Feria ayer. V

Vistas de la calle Albarracín con el castillo al fondo, Feria, 1973

Esta fotografía de la calle Albarracín, en la villa de Feria, debió de ser realizada a comienzo de los años setenta del  pasado siglo.

Albarracín

     «Próximos a los escarpes rocosos, adaptándose al terreno en apretada articulación y caprichosa conjunción de sencillos volúmenes, con amplio dominio visual sobre la llanura se encuentra el Albarracín. Ocupa el extremo norte del conjunto urbano y lo limita el camino del Venero que transcurre por la ladera de la sierra. No es preciso advertir la clara procedencia arábiga de este término, que se une a otros topónimos como prueba del rastro de lo mudéjar y morisco por este lugar, pero que a la hora de buscar el sentido de su aplicación resulta de difícil interpretación. Sea por derivación del árabe al-barrán, que hace referencia al espacio exterior, que está fuera del poblado, es decir, parte del conjunto que está extrarradio del núcleo urbano, donde vivía el que no tenía vecindad; o aplicado como lugar, donde se cría y abunda el albarraz, hierba piojera, según el Diccionario de Autoridades, llamada así por el efecto que causa y es usada a tal fin, es lo cierto que fue aplicada para denominar todo el paraje en el que se desarrolló el tejido formado por las actuales calles de Ana Ponce de León, Albarracín y su travesía, que va a unirse al callejón del Venero. En tal sentido, como lugar o paraje amplio, fue utilizado este nombre antiguamente…»

Fragmento de La villa de Feria, T. II, página 28, de José Muñoz Gil

“Estampas campesinas extremeñas (ed. 1978)», de Antonio Reyes Huertas

                                                    ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!

En el año 1978, la Editora Nacional publicó el libro titulado Estampas campesinas extremeñas, una selección de estampas campesinas del escritor extremeño Antonio Reyes Huertas, con prólogo de Isabel Montejano y estudio literario de Antonio Basanta.

Reyes Huertas compuso, además de poesías y de novelas, multitud de narraciones cortas: cuentos, leyendas y sobre todo estampas campesinas, que fue publicando en diferentes revistas y periódicos de la época. En opinión de numerosos críticos, es en este tipo de composiciones breves donde Reyes Huertas consigue sus mejores logros como escritor.

22780487993

Estampas campesinas extremeñas recoge un total de 25 estampas campesinas publicadas en distintos medios periódicos entre 1936 y 1948.

Según el propio autor, la “estampa” es “actualidad periodística escenificada en los medios campesinos”.

Como señala Antonio Basanta: «En la “estampa campesina” el paisaje deja de ser un mero telón de fondo, para pasar a constituirse como un elemento absolutamente singular, omnipresente, ante el que todo se doblega. El propio autor lo llegó a reconocer, diciendo:

En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción. En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje”…

El campesinado extremeño había sido el depositario de todo un amplio tesoro folklórico, plasmado en coplas, bailes, romances, dichos, leyendas… Su aislamiento le había permitido guardar con pureza unas costumbres que, aquilatadas con el paso de los siglos, hablaban de su verdadera enjundia. Pero en el presente siglo se impone un cambio total de las estructuras sociales. La técnica avanza a pasos agigantados, derribando en su empuje lo que mimosamente había sido conservado generación tras generación. Y el campesino, ante tal envite, se siente desvalido. Reyes Huertas es consciente del problema, y pone su pluma al lado del más débil.»

«¡Cuán lejos de todos los motivos de la ciudad esta tarea sencilla de tomar el sol! ¡Tantas bibliotecas y tantos millares de volúmenes en Madrid y no saber, sin embargo, que esta hierbecilla que parece una estrella verde con pelusa blanca se llama algamula y que a la primavera echa un tallo coronado de flores moradas donde bordonean con su nota de oro las abejas!»

Como ocurre en sus novelas y en sus cuentos, en estas Estampas campesinas extremeñas, el autor de Campanario nos acerca al modo de vida, y a los usos y costumbres de los campesinos extremeños en las primeras décadas del pasado siglo. En ellas cobran vida multitud de personajes del medio rural que conoció Reyes Huertas, principalmente de la comarca extremeña de La Serena.

