“Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar

   «El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas.»

Memorias de Adriano (Mémoires d’Hadrien) es una novela de la escritora estadounidense de lengua francesa Marguerite Yourcenar, publicada en 1951.

La novela adopta la forma de una larga carta que el emperador Adriano dirige como testamento espiritual a Marco (el futuro Marco Aurelio), al que el propio Adriano nombra su sucesor. En ella, el emperador medita y reflexiona acerca de sus años de reinado, de su salud, de sus triunfos militares, del amor, de la amistad, de la literatura, del arte, de la política, de los viajes, de la paz, de la pasión por su joven amante Antínoo y del dolor que le produce su muerte.

    «Comenzada para informarte de los progresos de mi mal, esta carta se ha convertido poco a poco en el esparcimiento de un hombre que ya no tiene la energía necesaria para ocuparse en detalle de los negocios del estado, meditación escrita de un enfermo que da audiencia a sus recuerdos. Ahora me propongo más: tengo intención de contarte mi vida. (…) La verdad que quiero exponer aquí no es particularmente escandalosa, o bien lo es en la medida en que toda verdad es escándalo. Lejos de mí esperar que tus diecisiete años comprendan algo de esto. Sin embargo me propongo instruirte, y aun desagradarte. Tus preceptores, elegidos por mí, te han impartido una educación severa, celosa, quizás demasiado aislada, de la cual en suma espero un gran bien para ti y para el Estado. Te ofrezco, como correctivo, un relato libre de ideas preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un solo hombre —yo mismo—. Ignoro las conclusiones a que me arrastrará mi narración. Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme, o por lo menos para conocerme mejor antes de morir.»

                                             Busto de Adriano

Yourcenar dedicó buena parte de su vida a la confección de esta gran novela, su escritura fue interrumpida y reiniciada en varias ocasiones, hasta adoptar su forma actual. En ella reconstruye la biografía del más ilustrado de los emperadores romanos y el contexto en el que transcurre su vida. Como la propia autora señaló en una ocasión: “He pasado una gran parte de mi vida tratando de definir y luego de describir a este hombre solo y, por otra parte, en relación con todo».

Memorias de Adriano es una de las novelas cumbres del pasado siglo XX, en parte responsable del auge que ha alcanzado la novela histórica en los últimos tiempos. Aunque su lectura pueda resultar densa en algunos momentos, contiene reflexiones y pensamientos de gran profundidad y belleza. Una magnífica novela, para leer sin prisas.

    «Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…»

EMPEZAR A LEER LA NOVELA

SINOPSIS

Un relato admirable y ya clásico, en la estupenda traducción de Julio Cortázar. un emperador romano se inclina sobre su pasado: el poder, las conquistas, los turbios episodios palaciegos, las horas de triunfo y de peligro… Adriano cuenta su propia historia y poco a poco el César va dejando asomar al hombre, su atormentada intimidad, su secreto, que habría de fijarse en estatuas, en poemas, en templos. Bajo la forma de una autobiografía imaginaria minuciosamente fundamentada en la realidad histórica, Margarite Yourcenar reconstruye un tramo espectacular del gran pasado clásico.

La autora cuenta que una vez encontró, en una carta de Flaubert, esta frase inolvidable: «Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo». Es el momento que inmortaliza su Memorias de Adriano.

     «Te ofrezco, como correctivo, un relato libre de ideas preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un solo hombre —yo mismo. Ignoro las conclusiones a que me arrastrará mi narración. Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme, o por lo menos para conocerme mejor antes de morir.»

MARGUERITE YOURCENAR

Escritora francesa de origen Belga, nacida en un acomodada familia.

Su padre, natural de Lille, le dió una educación esmerada introduciéndola en los clásicos griegos y romanos y enseñándole ambos idiomas. En sus numerosos viajes casi siempre la llevaba con él y cuándo Marguerite mostró interés por la escritura su padre la apoyó siempre.

Cursó estudios universitarios, especializándose en cultura clásica, y empezó a publicar diez años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. De esta primera época son las novelas Alexis o el tratado del inútil combate (1928), que comenzó a despertar el interés de la crítica, La Nouvelle Eurydice (1929), Denier du rêve (1934), historia de un atentado fracasado contra Mussolini, donde la violencia política ocupa el primer plano; y La mort conduit l’attelafe (1934).

Sus largas estancias en Grecia dieron origen a una serie de ensayos reunidos en Viaje a Grecia y llevaron a su maduración la idea originaría de Fuegos (1936), una obra esencialmente lírica compuesta de relatos míticos y legendarios. La misma dimensión mítica se deja traslucir en su colección de Cuentos orientales, publicada en 1938. El año siguiente aparece El tiro de gracia, basada en un hecho real, una historia de amor y de muerte en un país devastado durante las luchas antibolcheviques. Son importantes también varios ensayos, como Pindare (1932) y Les songes et les sorts (1938).

En 1951 publicó su novela Memorias de Adriano, traducida al castellano por Julio Cortázar y en 1965 publicó Opus Nigrum.

