“Los desafíos de la memoria”, de Joshua Foer

La mayoría de la gente desperdicia una media de cuarenta días al año por culpa de lo que olvida. Joshua Foer era una de esas personas, hasta que decidió investigar el tema de la memoria. Tras realizar un reportaje sobre los campeonatos de memoria, Foer se entrenó durante un año para la competición de memoria de Estados Unidos, un concurso en el que participan personas con una memoria asombrosa y del que se proclamó ganador en 2006. En 2011 publicó este libro, titulado Los desafíos de la memoria (Moonwalking with Einstein).

En palabras del propio autor, «Este libro versa sobre el año que pasé intentando ejercitar mi memoria y también intentando entenderla: su funcionamiento interno, sus deficiencias naturales, su potencial oculto. Versa sobre cómo aprendí de primera mano que ciertamente nuestra memoria puede mejorar, dentro de unos límites, y que todos nosotros podemos sacar partido de las destrezas de Ed y Lukas. Asimismo versa sobre el estudio científico de la experiencia y sobre cómo investigadores que estudian a los campeones de memoria han descubierto principios generales de la adquisición de aptitudes —secretos para mejorar prácticamente en cualquier cosa— a partir del modo en que los atletas mentales ejercitan el cerebro.

Aunque no pretende ser un libro de autoayuda, espero que dé una idea de cómo se ejercita la memoria y de cómo se pueden usar las técnicas para mejorar la memoria en la vida cotidiana.

Esas técnicas poseen un legado sorprendentemente rico e importante. El papel que han desempeñado en el desarrollo de la cultura occidental constituye uno de los grandes temas de la historia del intelecto, cuyo relato no es muy conocido fuera de los enrarecidos ámbitos académicos en los que se estudia. Sistemas mnemotécnicos como el palacio de la memoria de Simónides determinaron profundamente la manera de abordar el mundo desde la Antigüedad hasta la Edad Media y el Renacimiento. Después desaparecieron sin más».

Pero, a pesar de estos impresionantes logros, Foer seguía teniendo los mismos despistes, achacables a su mala memoria, que antes de comenzar el entrenamiento que le llevó a ser campeón del torneo de memoria americano:

«Entonces, ¿había mejorado mi memoria? Según todos los datos objetivos, había mejorado algo. Mi retentiva numérica, el patrón principal por el que se mide la memoria de trabajo, se había duplicado: de nueve a dieciocho. En comparación con las pruebas de hacía casi un año, era capaz de recordar más versos, más nombres de personas, más datos aleatorios. Y sin embargo, unas noches después del campeonato del mundo, salí a cenar con unos amigos, volví a casa en metro y sólo cuando entraba por la puerta de la casa de mis padres me acordé de que había ido en coche. No sólo había olvidado dónde lo había dejado aparcado: también había olvidado que lo llevaba.

Ahí estaba la paradoja: a pesar de todas las proezas de memoria que ahora podía realizar, seguía teniendo la misma mala memoria que hacía que no supiera dónde había dejado las llaves del coche y el coche. Aunque había ampliado en gran medida mi capacidad para recordar la clase de información estructurada que podía introducirse en un palacio de la memoria, la mayoría de las cosas que quería recordar en mi vida cotidiana no eran datos ni cifras ni poemas ni cartas ni dígitos binarios. Sí, podía memorizar el nombre de docenas de personas en un cóctel, algo que sin duda era útil. Y podían darme un árbol genealógico de monarcas ingleses o los mandatos de los secretarios del Interior norteamericanos o las fechas de todas las batallas importantes de la segunda guerra mundial y yo podía aprenderme esa información con relativa rapidez e incluso retenerla algún tiempo. Esas habilidades habrían sido una bendición en el instituto, pero la vida, para bien o para mal, sólo se parece de vez en cuando al instituto.

Aunque mi retentiva numérica se hubiera duplicado, ¿de verdad se podía decir que mi memoria de trabajo era el doble de buena de lo que era cuando empecé a ejercitarla? Ojalá pudiera decir que sí, pero lo cierto era que no. Cuando me pedían que recordara el orden de, por ejemplo, una serie de manchas de tinta del test de Rorschach aleatorias o una serie de muestras de color o la clave de la puerta de la bodega de mis padres, no era mejor que la media. Mi memoria de trabajo seguía estando limitada por el mágico número siete que restringe a los demás. Todo dato que no pudiera convertirse claramente en una imagen y depositarse en un palacio de la memoria me costaba retenerlo igual que antes. Había mejorado los programas de mi memoria, pero al parecer los equipos no habían experimentado muchos cambios.

Y, sin embargo, era evidente que yo había cambiado. O al menos había cambiado la concepción que tenía de mí mismo. La lección más importante que aprendí el año en que estuve inmerso en el circuito de las competiciones de memoria no fue el secreto de memorizar poesía, sino más bien algo más general y, en cierto modo, algo que probablemente me resultara más útil en la vida. Mi experiencia dio validez al viejo dicho de que la práctica hace al maestro. Pero sólo si se trata de la clase de práctica adecuada: centrada, reflexiva, deliberada. Había aprendido de primera mano que si uno está centrado y motivado y, sobre todo, dispone de tiempo, el cerebro se puede ejercitar para que haga cosas extraordinarias. Fue un descubrimiento sumamente estimulante, que hizo que me preguntara: ¿qué más era capaz de hacer yo si adoptaba el enfoque adecuado?»