En fin… Un buen libro, escrito con una esmerada prosa, y con algunos diálogos campesinos en habla extremeña realmente geniales. Absolutamente recomendable

«Todos los elementos que conforman la «estampa campesina» cobran vida en el lenguaje con que los relatos están expresados. La principal característica de aquél es la continua adecuación al estrato social que en cada momento está presente. Así, en una misma narración, al lado del más pulido castellano que emplea el escritor para transmitirnos los contenidos particulares, encontramos el dialecto extremeño en el que se expresa toda la masa rural».

Antonio Basanta Reyes

SINOPSIS

«Porque Extremadura lo fue todo para él. Y cuando alguien, muchos intelectuales amigos, escritores, le decían que había que dejarse de localismos y escribir más en universal, contestaba: “Si no llego a dar un mensaje universal, será por mí mismo, porque no sabré hacerlo. Pero no porque sitúe los hechos en un pueblo extremeño, en lugar de hacerlo en cualquier lugar de un país extranjero”. Y sí que dio un mensaje universal, precisamente porque lo hizo con una literatura limpia, correcta, elegante, como un reto al desquiciamiento de hoy…

El sabía escribir de muchas cosas, pero terminaba siempre haciéndolo de Extremadura, a la que definió como una tierra fecunda y redentora. Sus estampas campesinas son el mejor testimonio de su amor al pueblo.» Del Prólogo a un hombre de bien. I. Montejano.

«Su afán por mostrar a través de sus obras las peculiaridades de su región natal le vinculan, indefectivamente, al costumbrismo… Toda la extensa obra de Reyes Huertas se halla impregnada de un extremeñismo sincero, pero ninguna de modo tan profundo como aquellas narraciones breves por él denominadas estampas campesinas». Del Estudio literario. A. Basanta

ANTONIO REYES HUERTAS

Antonio-Reyes-HuertasPoeta y novelista extremeño. Nace en Campanario el 7 de noviembre de 1887.

Cursa estudios durante nueve años en el Seminario Diocesano de Badajoz (Humanidades, Filosofía y Teología). Al dejar el Centro, con buen expediente académico, se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, que abandona definitivamente sin alcanzar la licenciatura. Ejerce de educador en el Colegio de Santa Ana, de Mérida; en 1909, con apenas veinte años, funda la revista «Extremadura Cristiana»; en Cáceres dirige la que lleva por título «Acción Social», y en Badajoz que comienza colaborando en el «Noticiero Extremeño», sucede en la dirección a don José López Prudencio. Colabora en «Archivo Extremeño» y dirige la «Biblioteca de Autores Extremeños». En 1916, en Málaga, asume la dirección del periódico «La Defensa», y en 1920 se establece en Campanario, su pueblo de origen, como secretario del Juzgado Municipal. De nuevo en Cáceres, dirige el diario «Extremadura», y durante un año la corresponsalía del periódico HOY de Badajoz en aquella capital. Después de la guerra de 1936 colabora en la Historia de la Cruzada, en La Gaceta del Norte, en La Estafeta Literaria y siempre en el periódico HOY de Badajoz. Muere en su finca «Campos de Ortiga», cercana a Campanario, el 10 de agosto de 1952.
Nos legó Reyes Huertas una abundante producción literaria: a los catorce años había publicado su primer libro, Ratos de ocio (Badajoz, Uceda Hermanos, 1901). Le sigue un segundo que intituló Tristeza (Badajoz, Uceda Hermanos, 1908). En colaboración con el también poeta de Badajoz Manuel Monterrey (1887-1963) produce un nuevo libro, La nostalgia de los dos. Se decide por fin a dar a conocer sus novelas:

