“Lo que a nadie le importa”, de Sergio del Molino

Descubrí a Sergio del Molino a través de su obra La España vacía, un libro extraordinario, mezcla de ensayo, periodismo y crónica de viajes, en el que el escritor y periodista madrileño nos acerca a la realidad de ese enorme territorio casi deshabitado dentro de la Península, al que llama, con gran acierto, la España vacía.

Me pareció un libro magnífico, su lectura me cautivó y por eso me quedé con ganas de leer más cosas de este autor. Me llamó la atención la referencia que hacía a su novela, publicada en 2014, Lo que a nadie le importa y por eso me propuse incluirla en mis futuras lecturas. Decía así: «Nosotros, aunque no hayamos huido de un pueblo, hemos crecido en las calles imaginarias de muchos de ellos. En calles abandonadas y empapadas de lluvias amarillas. Hemos crecido entre palabras que las abuelas trajeron del campo e incrustaron en las paredes del salón () Hay algo en mi generación que llama a los orígenes, que invoca las viejas mitologías y que aspira a recrearlas o a jugar con ellas desde la contemporaneidad. Podrá despreciarse como una moda, pero es difícil prefabricar unas emociones tan íntimas y unos discursos tan volcados hacia el interior. Yo también hice mi propio viaje de vuelta en 2014, en una novela titulada Lo que a nadie le importa, que termina en la aldea menguante donde nació mi abuelo y que es el núcleo de mi propia mitología familiar.»

El libro gira en torno a una frase que le soltó José Molina, el abuelo del autor, a su mujer en el lecho de muerte: «Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos». Esta frase se quedó grabada en la mente del joven Sergio del Molino, que, años más tarde, se propuso indagar en la vida de su abuelo, un hombre extraordinariamente callado, para tratar de averiguar qué había detrás de esas terribles palabras.

     «Cuando parecía que ya había dicho las pocas palabras que quiso decir, a sus ochenta y dos años, con los riñones secos, encamado durante meses y a la espera de una muerte impuntual y desganada, José Molina habló. Él, tan sobrio, alcanzó la gloria literaria en doce palabras justas. Ante sus hijos, nietos y hermana, ante toda la familia que abrazaba en media luna la cama mortuoria, apartó a su mujer y le dijo con una voz que guardaba fríos de otros siglos: Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos. Era una frase extraña, de orden perfecto y arte mayor. Un hexadecasílabo de cantar de gesta, anterior al castellano. De todas las combinaciones posibles de palabras, escogió la más rotunda, como si llevara años ensayándola, probando variantes, buscando el efecto más demoledor. Es la mejor frase que he escrito en un libro. De ti no quiero ni que me cierres los ojos. Después de aquello, sólo cabía morirse con los ojos bien abiertos.

     ¿Cuántas décadas de rencor caben en esas dieciséis sílabas? ¿Cuánta amargura, cebada invierno tras invierno, hace falta para destilarlas? Para libar un licor de esa densidad literaria se necesitan varias novelas rusas. Se requiere un silencio de altísima calidad, hervido durante años, para conseguir esas dieciséis gotas de odio refinadísimo, escanciadas justo antes de morir en la misma cara de la mujer con la que se ha pasado la vida. Yo tenía diecisiete años cuando las escuché, y durante un tiempo creí que sólo yo las había sentido. La familia no les dio gran importancia. Era la aspereza definitiva de un hombre áspero, el golpe final. Pero yo tenía diecisiete años y toda la literatura del mundo. Aunque esas palabras no iban contra mí, en mí se quedaron.»

El resultado es esta novela, magníficamente escrita, en la que el autor de la España vacía reconstruye la vida de su abuelo y de su familia materna, una familia pobre y llena de silencios, y que nos aproxima a la memoria de un país de supervivientes llenos de un silencio culpable y avergonzado, donde las cosas nunca fueron como deberían ser. Absolutamente recomendable.

    «No recreo una época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca. La realidad que las ampara sólo existió mientras fue enunciada y se murió al mismo tiempo que nacía. Estas páginas son ficciones sin registros fósiles.»

LEER UN FRAGMENTO DEL LIBRO

SINOPSIS

«Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos.»

Con esta sentencia disparada contra su mujer, el octogenario José Molina rompe en su lecho de muerte un silencio al que se ha aferrado durante décadas. Esta frase se instala en la mente de su nieto de diecisiete años, que por primera vez intuye que detrás de ese abuelo adusto, seco y bronco se esconde un pasado de cicatrices y miedos. Años más tarde, el nieto adulto intentará encontrar las palabras que nunca se dijeron y descubrir de qué están hechos sus propios silencios.

