“Viejas historias de Castilla la Vieja”, de Miguel Delibes

 Los diecisiete relatos que forman estas Viejas historias de Castilla la Vieja se publicaron por primera vez en 1960, junto con una serie de grabados de Jaume Pla, con el título de Castilla. Posteriormente la editorial Lumen los publicaría, ya con su título definitivo, en 1964.

Víctor García de la Concha nos dice, en el Prólogo del tomo III de las Obras completas, Ediciones Destino, de Miguel Delibes, lo siguiente sobre esta extraordinaria obra del escritor vallisoletano:

«Viejas historias de Castilla la Vieja se sitúa en un espacio intermedio entre el cuento y la novela: el espacio de las memorias particulares. Es el discurso que hace “el Isidoro”, un hombre de pueblo que regresa a él tras cuarenta y ocho años de ausencia en Panamá. A lo largo del discurso van quedando diseminados datos que permiten recomponer su historia hasta ese momento. Hijo de labradores relativamente acomodados, su padre que, aunque rudo, tiene una veta ocasional de pensador y al que, por su costumbre de subir a la meseta del páramo, llaman en el pueblo “Mahoma”, quiere darle estudios y, así, en 1905 lo manda a un colegio de la ciudad para que haga el bachillerato. Profesores y alumnos lo consideran de pueblo –“llevas el pueblo escrito en la cara”, le espeta un profesor–, lo que le hace avergonzarse y tratar de evitarlo. Cuando vuelve al pueblo le gusta, por el contrario, que los compañeros le digan que “va cogiendo andares de señoritingo”. Pero en su relato confiesa que desde chico notaba en el interior “un anhelo exclusivamente contemplativo” y tal vez por eso nunca la interesó el colegio, y despreció la petulancia de los profesores y sus explicaciones. Cuando preguntaban por lo que realmente le importaba –algunos fenómenos geológicos de su pueblo, en concreto– las respuestas le parecían vacías abstracciones: él quería simplemente que le “respondieran en cristiano”. Un día que su padre vino a visitarle, el profesor le desengañó: “De aquí no sacaremos nada; lleva el pueblo escrito en la cara.”

Un día de verano, al cumplir catorce años, el padre lo subió con él al páramo, y a solas, sin testigos, le preguntó si definitivamente quería estudiar o no. La respuesta fue negativa. “Y trabajar en el campo?” Responder de nuevo que no, le costó un buen castigo: ”Me sacudió el polvo en forma y, ya en casa, soltó al Coqui y me tuvo cuarenta y ocho horas amarrado a la cadena del perro sin comer y beber.”

Así que, como dirá después, “en cuanto pude, me largué” del pueblo.»

Sin embargo, el emigrante pronto se da cuenta de que en la gran ciudad no se atan los perros con longanizas. Descubre que ya no le mortificaba ser de pueblo y hasta empieza a añorar las cosas de su humilde aldea.

     «Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.»

Delibes nos presenta en estas Viejas historias de Castilla la Vieja una visión del medio rural castellano que conocía de primera mano, ya que son hechos y situaciones que vivió durante su infancia y adolescencia. Son pequeñas historias llenas de ironía, lirismo y sensibilidad, de las que se desprende una gran amor por unas formas de vida hoy casi desaparecidas y que tan bien conocía el escritor vallisoletano. Los protagonistas de estas historias son personajes sencillos con una fuerte vinculación a la tierra que les vio nacer.

Viejas historias de Castilla la Vieja es un libro magistralmente escrito, con un lenguaje vivo y sencillo, y que contiene hermosas estampas del campo castellano.

Un libro muy recomendable. El propio autor lo ha señalado como unos de sus libros preferidos:

«A lomos del idioma y de los grabados de Pla recogí en cincuenta páginas la Castilla que me gustaba de la mitad del siglo XX, una Castilla estática, que no cambiaba, siquiera los propios castellanos tampoco parecieran desearlo. Simplemente vivían: trabajaban, se enamoraban, celebraban pequeñas fiestas y no aspiraban a más. Tan pronto terminé aquellas historias –en apenas una semana– advertí una cosa: aquel medio centenar de páginas decían más que ningún otro libro mío sobre lo que era Castilla y lo que eran los castellanos. El paisaje árido, sus habitantes, las costumbres, los secretos del campo, las siembras de año y vez… cabían en cuatro líneas y no necesitaban mayor explicación. Entonces concluí que Viejas historias de Castilla la Vieja era mi obra preferida por su limpio perfil de Castilla, y tan sólo cuando nacieron más tarde Los santos inocentes, y El hereje apelé al viejo truco de dividir mis obras en breves, medianas y largas. De las primeras, Viejas historias de Castilla la Vieja era la más representativa; Los santos inocentes lo era de las segundas y, finalmente, lo era El hereje de las novelas largas. Una manera de no dejar nada en el tintero y todos contentos.» 