Los humildes senderos, Lo que está en el corazón, y una de sus obras maestras: La sangre de la raza (1920), de la que se dijo que es «modelo de inventiva de estilos, de españolismo y estudio exactísimo de las costumbres de la noble y simpática región extremeña» (Bermúdez Plata); por ella comenzó a ser considerado, junto a Felipe Trigo, el padre de la novela regional extremeña. Sigue ya una larga lista de títulos (La ciénaga, Blasón de almas, Aguas de turbión, Fuente Serena, La Colorida, La canción de la aldea, Luces de cristal, La llama colorada, Lo que la arena grabó, Viento en las campanas), que culminan en Mirta, la mejor de su época de madurez y plenitud, que reprodujo en versión dramática de la que siempre estuvo muy satisfecho y orgulloso. Como intermedios fueron apareciendo las Estampas campesinas, con su variopinta galería de personajes (desde el gobernador al zapatero, camarero, hidalgos, yunteros, sacerdotes, pastores, boticarios, alcaides, mochileros, secretarios, curanderos, cantantes, aceituneros, molineros, merchanes, médicos, loberos, taladores, campaneros, guardias, zagales, timadores, vaqueros, mayorales» en relación de Antonio Basante Reyes), nos brindan las mejores radioscopias de los pueblos y aldeas, del campo y la ciudad de Extremadura, en sus esencias y entornos. Con justicia le granjean la fama de cantor de nuestros campos en prosa lírica, con que ha pasado a la posteridad.
Es esa la nota dominante en Reyes Huertas: la de su extremeñismo total, sin que por ello se caiga en el equívoco de que tales valores relativos le sustraigan al mensaje universal que subyace en todas sus obras.

Cuando se publica La sangre de la raza, se topa con un despectivo silencio de los sectores culteranos que repudian entonces los tintes pintorescos de la literatura localista, pero tal silencio se vio compensado con el indiscutible éxito en los ambientes populares; éxito que se ha querido explicar tanto como secuela de la trama sencilla y asequible del relato, como de la encarnación de sus personajes en el terruño por el que tanto amor siente y transfunde el autor, sin soslayar los dictados moralizantes tan del gusto tradicional en las estructuras de ese tiempo. Hay que añadir la importancia lingüística de su léxico: no se olvide que Reyes Huertas tuvo propósitos fallidos de publicar un Vocabulario extremeño; el recurso constante a las tradiciones y el folklore; a la exaltación y exultación por cuanto viene a valorizar y vigorizar el esquema social que tan acertadamente nos presenta y defiende y al que por entero se debe.
De todo resultan esos tipos, con nombres corrientes en cualquier aldea, con gráficos motes, que se presentan como la más exacta encarnación antropológica de sus modelos vivientes. Se pueden estudiar en las narraciones de Reyes Huertas con la misma inmediatez que en la vida real, con la ventaja incluso de los matices que él sabe captar y descubrirnos; más que creaciones suyas personales son calcos de esos tipos simpáticos, a la vez alegres y dolientes, que el autor se topa, cargados con sus propias vidas, haciéndonos sentir en profundidad el calor de sus problemas o la placidez de sus conformidades en base a su recia filosofía cazurra, aprendida en el tajo, al calorcillo del fuego hogareño o en las conversaciones del corro o la tabernilla; con afirmaciones que bien pudieran figurar en las páginas de un florilegio.

Especialmente las Estampas campesinas sobresalen al ofrecernos así sus personajes. Lo decía el mismo Reyes Huertas: «En mis novelas el paisaje está subordinado a la acción En mis estampas campesinas es la acción la que está subordinada al paisaje.» A esos personajes termina entregándose el lector, porque fueron los que encandilaron al autor.

«Más que las almas tenebrosas y sombrías, me placen las vidas sencillas y transparentes» Todo pudo ser, en explicación de López Prudencio, porque «hay entre las altas dotes de novelista de Reyes Huertas una cosa en que nadie le ha superado.
Es el don de arregazar el alma del lector en el ambiente de los pueblos. Leer una novela de Reyes Huertas es pasar unos días -los que dure la acción- en el pueblo donde ésta se desarrolla, compartiendo sus emociones y viendo, con pena, llegado el momento de abandonar el pueblecito». Pudo ser, en definitiva, porque Antonio Reyes Huertas, hombre de bien, caballero cabal, fue extremeño hasta la, médula, sin otra pretensión al escribir que la de verter al papel las querencias de su tierra, con sus luces y sus sombras, sus dolores y gozos, frustraciones y esperanzas.
Dr. Aquilino Camacho Macías, C. de la Real Academia de la Historia, en la revista Alminar

