“Tierra de olivos”, de Antonio Ferres

Tierra de olivos, del madrileño Antonio Ferres, se publicó por primera vez en 1964 por la editorial Seix Barrall. En 2004, Gadir, una editorial que ha venido interesándose por títulos relacionados con el mundo rural y con los viajes, recuperó el libro en una esmerada edición.

Tierra de olivos pertenece al género de libros de viajes. Un viajante de comercio, que va recorriendo diferentes pueblos de las tierras andaluzas de Córdoba y Jaén, nos narra en primera persona las vivencias de este viaje, que se mezclan con los recuerdos de otros viajes anteriores.

    «Sube y baja gente campesina. Un muchacho cetrino, que arrastra una cesta y lleva un conejo casero sujeto por las patas, se despide del cobrador del autobús.

    -Ha habío buena cosecha de aceituna…

                  Sí, cosechón sí ha habío, pa los que tienen -aclara el chico.

    A la puerta de un ventorro que se llama Ventorro de los Dos Hermanos una mujer extiende en el suelo las sábanas blancas, recién lavadas, sobre la hierba. En las crucetas de los postes del teléfono se para una bandada de pájaros. Y, ahora, se espantan, se desparraman por todo el aire, cuando pasa al lado el coche de línea.» 

Con un lenguaje sencillo y preciso, a veces poético, Ferres nos presenta en su libro hermosas descripciones de los campos y de los pueblos andaluces, al tiempo que denuncia el abandono y la lacra del latifundismo en esta zona de España, lo que empuja a sus habitantes a la pobreza y a la emigración, con la consecuente despoblación de estas tierras.

En fin, un libro hermoso y recomendable, que nos acerca, con bastante antelación, al fenómeno hoy conocido como la España vacía.

«El libro de viajes, la entrañable exploración literaria de una región de España, se ha convertido en los últimos años en un género que cultivan la mayor parte de nuestros jóvenes narradores. Y, sin duda, a cada nuevo intento el género se enriquece, el punto de vista del relator se matiza. Tierra de olivos es un escalón más en la conquista de ese género. El autor ha conseguido integrarse en el mundo descrito como un personaje natural, muy distinto del literato viajero que nos habla en primera persona en otros libros semejantes. Los campos y los pueblos de Córdoba y de Jaén, las gentes de una de las zonas más ricas y peor tratadas por la historia reciente de nuestro suelo, se producen ante el lector de una manera totalmente espontánea, con el mínimo de artificio de que necesita una crónica conmovida.»

                         Editorial Seix Barrall, 1964

   «… la narración se complementa con señaladas reflexiones del viajero sobre su infancia, en las que resuenan los ecos de la guerra, los años del hambre, el miedo o la orfandad. Valiéndose de una prosa concisa y sin adornos, Antonio Ferres capta y explora así de manera certera un paisaje humano, geográfico e histórico imperecederos.» Javier Escuder. Blanco y Negro Cultural

  «Frente a otros viajeros que se deleitan en el romanticismo paisajístico, en el bucolismo o en la guía turística, Ferres, con su punto de vista a ras de barro, con su prosa contenida pero cálida, nos enfrenta con un paisaje ético.» Isaac Rosa.

SINOPSIS

Tierra de olivos fue publicada por primera vez en 1964. Nos recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa. Nos recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa, y pertenece a la estirpe de obras como Viaje a la Alcarria, de Cela, y Campos de Níjar, de Goytisolo, con las que es comparable en cualidades, aunque difiere de ellas lo suficiente como para afirmarse su singularidad. Tierra de olivos se ha adscrito al realismo social y siempre se ha considerado como «libro de viajes», pero ni una ni otra caracterización hacen del todo justicia a esta obra que se resiste a una clasificación sencilla.

Obra realista y no ajena a la intencionalidad social que se le atribuye, y narración de un viaje, es al mismo tiempo el relato de la pequeña epopeya personal ele su protagonista, y de un desarraigo que tiene su origen en la Guerra Civil. La obra tiene innegables visos existencialistas y constituye al mismo tiempo un hermoso e imperecedero relato antropológico de la tierra que recorre. Está llena también de poesía en su sobriedad y en su deliberada reiteración de situaciones, en el anegarse en un paisaje, el olivar andaluz, al que maldicen sus «siervos», los jornaleros, pero cuya belleza no escapa al protagonista, que lo busca como paliativo de su hastío, ni al lector atento. Todo ello hace de Tierra de olivos una obra duradera, que trasciende con mucho el interés circunstancial del momento y el lugar en que fue escrita.