José Molina creció en los años veinte rodeado de telas y mujeres en un antiguo comercio textil. Su juventud se quebró por la guerra y por una familia hecha de susurros, supersticiones y maldiciones femeninas. Se pasó la vida luchando, primero como recluta del bando nacional y luego como dependiente en una tienda llamada El Corte Inglés, a la que vio transformarse en un imperio, en el Madrid de Celia Gámez. Lejos de ser un héroe, acabó por convertirse en uno de tantos supervivientes.

Sergio del Molino ha escrito una novela íntima y familiar en la que la memoria y el presente se mezclan en una crónica de España, un país lleno de silencios donde nadie dice nunca nada porque parece que todo está ya dicho.

SERGIO DEL MOLINO

Sergio del Molino (Madrid, 1979) es escritor y periodista. Premio Ojo Crítico y Tigre Juan, entre otros, por La hora violeta (2013), es autor también de las novelas Lo que a nadie le importa (2014) y No habrá más enemigo (2012). Su ensayo La España vacía (2016) se convirtió en un fenómeno editorial y abrió un debate social, cultural y político inédito en España. Además, recibió el Premio de los Libreros de Madrid al Mejor Ensayo y el Premio Cálamo al Libro del Año, y fue reconocido como uno de los diez mejores libros de 2016 en España por la inmensa mayoría de la prensa. Su última novela es La mirada de los peces (2017). En 2013, El Cultural de El Mundo le escogió como uno de los narradores españoles menores de cuarenta años más relevantes. Colabora en diversos medios de comunicación, como El País, Cadena Ser, Onda Cero, Mercurio o Eñe.

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

     «Molina trabajaba. Militarmente, pero sólo trabajaba, sin proyecto ni estrategia. Mantener su puesto, hacerlo todo más o menos bien, no destacar. La vida del soldado que se contenta con llegar vivo al anochecer. Se paseaba entre las perchas como se paseó entre los presos del campo manchego. Vigilaba las camisas y los pantalones con la misma abulia diligente con que vigiló a los prisioneros de guerra republicanos. Se dejó llevar. Su vida consistía en afeitarse cada mañana con brocha y espuma Lea, escuchar con su oído todavía útil el rac-rac de cigarras roncas que levantaba la cuchilla sobre su cara y acostarse por la noche sin rozar el tacto de muñeca de porcelana de su mujer.
     A los cuarenta años, en su pisito al fondo de las cuestas de Embajadores, con una mujer a la que llamaba Chati, un hija que no era hija perdida en Venezuela, una niña muerta a los pocos días de nacer y dos hijos sanos, José Molina estaba en paz con la vida. Había vivido las aventuras que no había querido vivir y se había enamorado de quien no se había querido enamorar. Si sus hijos no robaban ninguna camisa, mantendría su puesto y su sueldo hasta que venciera el plan de pensiones. No necesitaba más. Ya estaba bien. Era demasiado para un zagal del Gancho. Madrid ya no tenía cascotes, Celia Gámez envejecía en el olvido, el Retiro estaba al final de la Cuesta de Moyano y el Atleti, con Madinabeytia en la portería, iba tirando y ganaba ligas y copas con cierta frecuencia, aunque las perdía con una frecuencia mayor. La vida era todo lo que cabía en el espejo del baño. Sólo tenía que vigilarlo para que nadie lo rompiera.»
      […]
     «Ya no tenía quince años. Ya no era pobre ni tenía Francia. Nunca la tuve. Como la hija del héroe de la Nueve, jamás sería francés. Me sabía figurita de un lar áspero y seco hecho de fondos de cuestas y de pueblos hundidos en sus propios cerros. Mi abuelo llevaba mucho tiempo muerto y hacía años que yo había abandonado a mi abuela en el pisito, pero mi huida no había llegado a ningún sitio. Venía de un lugar donde las cosas nunca eran como tenían que ser , donde los viejos no se morían como había que morir y los hijos no querían a sus padres como había que quererlos.
Venía de una imperfección sublime, de mucho viento y pocas lluvias, y sabía que jamás habitaría un mundo como el de aquel río y aquellas casas de tejas de girlache. Pero era tan hermosos verlo pasar dese la ventanilla, mientras Cris, silenciosa y plácida, me rozaba la pierna al cambiar de marcha, nostálgica de un país que nunca fue.»