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO     

    Es la mañana clara y pone sombras azulinas y húmedas en la fila de casas donde abre sus puertas la del «señó José». Este, sentado junto a la jamba de granito de la portada, mira pasar a las mozas que vienen del pilar con suscántaros rezumantes, a los madrugadores que traen ya de las viñas uvas, melones e higos y van como derramando en la calle un olor temprano de vendimia, y a las golondrinas, que, siguiendo esa línea de la sombra, trinan y se alborozan a la caza de hormigas voladoras.
    A estas horas el pueblo tiene ese aspecto matinal, casi doméstico, que le dan los vecinos en sus primeras ocupaciones. Se abren las portaladas, se llevan a abrevar al pilón las yuntas y las buenas amas de casa riegan sus tiestos, echan las granzas a los pollos y airean los doblados. Huele así el pueblo a paja nueva, a grano almacenado y a albahacas maceradas a la sombra. Hay paz, rumores mansos, ecos de alguna esquila de las vacas que abrevan en el pilar, y el «señó José» se siente como arrullado en el regazo blando y fresco de la mañana… Le ha llegado también la época de su descanso. 
(Los pollos tomateros)
[…]
    Seguramente que de los tres árboles genuinos de nuestra flora, el olivo, la encina y la higuera, este último es el que más tradición familiar guarda para nuestros recuerdos. No habréis visto un huertecito extremeño sin que tenga plantada una higuera. La encina es árbol patriarcal que sirve de símbolo de la raza; en el olivo recordamos al abuelo o al padre que lo plantó; pero en la higuera adentramos muchas emociones de nuestra propia vida, porque a la sombra de ese árbol se han deslizado los días más alegres de nuestra infancia. ¿Quién de nosotros no se ha subido de niño a la higuera del huerto familiar o a la del vecino a coger los higos maduros? ¡Y qué tentación los higos para los niños! ¿Para los niños sólo? Otra vez los versos de Gabriel y Galán, en que el Lobato tienta a la borrega con la perspectiva de un manjar que a aquella hora –sería la del alba– tendría trasuntos paradisíacos:
 ¡Ven a comer jigos de mi jiguera!
    Pero hay que saber comer los higos como dice la experiencia de los campesinos: «la higuerá con la vacá»; esto es, a la hora en que mejor pastan las vacas. O al aire del amanecer, cuando todo huele a rocío de madrugada, o al relente tardío de los atardeceres, cuando también se rezuma todo de brisas que empiezan a ser aguanosas.
    Hay que partir entonces los higos con el olor de los crepúsculos y el de las sombras que guardan las hojas, siempre frescas y húmedas, de la higuera. Viéndolos rezumar el néctar, traspasados de aromas, cuajados en miel, con un enjambre posado de bolitas de oro en la blanca pulpa. 
(Higueras extremeñas) 

[…]

    El molinero vino entonces desde una de las piedras:
   –Estamos en confianza, tío Ojitos, y si le parece va usted a echar una mano con nosotros a las migas.
   –Pa mí ya sería repetir, gracias –respondió sonriente el tío Ojitos.
   Cogió cuando dijo eso las tenazas, sacó un tizón de la lumbre y en él encendió una colilla de cigarro, apartándose para chuparla.
    –No crea usted eso de la repetición de las migas –me dijo entonces por lo bajo el molinero–. A lo mejor no ha probao entavía el desgraciao en toa la mañana un cacho de pan.
    Y luego en alta voz al viejo:
    –Bueno, hombre, pero siéntese usté a la lumbre. Esos del porche, como son jóvenes, no tienen frío. Se seguía voy a echar en la tolva la mochila de usté mientras comemos.
    La molinera sabía hacer las migas y parecía deleitarse en su operación: remojándolas bien, picándolas menudamente, volteándolas con habilidad, revolviéndolas con maestría, cuidando de la llama mansa y perenne de la lumbre para darles el punto. De la sartén subía un vaho cálido y apetitoso de buen condumio casero. Luego colocó encima de las migas los pimientos fritos, sacó de la alacena un plato de aceitunas y entregando una cuchara al convidado le instó:
    –Vamos, tío Ojitos, pa luego es tarde.
(Las migas del molino)