    Nota del autor en la edición de sus Obras completas, Ediciones Destino, 2007

SINOPSIS

Hay una manera de ser de pueblo como hay una manera de ser de ciudad. En la ciudad las cosas cambian de prisa; los altos edificios, las luces y los automóviles que no cesan, esconden como pueden el apresuramiento atontado de la multidud, los gozos –si los hay– y las penas, si te paras a pensar. Una ciudad pesa tanto que da pavor pensar en ella. El pueblo está ahí, sumiso, apagado, mezclándose cada vez más con el color de la tierra. ¿Que han pasado cuarenta y ocho años y vuelves de las Américas? ¿Y qué? En Castilla no se cuenta por años sino por siglos, y allí estarán esperándote, todo igual, las casas, los árboles, los campos agotados, las gentes envejecidas, el arroyo que pasa entre cañizos y el polvillo de la trilla pegado a los muros.

     «El páramo es una inmensidad desolada y, el día que en el cielo hay nubes, la tierra parece el cielo y el cielo la tierra, tan desamueblado e inhóspito es. Cuando yo era chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni había hitos en él, ni jalones de referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que sólo de mirarle se fatigaban los ojos. Luego, cuando trajeron la luz de Navalejos, se alzaron en él los postes como gigantes escuálidos y, en invierno, los chicos, si no teníamos mejor cosa que hacer, subíamos a romper las jarrillas con los tiragomas.»

La precisión, riqueza y naturalidad de la prosa, un profundo conocimiento del medio humano y del entorno geográfico de los pueblos de la Meseta, la combinación de distanciamiento irónico y simpatía profunda hacia el mundo rural se funden en las prodigiosas estampas contenidas en «Viejas historias de Castilla la Vieja». Un emigrante regresa a su aldea tras una larga ausencia y rememora la vida de un pueblo castellano de principios del siglo XX: por una parte, estancamiento, rutina, superstición, atraso, pobreza; por otra, sensación de arraigo y pertenencia, relaciones comunitarias, contacto inmediato con vínculos primarios.

MIGUEL DELIBES

miguel_delibes2_0Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) se dio a conocer como novelista con La sombra del ciprés es alargada, Premio Nadal 1947. Entre su vasta obra narrativa destacan Mi idolatrado hijo Sisí, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario, Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris o El hereje. Fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura (1955), el Premio de la Crítica (1962), el Premio Nacional de las Letras (1991) y el Premio Cervantes de Literatura (1993). Desde 1973 era miembro de la Real Academia    Española.

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OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     El día que me largué, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro y, al besarlas en la frente, la Clara, que sólo dormía con un ojo y me miraba con el otro, azul, patéticamente inmóvil, rebulló y los muelles chirriaron, como si también quisieran despedirme. A Padre no le dije nada, ni hice por verle, porque me había advertido: «Si te marchas, hazte a la idea de que no me has conocido». Y yo me hice a la idea desde el principio y amén. Y después de toparme con el Aniano, bajo el chopo del Elicio, tomé el camino de Pozal de la Culebra, con el hato al hombro y charlando con el Cosario de cosas insustanciales, porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas y si uno se va, ya volverá; y si uno enferma, ya sanará; y si no sana, que se muera y que le entierren. Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas medran y se reproducen es porque uno les dio su sangre y su calor y nada más.

