pastos con ellas hasta que ya no se distinguían los árboles, sino solo la mancha del bosque. Volvías a entrar las vacas entonces y, cuando ya se habían acostado sobre su lecho de paja, podías salir fuera y escrutar la noche, en la que la Vía Láctea parecía hecha de gasa, para intentar localizar a Gagarin dando vueltas en su Sputnik. Todo esto era hace veinticinco años. Durante el verano en cuestión —el verano de 1982—, solo dos de los veinte chalets estaban habitados: uno por Marius y el otro por Danielle, y había tanta hierba, que podían dejar pastar a los animales día y noche.»

Con su característico lenguaje lleno de sensibilidad y sencillez, Berger cede el protagonismo a esos hombres y mujeres del mundo rural que se resisten a abandonar sus ancestrales formas de vida.

Otro libro magnifico del escritor inglés, cuya lectura recomiendo.

  «La serie de relatos Una vez en Europa contiene posiblemente la mejor narrativa de John Berger hasta la fecha.» Richard Critchfield, The New York Times

Leer un fragmento del libro

SINOPSIS

Las cinco historias de amor incluidas en Una vez en Europa son un alegato contra la destrucción de la vida rural. John Berger –«un escritor sin rival en la literatura contemporánea en lengua inglesa», según Susan Sontag– refleja en ellas su modo de entender la realidad. Como él mismo reconoce, «tal vez mi aversión por el poder político, sea cual sea su forma, demuestra que soy un mal marxista. Intuitivamente siempre estoy al lado de aquellos que viven dominados por ese poder.» Como antes de Puerca tierra, destaca aquí ese «realismo limpio» de John Berger, obsesionado por la claridad de una expresión que surge ante nosotros como una poderosa llamada de atención sobre el divorcio entre el hombre y la tierra.

   «Las obras de John Berger viven entre los géneros y en un grado de contemporaneidad absoluto. Mezclando la poesía, el ensayo y hasta el periodismo más personal, sus obras son un intento de reflexión trascendente sin perder la historia inmediata pero tampoco la metafísica o cualquier atisbo de pensamiento lírico.» Luis Antonio de Villena, El Cultural de El Mundo

JOHN BERGER

John Berger (Londres, 1926-París, 2017) se formó como pintor en la Central School of Arts. Además de un gran escritor -con G. obtuvo en 1972 el Premio Booker-, ha sido uno de los pensadores más influyentes de los últimos años. Autor de novelas, ensayos, obras de teatro, películas, colaboraciones fotográficas y performances, ninguna manifestación artística ha escapado a su talento. Sus ensayos y artículos revolucionaron la manera de entender las Bellas Artes, y su compromiso con el campesinado europeo en la trilogía De sus fatigas, compuesta por Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag, es ya un modelo de empatía y lucidez. Alfaguara también ha publicado Hacia la boda, Un pintor de hoy, Aquí nos vemos, Fotocopias, King, Un hombre afortunado, De A para X, Con la esperanza entre los dientes, El cuaderno de Bento y su monumental ensayo Fama y soledad de Picasso. En 1962 abandonó su residencia en Inglaterra para instalarse en un pequeño pueblo de los Alpes franceses. Rondó para Beverly es su último libro, escrito tras la muerte de su mujer.

  «Fue el Leonard Cohen de otra clase de rotunda melancolía: la de la tristeza (social, íntima) que provoca el auténtico saber en mitad de la sociedad capitalista de fauces abiertas y hambre incansable… Era un activista, su literatura viene de ahí, del compromiso a la manera de Albert Camus, de la protesta, de la obsesión con el poder y sus lepras.» Diego Medrano, El Comercio

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

El cuero del amor

«Curtidos como postes
por las partidas 
y los fantasmas blancos
de los que se fueron, envueltos en lonas 
hablamos de la pasión. 
Nuestra pasión es la sal 
en la que se cuelgan los pellejos
para hacer de una bisagra de piel
el cuero del amor.»
[…]
El acordeonista
     «Cuando terminó de descargar el remolque, era la hora de ordeñar. Salió a la lluvia. Podía sentir cómo le refrescaba la sangre. Le corría por la espalda y le entraba por los pantalones. Se puso una camiseta y una camisa de cuadros, se echó la gorra azul sobre el cabello mojado, encendió el motor de la ordeñadora y entró en el establo. Dejó la puerta abierta, porque había poca luz dentro, y todavía le escocían los ojos por el polvo del heno.
    Terminado el ordeño, entró en la cocina. Había cerrado los postigos, como Albertine insistía siempre en que se hiciera en verano para mantener fresca la habitación. La luz del atardecer se filtraba entre los listones. Sobre el alféizar de la ventana estaba el ramo de flores que había cogido. Al verlo se paró en seco. Se las quedó mirando como si fueran un fantasma. Una vaca orinó en el establo; en la cocina la quietud y el silencio eran totales.
    Sacó una silla de debajo de la mesa, se sentó y se puso a llorar. Con el llanto, iba inclinando la cabeza hacia delante hasta que tocó con la frente el hule. Es extraño cómo los animales reconocen los sonidos del dolor. El perro se acercó por detrás y, levantándose sobre sus patas traseras, apoyó las delanteras en las paletillas del hombre.
    Lloró por todo lo que no podía volver a suceder. Lloró por su madre haciendo buñuelos de patata. Lloró por ella podando los rosales del jardín. Lloró por su padre gritando. Lloró por el trineo que tenía de niño. Lloró por el triángulo de vello entre las piernas de Suzanne, la maestra. Lloró por el olor de una mujer planchando sábanas. Lloró por el puchero de mermelada borboteando sobre el fogón. Lloró porque no podía dejar la granja ni un solo día. Lloró por la granja, en la que no había niños. Lloró por el sonido de la lluvia cayendo sobre las hojas de rubarbo y por su padre vociferando: ¡escucha eso! Eso es lo que echas de menos cuando te vas durante meses a trabajar fuera, y cuando vuelves en la primavera y oyes ese sonido te dices: ¡gracias a Dios, ya estoy en casa! Lloró por el heno que quedaba por segar todavía. Lloró por los cuarenta y cuatro años que habían pasado y lloró por él mismo.»
    […]
Una vez en Europa
    «Vista desde la altura a la que estoy ahora, la negativa de padre a vender su granja a la fundición parece absurda. Estábamos rodeados. Cada año, el patio de la fundición por el que mi padre se veía obligado a atravesar con las vacas, se hacía más grande y tenía más raíles. Los montones de escoria crecían de año en año, ocultando cada vez de una forma más eficaz la vista de la casa y del jardín desde la carretera y desde los pastos, al otro lado del río, que también pertenecían a la granja. Los propietarios primero duplicaron y luego triplicaron el dinero que estaban dispuestos a pagarle. Su respuesta siempre fue la misma. Mi patrimonio no está en venta. Más tarde intentaron forzarlo por ley. Dijo que dinamitaría las oficinas. Ahora la nieve lo cubre todo.»