En Los desafíos de la memoria, Fouer nos demuestra que con suficiente motivación, con la adecuada preparación, unos cuantos trucos y mucha imaginación, nuestro cerebro es capaz de conseguir logros extraordinarios. Un libro muy interesante.

SINOPSIS

Cuarenta días. Éste es el tiempo que perdemos de media cada año por culpa de lo que olvidamos. A Joshua Foer le sucedía exactamente esto, pero después de entrenar durante un año, ganó el campeonato de memoria de Estados Unidos, un concurso en el que participan personas capaces de realizar hazañas increíbles, como memorizar 1.528 números aleatorios en una hora.

Éste es el punto de partida de este libro, que demuestra que la memoria es un don que poseemos todos, aunque a menudo ignoremos nuestro potencial. Foer rastrea la historia de las técnicas mnemotécnicas desde la antigua Grecia hasta nuestros días; entrevista a neurocientíficos, amnésicos, filósofos y jugadores de ajedrez, y se somete a un escáner cerebral para fotografiar su memoria. Gracias a todo ello, nos revela cómo mejorar de forma impresionante nuestra capacidad de recordar, y responde a preguntas sorprendentes, como qué relación existe entre memoria e inteligencia y qué significa olvidar.

Los desafíos de la memoria se ha convertido en el libro revelación de no ficción del año en Estados Unidos e Inglaterra: ha permanecido meses en la lista de más vendidos de The New York Times, Amazon lo ha seleccionado entre los mejores libros del 2011 y está en vías de publicación en más de treinta países. En unos tiempos en los que la tecnología amenaza con desbancar nuestro cerebro, el libro de Joshua Foer es un imprescindible descubrimiento de nuestro talento.

«Foer demuestra que podemos cambiar nuestro cerebro.» Eduardo Punset

JOSHUA FOER

Escritor y periodista americano, Joshua Foer (Whashington, 1982) se graduó en Silliman College, Yale University, en el 2004. Ha trabajado como freelance para numerosas revistas, con especial dedicación a la divulgación científica.

Tras un reportaje sobre los campeonatos de memoria, Foer desarrolló una técnica para la memorización que le llevó a ser ganador en 2006 el Torneo Americano de Memoria. En 2011 publicó el libro de ensayo, titulado Los desafíos de la memoria.

FRAGMENTO DEL LIBRO

 No hubo más supervivientes.    

  Los familiares que llegaron al lugar donde acaeció la catástrofe del banquete del siglo v a. C. revolvían los escombros con los pies en busca de alguna señal de sus seres queridos: anillos, sandalias, cualquier cosa que pudiera ayudarles a identificar a los suyos para darles la debida sepultura.
   Minutos antes el poeta griego Simónides de Ceos se había puesto en pie para declamar una oda en honor de Escopas, un noble tesalonicense. Cuando Simónides se sentó, un mensajero le dio unos golpecitos en la espalda: dos jóvenes a caballo lo esperaban fuera, deseosos de comunicarle algo. Él se levantó de nuevo y salió. En el mismo instante en que cruzó el umbral, el techo del salón del banquete se desplomó en una columna estruendosa de fragmentos de mármol y polvo.
   Ahora Simónides se hallaba ante un paisaje de cascotes y cuerpos sepultados. El aire, donde momentos antes se habían oído bulliciosas risotadas, estaba lleno de humo y silencio.
    Equipos de rescate comenzaron a excavar frenéticamente en las ruinas. Los cadáveres que sacaron de los escombros estaban completamente desfigurados. Nadie podía decir a ciencia cierta quién había estado allí. Una tragedia agravaba la otra.
   Entonces sucedió algo extraordinario que cambiaría para siempre la manera de pensar en la memoria. Simónides se aisló del caos que lo rodeaba y dio marcha atrás mentalmente en el tiempo. Los montones de mármol se tornaron columnas y los fragmentos de friso dispersos se recompusieron en el aire. La cerámica desperdigada entre los escombros formó de nuevo vasijas. Los trozos de madera que asomaban por las ruinas se convirtieron nuevamente en una mesa. Simónides alcanzó a ver fugazmente a cada uno de los invitados en su sitio, cada cual a lo suyo, ajeno a la inminente catástrofe. Vio a Escopas, que reía en la cabecera de la mesa, a un compañero poeta sentado frente a él que rebañaba los restos de comida con un pedazo de pan, a un noble que sonreía satisfecho. Volvió la cabeza hacia la ventana y vio que se aproximaban los mensajeros, como si portasen nuevas importantes.
     Simónides abrió los ojos, cogió de la mano a cada uno de los histéricos parientes y, caminando con cuidado por los escombros, los fue llevando, uno por uno, hasta el lugar que habían ocupado sus seres queridos.
      Cuenta la leyenda que en ese instante nació el arte de la memoria.