                                        Edición de Gadir, 2004

     «Cuando me quedo solo, tengo ganas de andar por el campo, de huir del pueblo y marcharme campo a través. El pueblo está rodeado de cerros de tierra roja, con olivares, y en la claridad del cielo se recorta la silueta de alguna palmera. (…) El campo se ha quedado en una quietud absoluta, silencioso y como preparándose para la noche. Me gusta pisar la tierra suelta, colorada, frente al olivar. (…) Siempre me gusta salir de los pueblos grandes y pisar la tierra del campo, refugiarme bajo los olivos, donde hay quietud y no se oye más que -de vez en cuando- el silbo del aire.

ANTONIO FERRES

Antonio Ferres nació en Madrid en 1925, donde vivió hasta 1964. Su bautismo literario se produjo con la obtención del Premio Sésamo en 1954. En 1964 emigró primero a Francia, y ha residido en México, Estados Unidos y Senegal, ejerciendo como profesor de literatura española hasta su regreso a España, en 1976. Con la publicación, en 1959, de La piqueta, obtuvo un éxito inmediato y desde entonces fue considerado como uno de los principales autores del realismo social español. Obtuvo el Premio Ciudad de Barcelona por su novela Con las manos vacías y el Premio de Poesía Villa de Madrid por La inmensa llanura no creada.

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

    «A muchísima gente de los pueblos le pasa siempre lo mismo, que no le importa un comino la riqueza del olivar. Esta vez me he alojado en el mismo sitio. Como he vuelto a trabajar el limpiametales, me hacen ahora algunos pedidos. Por las tardes he andado por las mismas tabernas. Debido a que hoy es domingo, después de comer había más animación. Hasta me parece que he visto a gente que conocía de la otra vez. Pero puede que fueran caras que recuerdo no sé de dónde. En muchos pueblos me pasa. En un tabernucho había unos tipos que se habían puesto a cantar y a hacerse palmas. Cantaban mal y se paraban para echarse el vaso al coleto. Uno picado de viruelas bebía casi de un trago. Se limpiaba con la palma de la mano y ponía cara de guasa.
    -Hay que ver cómo está España, que el que trabaja no come y el que come no trabaja -dijo con un soniquillo igual que si fuera a empezar una copla.
    -¿Es un cantar?
    -Es un cantar y es la pura verdá.
    -Si en toavía hubiera trabajo tó el año… -comentó otro.
    -Lo que yo digo es que trabajen los burros, que pa lo que te rinde el currelar toa la pajolera vida…
    -Ahora, que la gente no se aguanta ya, ni se echa a morir. Tós los que podemos nos vamos por ahí a buscar.
    -Yo sí que me iba a buscar la Gagá del lagarto, sí. ¡Me cago en diez! -dijo el de la cara picada de viruelas.
    Los que le acompañaban volvieron a sonar las palmas. Tiraban a su compañero de la manga de la chaqueta, avisándole de lo peligrosa que era su conversación. Uno se puso a cantar por lo bajo, y me miraba de vez en vez. Cantaba mal. Yo no entendía la letrilla.
    -Yo también soy pobre -dije.
    -Sí, señor.
    El de las viruelas se me acercó, con cara de pesadumbre.
    -Mire usté, siempre ha habío pobres, pobresillos y pobretones. Lo malo es ser de lo más pobretonsillo -dijo.» 
           […]

   «Era ya noche cerrada cuando llegamos a Cabra. Había un puente. A un lado del arroyo se veía un laberinto de plazas que bajaban en escalafón, iglesias, un jardín con palmeras y las almenas de un castillo. Pasado el puente blanqueaba el pueblo sobre la colina, como un montón de azúcar. También era sábado y las tabernas y las barberías estaban llenas de hombres. Asomaban las caras a la puerta. Por las calles, de vez en cuando, se veía pasar algún asno con las albardas cargadas de aceitunas. En lo alto de la calle principal estaba el Ayuntamiento. La fachada tenía una insignia del yugo y las flechas, con bombillas encendidas. Delante había un jardincillo con luz fluorescente. Calles pinas de casas blancas, empedradas con cantos redondos. De trecho en trecho, entre tramo y tramo de las callejas, había un arco, bajo el que discurría la calzada. Eran puertas por las que entraba toda la calle. Se asomaban mozas a los patios. Yo daba vueltas y más vueltas, mirando las tiendas cerradas o con los cierres a medio echar. Veía abrirse plazuelas con fuentes empotradas en la pared, con tiestos de geranios o de enredaderas, colgados en los muros o rodeando los dinteles de las ventanas.»