[…]
     Y de eso —de tesos— no andamos mal en mi pueblo, pues aparte el páramo de Lahoces, tenemos el Cerro Fortuna, el Otero del Cristo, la Lanzadera, el Cueto Pintao y la Mesa de los Muertos. Este de la Mesa de los Muertos también tiene sus particularidades y su leyenda. Pero iba a hablar de las tierras de mi pueblo que se dominan, como desde un mirador, desde el Cerro Fortuna. Bien mirado, la vista desde allí es como el mar, un mar gris y violáceo en invierno, un mar verde en primavera, un mar amarillo en verano y un mar ocre en otoño, pero siempre un mar. Y de ese mar, mal que bien, comíamos todos en mi pueblo. Padre decía a menudo: «Castilla no da un chusco para cada castellano», pero en casa comíamos más de un chusco y yo, la verdad por delante, jamás me pregunté, hasta que no me vi allá, quién quedaría sin chusco en mi pueblo. Y no es que Padre fuese rico, pero ya se sabe que el tuerto es el rey en el país de los ciegos y Padre tenía voto de compromisario por aquello de la contribución. Y, a propósito de tuertos, debo aclarar que las argayas de los trigos de mi pueblo son tan fuertes y aguzadas que a partir de mayo se prohíbe a las criaturas salir al campo por temor a que se cieguen. Y esto no es un capricho, supuesto que el Felisín, el chico del Domiciano, perdió un ojo por esta causa y otro tanto le sucedió a la cabra del tío Bolívar. Fuera de esto, mi pueblo no encerraba más peligros que los comunes, pero el más temido por todos era el cielo. El cielo a veces enrasaba y no aparecía una nube en cuatro meses y, cuando la nube llegaba al fin, traía piedra en su vientre y acostaba las mieses. Otras veces, el cielo traía hielo en mayo, y los cereales, de no soplar el norte con la aurora que arrastrara la friura, se quemaban sin remedio. Otras veces, el agua era excesiva y los campos se anegaban arrastrando las semillas. Otras, era el sol quien calentaba a destiempo, mucho en marzo, poco en mayo, y les espigas encañaban mal y granaban peor. Incluso una vez, el año de los nublados, el trigo se perdió en la era, ya recogido, porque no hubo día sin agua y la cosecha no secó y no se pudo trillar. Total, que en mi pueblo, en tanto el trigo no estuviera triturado, no se fiaban y se pasaban el día mirando al cielo y haciendo cábalas y recordaban la cosecha del noventa y ocho como una buena cosecha y desde entonces era su referencia y decían: «Este año no cosechamos ni el cincuenta por ciento que el noventa y ocho». O bien: «Este año la cosecha viene bien, pero no alcanzará ni con mucho a la del noventa y ocho». O bien: «Con coger dos partes de la del noventa y ocho ya podemos darnos por contentos». En suma, en mi pueblo los hombres miran al cielo más que a la tierra, porque aunque a ésta la mimen, la surquen, la levanten, la peinen, la ariquen y la escarden, en definitiva lo que haya de venir vendrá del cielo. Lo que ocurre es que los hombres de mi pueblo afanan para que un buen orden en los elementos atmosféricos no les coja un día desprevenidos; es decir, por un por si acaso. 
[…]
     Y cuando llegué al pueblo advertí que sólo los hombres habían mudado pero lo esencial permanecía, y si Ponciano era el hijo del Ponciano, y Tadeo el hijo del tío Tadeo, y el Antonio el nieto del Antonio, el arroyo Moradillo continuaba discurriendo por el mismo cauce entre carrizos y espadañas, y en el atajo de la Viuda no eché en falta ni una sola revuelta, y también estaban allí, firmes contra el tiempo, los tres almendros del Ponciano, y los tres almendros del Olimpio, y el chopo del Elicio, y el palomar de la tía Zenona, y el Cerro Fortuna, y el soto de los Encapuchados, y la Pimpollada, y las Piedras Negras, y la Lanzadera por donde bajaban en agosto los perdigones a los rastrojos, y la nogala de la tía Bibiana, y los Enamorados, y la Fuente de la Salud, y el Cerro Pintao, y los Siete Sacramentos, y el Otero del Cristo, y la Cruz de la Sisinia, y el majuelo del tío Saturio, donde encamaba el matacán, y la Mesa de los Muertos. Todo estaba tal y como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales. Y ya en casa, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenían ya el cabello blanco, pero la Clara, que sólo dormía con un ojo, seguía mirándome con el otro, inexpresivo, patéticamente azul. Y al besarlas en la frente se la despertó a la Clara el otro ojo y se cubrió instintivamente el escote con el embozo y me dijo: «¿Quién es usted?». Y yo la sonreí y la dije: «¿Es que no me conoces? El Isidoro». Ella me midió de arriba abajo y, al fin, me dijo: «Estás más viejo». Y yo la dije: «Tú estás más crecida». Y como si nos hubiéremos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reír.