“Estampas campesinas extremeñas (ed. 1978)», de Antonio Reyes Huertas

                                                    ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!

En el año 1978, la Editora Nacional publicó el libro titulado Estampas campesinas extremeñas, una selección de estampas campesinas del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas, con prólogo de Isabel Montejano y estudio literario de Antonio Basanta.

Reyes Huertas compuso, además de poesías y de novelas, multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y sobre todo estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

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Estampas campesinas extremeñas recoge un total de 25 estampas campesinas publicadas en distintos medios periódicos entre 1936 y 1948.

Según el propio autor, la “estampa” es “actualidad periodística escenificada en los medios campesinos”.

Como señala Antonio Basanta: «En la “estampa campesina” el paisaje deja de ser un mero telón de fondo, para pasar a constituirse como un elemento absolutamente singular, omnipresente, ante el que todo se doblega. El propio autor lo llegó a reconocer, diciendo:

En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción. En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje”…

El campesinado extremeño había sido el depositario de todo un amplio tesoro folklórico, plasmado en coplas, bailes, romances, dichos, leyendas… Su aislamiento le había permitido guardar con pureza unas costumbres que, aquilatadas con el paso de los siglos, hablaban de su verdadera enjundia. Pero en el presente siglo se impone un cambio total de las estructuras sociales. La técnica avanza a pasos agigantados, derribando en su empuje lo que mimosamente había sido conservado generación tras generación. Y el campesino, ante tal envite, se siente desvalido. Reyes Huertas es consciente del problema, y pone su pluma al lado del más débil.»

«¡Cuán lejos de todos los motivos de la ciudad esta tarea sencilla de tomar el sol! ¡Tantas bibliotecas y tantos millares de volúmenes en Madrid y no saber, sin embargo, que esta hierbecilla que parece una estrella verde con pelusa blanca se llama algamula y que a la primavera echa un tallo coronado de flores moradas donde bordonean con su nota de oro las abejas!»

Como ocurre en sus novelas y en sus cuentos, en estas Estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños en las primeras décadas del pasado siglo. En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

En fin… Un buen libro, escrito con una esmerada prosa, y con algunos diálogos campesinos en habla extremeña realmente geniales. Absolutamente recomendable

«Todos los elementos que conforman la «estampa campesina» cobran vida en el lenguaje con que los relatos están expresados. La principal característica de aquél es la continua adecuación al estrato social que en cada momento está presente. Así, en una misma narración, al lado del más pulido castellano que emplea el escritor para transmitirnos los contenidos particulares, encontramos el dialecto extremeño en el que se expresa toda la masa rural».

Antonio Basanta Reyes

SINOPSIS

«Porque Extremadura lo fue todo para él. Y cuando alguien, muchos intelectuales amigos, escritores, le decían que había que dejarse de localismos y escribir más en universal, contestaba: “Si no llego a dar un mensaje universal, será por mí mismo, porque no sabré hacerlo. Pero no porque sitúe los hechos en un pueblo extremeño, en lugar de hacerlo en cualquier lugar de un país extranjero”. Y sí que dio un mensaje universal, precisamente porque lo hizo con una literatura limpia, correcta, elegante, como un reto al desquiciamiento de hoy…

El sabía escribir de muchas cosas, pero terminaba siempre haciéndolo de Extremadura, a la que definió como una tierra fecunda y redentora. Sus estampas campesinas son el mejor testimonio de su amor al pueblo.» Del Prólogo a un hombre de bien. I. Montejano.