FUENTES

  • Basanta Reyes, A. Estudio literario a Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978
  • Camacho Macías, A. Antonio Reyes Huertas, en Alminar. Revista de la Institución Pedro de Valencia
  • Montejano Montero, I. Prólogo a un hombre de bien en Estampas campesinas extremeñas. Madrid, Editora Nacional, 1978s. Campanario, FCV, 1997

 

 

“El secreto del agua”, de Tomás Martín Tamayo

«El mundo también se puede contemplar desde aquí. Nos pasamos la vida remando para llegar a la misma orilla de la que partíamos.»

El secreto del agua es la tercera novela del escritor extremeño Tomás Martín Tamayo, publicada en 2016. La trama de la novela nos traslada a un pueblecito de la Extremadura de los años de la posguerra. Allí, Antonio Godoy, un maestro del pueblo, encabeza la protesta contra la construcción de una presa, que acabará inundando la localidad de Encinares, al haberse construido en un lugar distinto al señalado para no anegar las tierras de los terratenientes locales.

    «Hasta los grillos callaron. La detonación estremeció el corazón colectivo de Encinares, y los perros, asustados, ladraron a la madrugada. Un niño con el sueño quebrado lloró, el mochuelo escondió la cabeza y varias palomas levantaron el vuelo, dormidas, sin saber adónde ir ni dónde posarse. En los corrales las bestias resoplaron temerosas y las gallinas comenzaron a picotear el suelo, nerviosas y ciegas. Poco a poco se fueron iluminando las casas. Se oyó el chirriar de algunos cerrojos, se abrieron puertas, ventanas y postigos, llegaron los primeros siseos y un reguero humano se dio cita en la plaza, camino de la única casa que permanecía a obscuras y de la que salía el ladrido lastimero de un perro. Eran las tres y si algo llama más que la campana de la iglesia, es un tiro en la madrugada, cuando los sueños zurcen los costurones del día y los cuerpos se relajan y buscan la placidez en la isla del descanso reparador.

    Todos se dirigieron hacia la casa de Antonio Godoy, el maestro, un cordobés asentado en el pueblo desde hacía más de veinte años.»

00106523263561____1__1200x1200

La novela nos cuenta una historia de ficción, pero se basa en hechos reales. También algunos de los personajes de la misma están inspirados en personas que existieron de verdad.

El autor nació y creció en uno de esos pueblos de la Extremadura rural, y nunca ha perdido el contacto con ese mundo. Conoce bien el terreno que pisa y eso lo agradece el lector. Además, la historia se apoya en un gran trabajo previo de documentación. Martín Tamayo ha señalado que tardó cuatro años en escribir la novela y que en ella «hay mucho desahogo emocional, situaciones y personajes que llevaba dentro y que llamaban para salir. Yo suelo escribir de lo que me indigna y en toda mi producción literaria hay una denuncia de base, aunque la envuelva en el papel de la naturalidad».

Estamos ante una buena novela, bien escrita y bien documentada, y que se lee de un tirón. Muy interesante.

    «El secreto del agua es un texto con mensaje anclado en esta tierra de fronteras, guerras, aventuras increíbles y a un tiempo sendero de caciques y desgracias. En la trastienda de lo que uno lee en el texto de Martín Tamayo, parecen degustarse estampas del disfrute sensual de Reyes Huertas, pero sin caer en el bucólico caldo dulzón cargado de sensualidad del de Campanario. Por otro lado, aunque en un segundo plano, he presentido barruntos de Felipe Trigo y su Jarrapellejos, autor muy bien conocido por TMT del que custodia todos sus libros. Lo cierto es que en esta historia cercana que se nos cuenta, vemos todavía rebufos de aquella sociedad estamental pegada como una lapa al latifundio de la España meridional.