Durante los años setenta tuvo que permanecer casi recluida en Mount Desert, por decisión propia para acompañar a su pareja Grace, que padecía cáncer de mama, hasta su muerte en 1979. Este fue un periodo difícil para Marguerite, que amaba viajar, pero le permitió redactar los dos primeros volúmenes de la trilogía de memorias familiares El laberinto del mundo: Recordatorios, que trata de la historia de la familia materna y Los Archivos del Norte, que trata de la familia de su padre.

Ganadora de los premios Fémina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la Academia francesa, aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Su elección fue propuesta por Jean d’Ormesson, para ocupar el sillón dejado vacante por Roger Caillois con quien Marguerite había tenido relaciones cordiales antes de la guerra y sobre quien versó su brillante discurso de ingreso, al que asistió el presidente de la república Valéry Giscard d’Esteing.

Desde 1980 hasta su muerte en diciembre de 1987, volvió a viajar acompañada ahora por el joven fotógrafo Jerry Wilson, a quien había conocido poco antes cuando formaba parte de un equipo de televisión que fue a entrevistarla a Petit Plaisance. Aparte de recorrer sus lugares habituales en Europa fueron a Egipto, Marruecos, Japón y la India. De estos viajes, especialmente de las estancias en Japón y la India, salieron los dos últimos libros de la escritora, publicados póstumamente: Peregrina y extranjera y Una vuelta por mi cárcel.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     «Trahit suaquemque voluptas. A cada uno su senda; y también su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro ideal. El mío estaba encerrado en la palabra belleza, tan difícil de definir a pesar de todas las evidencias de los sentidos y los ojos. Me sentía responsable de la belleza del mundo. Quería que las ciudades fueran espléndidas, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres humanos cuyo cuerpo no se viera estropeado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera; quería que los colegiales recitaran con voz justa las lecciones de un buen saber; que las mujeres, en sus hogares, se movieran con dignidad maternal, con una calma llena de fuerza; que los jóvenes asistentes a los gimnasios no ignoraran los juegos ni las artes; que los huertos dieran los más hermosos frutos y los campos las cosechas más ricas. Quería que a todos llegara la inmensa majestad de la paz romana, insensible y presente como la música del cielo en marcha; que el viajero más humilde pudiera errar en un país, de un continente al otro, sin formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de legalidad y de cultura; que nuestros soldados continuaran su eterna danza pírrica en las fronteras; que todo funcionara sin inconvenientes, los talleres y los templos; que en el mar se trazara la estela de hermosos navíos y que frecuentaran las rutas numerosos vehículos; quería que, en un mundo bien ordenado, los filósofos tuvieran su lugar y también lo tuvieran los bailarines. Este ideal, modesto al fin y al cabo, podría llegan a cumplirse si los hombres pusieran a su servicio parte de la energía que gastan en trabajos estúpidos o feroces; una feliz oportunidad me ha permitido realizarlo parcialmente en este último cuarto de siglo. Arriano de Nicomedia, uno de los seres más finos de nuestro tiempo, se complace en recordarme los bellos versos donde el viejo Terpandro definió en tres palabras el ideal espartano, el perfecto modo de vida que la Lacedemonia soñó siempre sin alcanzarlo: la Fuerza, la Justicia, las Musas. La Fuerza constituía la base, era el rigor sin el cual no hay belleza, la firmeza sin la cual no hay justicia. La Justicia era el equilibrio de las partes, el conjunto de las proporciones armoniosas que ningún exceso debe comprometer. Fuerza y Justicia eran tan sólo un instrumento bien acordado en manos de las Musas. Toda miseria, toda brutalidad, debía suprimirse como otros tantos insultos al hermoso cuerpo de la humanidad. Toda iniquidad era una nota falsa que debía evitarse en la armonía de las esferas.» 
               […]
    «No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en la suma final. Me esfuerzo pues para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee. A la búsqueda de esas virtudes fragmentarias aplicaré aquí lo que decía antes, voluptuosamente, de la búsqueda de la belleza. He conocido seres infinitamente más noveles, más perfectos que yo, como Antonino, tu padre; he frecuentado a no pocos héroes, y también a algunos sabios. En la mayoría de los hombres encontré inconsistencia para el bien; no los creo más consistentes para el mal; su desconfianza, su indiferencia más o menos hostil cedía demasiado pronto casi vergonzosamente, y se convertía demasiado fácilmente en gratitud y respeto, que tampoco duraban mucho; aun su egoísmo podía ser aplicado a finalidades útiles. Me asombra que tan pocos me hayan odiado; sólo he tenido dos o tres enemigos encarnizados, de los cuales y como siempre yo era en parte responsable. Algunos me amaron, dándome mucho más de lo que tenía derecho a exigir y aun a esperar de ellos; me dieron su muerte, y a veces su vida. Y el dios que llevan en ellos se revela muchas veces cuando mueren.»

FUENTES

  • Memorias de Adriano
  • Diccionario literario Bompiani
  • Wikipedia