«Su afán por mostrar a través de sus obras las peculiaridades de su región natal le vinculan, indefectivamente, al costumbrismo… Toda la extensa obra de Reyes Huertas se halla impregnada de un extremeñismo sincero, pero ninguna de modo tan profundo como aquellas narraciones breves por él denominadas estampas campesinas». Del Estudio literario. A. Basanta

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO     

    Es la mañana clara y pone sombras azulinas y húmedas en la fila de casas donde abre sus puertas la del «señó José». Este, sentado junto a la jamba de granito de la portada, mira pasar a las mozas que vienen del pilar con suscántaros rezumantes, a los madrugadores que traen ya de las viñas uvas, melones e higos y van como derramando en la calle un olor temprano de vendimia, y a las golondrinas, que, siguiendo esa línea de la sombra, trinan y se alborozan a la caza de hormigas voladoras.
    A estas horas el pueblo tiene ese aspecto matinal, casi doméstico, que le dan los vecinos en sus primeras ocupaciones. Se abren las portaladas, se llevan a abrevar al pilón las yuntas y las buenas amas de casa riegan sus tiestos, echan las granzas a los pollos y airean los doblados. Huele así el pueblo a paja nueva, a grano almacenado y a albahacas maceradas a la sombra. Hay paz, rumores mansos, ecos de alguna esquila de las vacas que abrevan en el pilar, y el «señó José» se siente como arrullado en el regazo blando y fresco de la mañana… Le ha llegado también la época de su descanso. 
(Los pollos tomateros)
[…]
    Seguramente que de los tres árboles genuinos de nuestra flora, el olivo, la encina y la higuera, este último es el que más tradición familiar guarda para nuestros recuerdos. No habréis visto un huertecito extremeño sin que tenga plantada una higuera. La encina es árbol patriarcal que sirve de símbolo de la raza; en el olivo recordamos al abuelo o al padre que lo plantó; pero en la higuera adentramos muchas emociones de nuestra propia vida, porque a la sombra de ese árbol se han deslizado los días más alegres de nuestra infancia. ¿Quién de nosotros no se ha subido de niño a la higuera del huerto familiar o a la del vecino a coger los higos maduros? ¡Y qué tentación los higos para los niños! ¿Para los niños sólo? Otra vez los versos de Gabriel y Galán, en que el Lobato tienta a la borrega con la perspectiva de un manjar que a aquella hora –sería la del alba– tendría trasuntos paradisíacos:
 ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!
    Pero hay que saber comer los higos como dice la experiencia de los campesinos: «la higuerá con la vacá»; esto es, a la hora en que mejor pastan las vacas. O al aire del amanecer, cuando todo huele a rocío de madrugada, o al relente tardío de los atardeceres, cuando también se rezuma todo de brisas que empiezan a ser aguanosas.
    Hay que partir entonces los higos con el olor de los crepúsculos y el de las sombras que guardan las hojas, siempre frescas y húmedas, de la higuera. Viéndolos rezumar el néctar, traspasados de aromas, cuajados en miel, con un enjambre posado de bolitas de oro en la blanca pulpa. 
(Higueras extremeñas) 

[…]

    El molinero vino entonces desde una de las piedras:
   –Estamos en confianza, tío Ojitos, y si le parece va usted a echar una mano con nosotros a las migas.
   –Pa mí ya sería repetir, gracias –respondió sonriente el tío Ojitos.
   Cogió cuando dijo eso las tenazas, sacó un tizón de la lumbre y en él encendió una colilla de cigarro, apartándose para chuparla.
    –No crea usted eso de la repetición de las migas –me dijo entonces por lo bajo el molinero–. A lo mejor no ha probao entavía el desgraciao en toa la mañana un cacho de pan.
    Y luego en alta voz al viejo:
    –Bueno, hombre, pero siéntese usté a la lumbre. Esos del porche, como son jóvenes, no tienen frío. Se seguía voy a echar en la tolva la mochila de usté mientras comemos.
    La molinera sabía hacer las migas y parecía deleitarse en su operación: remojándolas bien, picándolas menudamente, volteándolas con habilidad, revolviéndolas con maestría, cuidando de la llama mansa y perenne de la lumbre para darles el punto. De la sartén subía un vaho cálido y apetitoso de buen condumio casero. Luego colocó encima de las migas los pimientos fritos, sacó de la alacena un plato de aceitunas y entregando una cuchara al convidado le instó:
    –Vamos, tío Ojitos, pa luego es tarde.
(Las migas del molino)

FUENTES

  • Basanta Reyes, A. Estudio literario a Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978
  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Montejano Montero, I. Prólogo a un hombre de bien en Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978s. Campanario, FCV, 1997

 

 

“Estampas campesinas extremeñas (ed. 1997)», de Antonio Reyes Huertas

   «Bendiga Dios aquel día
  en que yo te conocí,
 y aquella tarde en que a dambos
 nos oyó el cura que sí.»