    En ese recorrido, tanto en lo costumbrista como en el de la ingeniería financiera, el autor se ha documentado y ha unido a su información de primera mano cual conocedor de lo popular, su sagacidad para atrapar modelos de vida privilegiados, expuestos aquí con innegable maestría».

Feliciano Correa

SINOPSIS

En la Extremadura de la postguerra, los terratenientes locales lograron que una presa se construyera al margen del proyecto inundando a un pueblo, Pajar de los Encinares. Un maestro exiliado capitaneó la protesta pero, aparentemente, se suicida con lo que la contestación a la presa desaparece.

Treinta años después, un hijo del maestro coge el testigo. Aclarar la muerte de su padre será su objetivo más importante, pero no el único.

Costumbrismos, intrigas, venganzas y asesinatos se dan cita en esta novela, que aporta una visión en pasado/presente del mundo rural con todas sus glorias y miserias.

TOMÁS MARTÍN TAMAYO

Natural de Campillo de Llerena (Badajoz). Maestro y escritor. Fue consejero de Cultura, Educación y Deportes de la Junta de Extremadura. Cofundador del Centro Democrático y Social (CDS) junto a Adolfo Suárez. Diputado autonómico independiente en dos legislaturas.

Tiene catorce libros publicados y una docena de premios literarios, figurando en antologías nacionales e hispanoamericanas. De su antología Cuentos del día a día se han impreso tres ediciones y de El enigma de Poncio Pilatos, se han agotado cinco ediciones, las tres últimas con el sello de la editorial Planeta, distribuido en los países de habla hispana. Colabora en El Mundo, ABC, Público y eldiario.es/Extremadura. Critico literario de El Confidencial. Tiene una columna fija en el diario HOY.

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

    «Encinares murió. Como Antonio, también fue víctima de aquel tiro en la madrugada.
    Con celeridad, las aguas del pantano escalaron hasta el molino del cerrillo, desde el que se divisaba el pueblo. El paisaje cambió, las encinas se retranquearon hasta desaparecer, el río perdió sus orillas y se fundió con unas aguas que lo engulleron. La carretera que cruza la presa llega hasta Los Riscos del Encinar y se bifurca bajando, mansa, hasta morir en la orilla. El pantano cambió su entorno y adquirió un bullicio diferente. Casetas en las orillas, tiendas de campaña, sombrillas, barcas, niños que reían, jóvenes que cruzaban apuestas para sumergirse y emerger a la superficie con algún resto del pueblo… Encinares pasó a ser un recuerdo lejano y sin eco. Los peces desovaban entre las paredes que fueron testigos del palpitar de muchos suspiros y una vida nueva surgió de la muerte del pueblo.
    El tiempo no ajusta sus pasos a nuestros ritmos emocionales y la naturaleza no se para a contemplar los anhelos que se difuminan como el paisaje. La vida fluye y continúa. Donde ayer había jarales, hoy se mecen los juncos, patos y garcillas desplazaron a perdices y sisones, la tortuga al águila culebrera y el agua vistió las piedras asoladas con su musgo verde.» 

    […]
    «Blas montó en el coche, miró la puerta y la fachada del convento y tuvo una sensación muy parecida a la de aquel día que, en la estación de Mérida, se despidió de su padre y de Inés. Su padre con aquel brillo en los ojos e Inés llorando. Ante la puerta del convento, Blas se dio cuenta de que estaba solo y de que en aquel caserón dejaba enterrado el último eslabón de su familia. La sensación de soledad quebró su entereza y lloró. El conductor miró por el retrovisor disimuladamente, arrancó y salió de la plaza. Al pasar por la puerta del Instituto Zurbarán, rememoró sus días de exámenes como alumno libre y a su padre, que lo esperaba en la puerta aún más nervioso que él. Después atravesaban el paseo de San Francisco y subían por la calle del Obispo hasta la plaza de España. En un bar cercano, pedían un bocadillo de calamares…»