“La España vacía: viaje por un país que nunca fue”, de Sergio del Molino

«La España vacía no es un territorio, sino un estado mental.»

La España vacía es un libro extraordinario, mezcla de ensayo, periodismo y  crónica de viajes, en el que el escritor y periodista madrileño Sergio del Molino nos acerca a la realidad de ese enorme territorio casi deshabitado dentro de la península, al que llama, con gran acierto, la España vacía. Es la España interior que está formada por las dos Castillas, Extremadura, Aragón y La Rioja; a la que hay que añadir las tierras interiores de la Comunidad Valenciana, Murcia, Andalucía, Galicia, Asturias y Cantabria. Una extensión que ocupa más de la mitad del territorio español y en el que viven poco más del 15% de la población española, o menos del 10% si descontamos las capitales de provincia, y cuya despoblación se produjo como consecuencia de lo Sergio del Molino llama el Gran Trauma, la tremenda emigración, que entre 1950 y 1970, vació la España rural para hacer crecer las grandes ciudades.

     «Hay un país en España que ya no es, pero a veces parece más fuerte y sólido que el país que es, tan negado a sí mismo, tan arrugado en sus propias vergüenzas, tan asediado por las otras patrias que se levantan orgullosas para desquicie invertebrado de los nietos de Ortega y Gasset». 

Es la otra España, la del campo, la que se muere con cada anciano que nos deja, la abandonada por los poderes públicos y despreciada, muchas veces, por la otra España, más moderna y europeísta.

Pero el libro no es sólo un viaje por los inmensos territorios de esta España vacía, el escritor madrileño hace referencia y analiza multitud de obras literarias, cinematográficas, etc. y a algunos de los personajes que también se han acercado, de alguna manera, a esta otra España. En fin, estamos ante un libro magnífico y muy recomendable

     «Nosotros, aunque no hayamos huido de un pueblo, hemos crecido en las calles imaginarias de muchos de ellos. En calles abandonadas y empapadas de lluvias amarillas. Hemos crecido entre palabras que las abuelas trajeron del campo e incrustaron en las paredes del salón».

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SINOPSIS

     «Hay dos Españas, pero no son las de Machado. Hay una España urbana y europea, indistinguible en todos los rasgos de cualquier sociedad urbana y europea, y una España interior y despoblada, que he llamado la España vacía. La comunicación entre ambas ha sido y es difícil. A menudo, parecen países extranjeros el uno del otro. Y, sin embargo, la España urbana no se entiende sin la vacía. Los fantasmas de la segunda están en las casas de la primera».

Esa España interior del Quijote, la que divisamos desde la autovía, la de los pueblos que para algunos son la feliz aldea de los veranos infantiles y para otros el paisaje de la leyenda negra, es la España vacía de este ensayo.

Buñuel, Azorín o Almodóvar la convirtieron en escenario. Los políticos la visitan en campaña electoral y la olvidan en cuanto llegan al gobierno. Los urbanitas vuelven a ella soñando con una vida más fácil. Y los que la viven bajan a Madrid a gritar que existen.

Un ensayo originalísimo y emocionante, escrito por una voz joven, con mirada política y sensibilidad literaria. Un libro imprescindible, que le hará pensar en su familia, en sus raíces y en su forma de vivir.

SERGIO DEL MOLINO

Sergio del Molino (Madrid, 1979) es autor de La hora violeta, novela por la que recibió el Premio Ojo Crítico de Narrativa 2013 y el Premio Tigre Juan 2013, entre otros, y que ha sido traducida a varios idiomas. Desde su debut literario, en 2009, ha publicado la colección de relatos Malas influencias (2009), el ensayo literario Soldados en el jardín de la paz (2009), una antología de sus textos periodísticos más personales, El restaurante favorito de Nina Hagen (2011), la que fue su primera novela No habrá más enemigo (2012) y Lo que a nadie le importa (2014), que anticipa en clave narrativa algunos temas que aparecen en La España vacía, su primer gran ensayo.

OTRO FRAGMENTO DEL LIBRO

     «En 2013, un escritor debutante, Jesús Carrasco, obtuvo un enorme reconocimiento de crítica y de público con una novela titulada Intemperie. La portada, de diseño muy limpio, era un primer plano de una oveja. En realidad, se trataba de una novela de tipo postapocalíptico, con un niño que huye de casa y se enfrenta a la soledad de un paisaje yermo y devastado. El mundo perdido de la España vacía. Pero lo que cautivó a lectores y críticos no fue el argumento, sino, contra toda previsión, el lenguaje. Carrasco despliega un léxico vernáculo que nombra objetos muy exóticos: “Reparó en una construcción en la que no se había fijado antes: un chamizo piramidal levantado con ramas cortadas a los árboles del fondo. De sus paredes colgaban cinchas, cuerdas, cadenas, una lechera de hierro y una sartén ennegrecida. Más que un refugio, parecía una especie de tabernáculo. Entre la casucha y la chopera había un cercado de albardín trenzado, sostenido por cuatro palos clavados en el suelo». La adjetivación y la afijación (casucha) son castellanas viejas. En un panorama dominado por un estilo antipreciosista, con una prosa que busca ser eficaz antes que gustosa y prefiere el neologismo al endemismo, el libro de Carrasco es una rareza destinada a llamar la atención.
     Puede ser casual que tanto Julio Llamazares como Jesús Carrasco irrumpiesen en la literatura desde el periodismo y la publicidad, respectivamente. Ambos estaban acostumbrados a pulsar el estado de ánimo de sus receptores. Todos los escritores lo hacemos. En realidad, todos los que nos dedicamos a producir obras que van a ser apreciadas por otros. Los tenemos en cuenta. Pero el periodismo y la publicidad hacen de la seducción su única estrategia y finalidad. El arte y la literatura tienen otras motivaciones que no implican (o que, incluso, contradicen) la seducción del receptor, pero el periodismo y la publicidad necesitan la anuencia del público. Existen por y para ello. No estoy diciendo que La lluvia amarilla e Intemperie sean obras oportunistas o de laboratorio, experimentos de psicología social o mercadotecnia literaria, pero sí creo que la intuición que los autores habían refinado con su oficio les decía que esos libros podían tocar algo muy hondo de una parte significativa de los españoles. Que muchos de sus compatriotas iban a sentir que aquellas novelas estaban escritas para ellos, que les contaban su propia historia. Esta intuición habría pasado inadvertida para un escritor menos acostumbrado a seducir a la audiencia mediante los eslóganes».