En el año 1997, el Fondo Cultural Valeria de Campanario publicó el libro titulado Estampas campesinas extremeñas, una selección de estampas del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas, con estudio introductorio de Inés Isidoro Rebolledo.

Reyes Huertas compuso, además de poesías y de novelas, multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y sobre todo estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

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Estampas campesinas extremeñas recoge una selección de 45 estampas campesinas, escritas con cuidada prosa, que aparecieron publicadas en distintos periódicos durante el periodo 1927-1936.

Según el propio autor, la “estampa” es “actualidad periodística escenificada en los medios campesinos”.

Como escribe Inés Isidoro Rebolledo en el estudio introductorio del libro, «el hecho de que sean “periodísticas” implica necesariamente su brevedad y ha influido decisivamente en la dispersión de las Estampas.

Al definirlas como “escenificadas”, no se aparta en un punto de la verdad, ya que su utilización de los diálogos dentro de las Estampas Campesinas crea el equivalente a pequeñas escenas teatrales, que añaden una vivacidad y fluidez al relato que recuerdan en ocasiones a los mejores sainetes de la época.

Pero es el hecho de que se desarrollen “en los medios campesinos” y más aún, en los medios campesinos extremeños lo que les confiere la unidad y les da carácter regionalista, entrañable, folklórico en el mejor sentido de la palabra.

La ambientación extremeña nos la da, no sólo por sus descripciones paisajísticas o por los problemas que expone, sino, sobre todo, por su utilización del lenguaje, el cual se mueve entre dos polos. La lengua culta del narrador, con una admirable precisión y riqueza de palabra, entre las que no faltan los vocablos específicos extremeños, y el habla ruda y simple de los diálogos campesinos, con palabras y construcciones lingüísticas rústicas, tomadas de las que oía en los pueblos (Campanario, Quintana de la Serena, Magacela, etc.)

Los relatos de costumbres son pormenorizados y nos detallan unas labores campesinas que ya han caído en desuso, unas canciones y bailes que van desapareciendo, y en general un acervo folklórico que él conocía muy bien y en el que se siente cómodo.»

    «De perdíos al río. Y ya que a usté no le convendrá nunca mi trato amos a ver si me conviene a mí el suyo. Le compro ese peazo de la linda por lo que sea razón. Y cuente usté que el suyo no es como éste. No han de arar en el suyo las yuntas como ararán mañana en este miajón. Se jundirá aquí la reja hasta los orejones y saldrá a cá lao una tierra manteosa que paecerá la han untao de la jugue. Con ese olor que antes les decía a ustés: un olor de condumio sabroso que es talmente el olor de la merienda. No se rían ustés: ustés no saben lo que es merendar a la sementera, al borde del barbecho recién labrao con la blandura de las primeras aguas. La vianda sabe mejor y cuasi no se sabe distinguir si lo que come uno se ha empapao del olorcillo del labrantío, o es el labrantío el que se ha empapao de olorcillo de la fiambrera. Lo dicho; le compro a usté su peazo si me lo vende.»

Como ocurre en sus novelas y en sus cuentos, en estas narraciones recogidas en Estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños en las primeras décadas del pasado siglo. En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

«Los diálogos constituyen un factor esencial para crear el ambiente de las Estampas. Crean mini-escenas teatrales llenas de colorido y, a veces, de acción y violencia soterradas. A su vez, éste recurso literario engloba otro, la utilización del lengua popular. Antonio nos hace escuchar frecuentemente a los campesinos para que oigamos sus refranes, sus canciones, su “pronunciación” típicamente extremeña.»

Inés Isidoro Rebolledo

SINOPSIS

El Fondo Cultural Valeria de Campanario quiere con la edición de este libro sacar del olvido a Antonio Reyes Huertas, poeta, novelista, autor de Estampas, etc, ya que sus publicaciones son escasas a pesar de la demanda de sus obras en el mercado literario.

Con esta selección de Estampas campesinas extremeñas se pretende mostrar al fiel público del autor de Campanario la faceta más fecunda de su obra literaria, que mejor le representa, y que supone el fiel retrato de un costumbrismo auténtico como exaltación de su tierra, de su raza, de sus costumbres y de nuestros valores regionales.

De esta manera, se va a remediar una injusticia histórica y se va a permitir al lector recuperar la memoria colectiva de una Extremadura que ya ha desaparecido en buena parte.

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

      Y es ya una voz que sale de entre los segadores. Un detalle de arte de la siega. Porque esta operación requiere las prácticas de un verdadero arte. Ni todos los campesinos saben segar, ni es fácil la improvisación en el aprendizaje. Arte en la manera de manejar la hoz y que sería peligrosa sin la ciencia de una buena postura; arte en la costumbre de saber calcular el pan; arte en la habilidad de echar las llaves a la manada con una sola mano; arte en la soltura de hacer con siete manadas iguales el rampojo, y arte, por fin en el modo de llevar el corte entre el manigero y “la burra”, la derecha y la izquierda de los segadores.

    Ellos lo expresan con una terminología que simplifica otras explicaciones y que entienden perfectamente los campesinos:

    –“Abre corte el manigero y siguen los demás con un rampojo de diferencia. Llega el manigero al final, gira la mano, cantea y entra la burra…

    –¿Entendío? –pregunta entonces Zacarías […]

    –A propósito –dice Zacarías–. “Esta es la siega: poco pienso y mucha brega”, queriendo decir eso que no apetece el cuerpo más que cosas frescas y que se come poco y se súa mucho. “Segaor, ¿cuál es tu presa? El barril en la talega”. “Dijo el agua al vino : tú pa la jacha, yo pa el jocino”.

    Y añade con cierto prurito de conservar su prestigio de refranero:

    –Y tocante a lo que dijo aquel segaor, tengo pa mí, que los refranes que creía se me quejaban en el cuerpo son estos respectivos a la siega: “Buen lampojo llena troje y llena ojo”, “Segaor que te agachas ¿cuál es tu senara?” “Ni grano ni paja, que es faramalla”. “Dijo el trigo a la cebá: Dios te dé mala segá”. Porque, pa que usté comprenda, cuando la siembra está mala es cuando hay que segar bajo, y cuando llueve en la siego de la cebá es que el trigo tiene buen tempero pa la granazón […]

    La siega de las leguminosas, como habas, garbanzos y chícharos, la suelen hacer los “mozancos” y las mujeres. El verdadero segador casi se considera humillado con hacer estas faenas, y corre un refrán que es toda una síntesis de la psicología varonil de estos campesinos: “Segaor de grano gordo, pa yerno de otro”

(La siega)

      […]

    Ahora con las luces de la tarde, se contemplaba la campiña toda redonda en el horizonte. Porque se había hecho el cielo más suave y azul y tenía el aire una serenidad cristalina sin las irisaciones y temblores del mediodía.

    La tierra olía a todas las flores que había abierto y caldeado este sol de abril que iba vistiendo de primavera el recio campo extremeño. Y había una menudita flor gualda, con un cerco morado, ante la cual se detenía siempre Amparo preguntando curiosa y vacilante a su marido:

    –¿Es ésta la flor, Turón?

    Turón, el nombre de camarada de la partida de mozos, erguía entonces el busto encorvado sobre la tierra. Sonreía un poco indulgente y acudía a la vera de la mujer adoptando un aire de importancia para aquel menester.

    –Con unas cosas y con otras no vamos a coger ni tres libras de trufas. ¿Pero todavía no conoces la flor? Fíjate: no se confunde con ninguna: la que tiene ese reondal morao, casi negro, en la campanita amarilla. Busca bien, que por aquí hay trufas. Porque casi siempre te salen criaíllas.

    –¿Qué más da? –sonrió Amparo.

    –Eso digo yo: pero la gente prefiere estas criaíllas negras que llaman trufas a las criaíllas blancas, que no son más que criaíllas. Dicen que las trufas son más finas. Yo nunca distinguí el sabor y mira que he comío criaíllas de tierra desde que me salieron los dientes. Lo que sí tienes que ver es que las trufas están más jondas y son más menúas. Las blancas levantan más bulto y cuasi que se ven a flor de tierra.

    Él mismo, haciendo palanca con el cuchillo, lo hincó en la tierra y sacó a la superficie el fruto oculto.

    –¿Lo ves? Blanca. Las negras casi que hay que tener olfato par dar con ellas. Sigue tú aquí a lo que salga, que allí hay un mancho de trufas.

    Ella le sacudió un poco el sombrero manchado de tierra. En silencio y mirándole suavemente a los ojos. Una forma del amor en una limpia mujer campesina. Y el amor que tiene intuiciones hasta en las almas más rudas suscitó en él el orgullo de saberse atendido por la que hacía una semana era ya su mujer.

    –Bueno, que no estamos en ninguna visita pa ver si va uno bien cepillao. ¿Quiés que tenga el sombrero como si fuamos de boa?

    Y era otra forma del amor en Turón el trabajador. Como lo puede expresar un alma varonil acortezada por la reciedumbre del campo. Parco en mimos y hondo en afectos del corazón. Porque para dar un verdadero sentido al diálogo, encorvado de nuevo sobre la tierra, Turón canturreó una copla que pareció colgarse de los flecos azules de la tarde:

    «Bendiga Dios aquel día

    en que yo te conocí,

    y aquella tarde en que a dambos

    nos oyó el cura que sí».

(Trufas baratas)

FUENTES

  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Isidoro Rebolledo, Inés. Prólogo a Estampas campesinas extremeñas. Campanario, FCV, 1997

 

 

“Cuentos y estampas campesinas extremeñas”, de Antonio Reyes Huertas

«Me lo ha lavado,
me lo ha tendido,
y en el romero verde
ha florecido…»

En el año 2008, la Diputación de Badajoz publicó el libro titulado Cuentos y estampas campesinas extremeñas, una selección de narraciones cortas del autor extremeño Antonio Reyes Huertas, con edición literaria de Manuel Simón Viola.

Además de novelas y de poesías, el escritor de Campanario compuso multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

Cuentos y estampas campesinas extremeñas recoge, en el apartado de cuentos, una serie de narraciones cortas que Reyes Huertas publicó bajo la denominación de cuentos, romances y leyendas. Destacan los cuentos sobre lobos, escritos a partir de las historias que oyó contar a los pastores extremeños.

Además de por su mayor extensión, los cuentos se diferencian de las estampas, según expresa Manuel Simón Viola en la introducción del libro, en que en ellos «existe una progresión dramática que avanza hacia un desenlace, a la vez que el protagonista sufre una transformación perceptible».

El volumen también incluye una cuidada selección de estampas campesinas, su faceta literaria más fructífera, de las que escribió alrededor de unas tres mil. Según el propio autor, la «estampa» es «actualidad periodística escenificada en los medios campesinos». En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

En palabras de Manuel Simón Viola, «las «Estampas campesinas» que Reyes Huertas fue publicando por centenares en diarios y revistas de toda España, son auténticos cuadros de costumbres rurales en que se dibuja un paisaje, un rincón de aldea, un tipo humano peculiares de nuestra región. El hombre de campo –de ahí campesinas”–, mejor que el habitante de ciudad, guarda las más genuinas esencias regionales, lo mejor de la tradición cultural extremeña de la que es profundo conocedor. Al igual que en las novelas, se «pinta» en las Estampas una Extremadura idealizada con un punto de nostalgia por la perdida de las viejas tradiciones ante el avance del progreso».

      «De pronto, el viejo Antón levantó al aire, ufano, uno de los frutos y me lo mostró engreído:

    –El mejor melón de la estrella. Está en su punto. Pruébelo usté y dígame si ha catao en su vida cosa tan rica como esta.

    Diciendo y haciendo, rajó con su navaja el melón. Goteaba un néctar concentrado que inundó como de aromas maduros todo el cuadro del melonar. Y me ofreció en la punta de la navaja un trozo de pulpa blanca como témpano de nieve espolvoreada de azúcar. Decía verdad el viejo Antón, porque esta pulpa fulgente, llena de zumo, dijérase que era un licor de miel que adentraba el sabor de la madrugada.»

Como ocurre en sus novelas, en estas narraciones recogidas en Cuentos y estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños de las primeras décadas del pasado siglo. También, en algunos de estos textos, Reyes Huertas introduce la variante del extremeño utilizada por el pueblo llano en sus conversaciones.

Estamos ante un buen libro, escrito con una excelente prosa, y que hará las delicias del lector. Muy recomendable

SINOPSIS

Como ocurre con sus novelas, los cuentos y estampas de Antonio Reyes Huertas (Campanario, 1887, se sitúan en el territorio del costumbrismo, corriente literaria que se mueve en los niveles superficiales o profundos del folklore, atraída por modos de vida en lo que estos tienen de gregario, persistente y local. Tanto los primeros, que contienen tramas narrativas abocadas hacia un desenlace, como las segundas, en que los personajes se convierten en “tipos” y los espacios en “cuadros”, nos dan la imagen de una Extremadura campesina como un mundo reglado en peligro de desaparición ante el avance del progreso urbano. Junto a la denuncia de los graves problema de este entorno (seres desvalidos víctimas de la crueldad aldeana y del abandono institucional), sobresale la acusada predilección “intrahistórica” del autor por los humildes oficios de supervivencia: vendedores ambulantes, chalanes, molineros, pastores, loberos, segadores, espigadoras.

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

    Refrán de marzo, porque la tarde era toda nubes y aire y el campo no olía más que con ese aroma triste de las ruedas silvestres que habían despuntado las cabras. A veces la ropa tendida ondeaba sonora y húmeda con el ruido de un cuero sacudido. Y hasta el cantar del agua era un rumor sombrío, misterioso y persistente, como una pena del alma.
   Con el cabello alborotado, las ropas mojadas y con los ojos llenos de viento, la moza temblaba restregando, al lavar, los dedos en el batidero de granito. No sonaban compañeros más que los soplidos del viento y los cristales que iba rompiendo la corriente en las piedras, porque la copla humana, caliente y varonil del gañan que araba cerca, parecía insensible a la soledad de la moza y, cuando llegaba, decía sólo nombres y afanes extraños…
   Alguna vez ella levantaba la cabeza y miraba el paso de la yunta y la estampa del gañán. Era éste alto y garrido, y cuando restallaba el látigo y apretaba la mancera, venía un crujir más amplio de la tierra, como si ésta se hiciese blanda y voluntariosa. Pero en los labios del mozo la música no rimó una sola vez el nombre de Teresa, nombre que aquella tarde le pareció a la moza una palabra desabrida que decía sólo pobreza y voluntad.
   Recogió la ropa, ya casi entre dos luces, mientras él, desde lejos, desuncía la yunta y desarmaba el arado. Y ya en el camino, cuando la moza tiritaba bajo su desamparo, el gañán la alcanzó y dijo envolviéndola toda con la sonrisa y la voz:
   –¿Quieres que te lleve la canasta?
Apeose de la mula y él mismo, ante la resistencia de Teresa, alcanzó la canasta y la fue sujetando en la cruz de la mula. Aún sonaba el y cantaban los cebolleros cerca de los charcos con una armonía lejana y melancólica, pero la charla animosa y chancera del galán repetía dulce el nombre de Teresa y ella se imaginó que ya tenía esta palabra un significado lleno de miel y de compañía […]
   Y al despedirse, cuando ya en la entrada del pueblo, el mismo, con un mimo acicalado, volvió a colocar la canasta en la cabeza de Teresa, preguntó sonriente y ufano:
   –¿Conque la derecha esta noche?
   –Bueno…, está bien…
   Montó él de nuevo en la mula y como un piropo sonó calle adelante el cantar galano que no llegó a brotar antes en toda la tarde:
«Me lo ha lavado,
me lo ha tendido,
y en el romero verde
ha florecido…»
   Y Teresa, oyéndolo, completó mentalmente la primera estrofa de aquella música, que decía la dulce curiosidad que tienen las mozas del arroyo claro por saber quién lava el pañuelo de los mozos que cantan.

(La promesa)
       […]

 

   «El tío Joaquín miró atentamente al «Aguilucho» y añadió:
   –Esto contaba en sus tiempos el tío Milaro, que lo oyó contar a su vez a otro mayoral con quien él estuvo. Por eso cuando oigo decir que alguien es hijo de mala madre me acuerdo de este relato de la madre loba. La loba jambrienta, cruel, dañina, de perversos instintos, que nota que le roban al hijo y pa rescatarlo ella misma respeta el hijo ajeno, que es la presa que ha robao… Y por madre se hace generosa y mansa…
   Se interrumpió porque de nuevo sonaban agitadas las campanillas del rebaño y balaban los corderos como desmadrados. El «Aguilucho» se levantó.
   –Estate quieto tú –dijo a Gabrielo–. Voy yo a ver… Seguramente se han corrío toas al poniente y ha caío una estaca con esta ventolera.
   –Es mi turno –reclamó para sí como un deber de hombría Gabrielo.
   Y el tío Joaquín sonrió entonces como un patriarca.
   –Déjalo esta vez… Es el perdón que te pide por lo que dijo. ¿Por qué? ¿Va a ser él menos que una loba? Si una loba se hace güena por madre, ¿qué va a hacer un hijo de madre humana que comprende ya lo que es una madre sino llamar a cualquier hijo hermano y pedirle perdón como sepa? Has estado hecho un hijo, «Aguilucho».
    Y al decir esto pareció llenarse de corazón toda la majada.
(La leyenda de la madre loba)
    […]

 

   Alrededor de los olivos se va amontonando en un ancho cinturón oscuro el fruto desprendido del ordeño. Huele este fruto a ese aceite virgen que no se puede denominar más que con su propia palabra de óleo. Y huelen también jaramagos aguanosos removidos con el ir y venir de los aceituneros. Y otras hiervas innominadas, sacudidas por el picoteo del apaño.
   Las manos se engarrotan de frío. Se pega a ellas el barro de los surcos, porque hay que buscar las aceitunas soterradas en los pliegues de la arcilla penetrada de hilillos de agua. Y estos dedos, helados apenas pueden liar los cigarros con que se entretiene y engaña la áspera caricia de la mañana invernal.
   –¡Ah, qué bien nos vendría un ratito en la lumbre!
   –¿Sí? Pues a ello. Cinco minutos para secar las manos al fuego hasta que se pueda con ellas hacer cómodamente «el huevo».
   Los aceituneros se miran unos a otros como dudando de esta felicidad que parece una tentación. Tan acostumbrados están a que nadie repare en ellos, que el bien de la compasión les parece hasta inverosímil.
   –Que sí, hombre, que es de verdad. A calentarse un rato. Hasta por egoísmo, si vosotros queréis, porque trabajando a tiritones se adelanta menos que trabajando a gusto. 
(Mañana de diciembre)

FUENTES

  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Viola, M.S. Introducción a Cuentos y estampas campesinas extremeñas. Badajoz, DPDB, 2008
  • Viola, M.S. Medio siglo de Literatura en Extremadura: 1900-1950. Badajoz, DPDB, 1994