“La tierra desnuda”, de Rafael Navarro de Castro

Decía el escritor extremeño Luis Landero que “la mayor tragedia de este siglo es la extinción de la cultura campesina, cultura milenaria e indefensa porque no está registrada en libros, sino en manos de la memoria y la transmisión oral“. Por eso el escritor Rafael Navarro de Castro ha pretendido recoger en su novela La tierra desnuda estas formas de vida ancestrales de los habitantes del mundo rural, que tienen los días contados.

Rafael Navarro de Castro ha querido darles voz a los campesinos y poner en valor sus principios y su forma de relacionarse con la naturaleza. El libro supone un hermoso homenaje a este modo de vida apegada a la tierra.

El protagonista de la novela es Blas, apodado el Garduña, un compendio de todos los personajes que viven en el campo, según el autor, y a quien vamos a seguir a lo largo de su vida, que empieza con su nacimiento a lomos de un mulo durante la Segunda República y termina bien entrado el siglo XXI.

    «Se llamaba Blas y le decían el Garduña. Plantó miles de árboles y los cuidó. Tuvo seis hijas y las sacó adelante como pudo. Quiso a su mujer con toda el alma y la deseó con todo el cuerpo. La mayoría de las veces no supo decírselo con palabras, pero sus actos y sus gestos fueron elocuentes. El libro de su vida lo escribió, en grandes letras, sobre la tierra desnuda, con la ayuda de un azadón, un mulo y un arado. Algunos renglones le quedaron un poco torcidos, pero todavía están allí, en el valle de la Solana, a la altura de la acequia de los Habices, para quien quiera leerlos antes de que se los coman las zarzas y el olvido.»

La novela supone, además, un repaso de los últimos cien años de la historia de España, vistos a través través de los ojos de los campesinos de un pueblo de la montaña granadina.

El escritor de Lorca denuncia también el problema de la llamada España vacía, la España rural, abandonada a su suerte por los poderes públicos, que se va muriendo poco a poco con cada anciano que nos deja.

    «A finales de los noventa el valle parece un desierto y el pueblo, un geriátrico. Unos pocos hombres, cada día menos, suben al amanecer por el camino de la Solana y bajan, al caer la noche, a lomos de sus bestias. Prosperan las zarzas y las malas hierbas por encima de los muros y hasta de los tejados. Los frutos maduran en los árboles hasta que se los comen los pájaros o revientan contra el suelo. La herrumbre corroe cerraduras, candados, bisagras, cadenas y cualquier cosa que sea de metal, salvo las campanas, que se mantienen bien bruñidas de tanto doblar a muerto.

    El pueblo se ha hecho mayor. Las aulas están vacías y el cementerio, lleno. Todas las semanas hay algún entierro y algunas se juntan más de dos. El cortejo fúnebre nunca se detiene. Las ancianas no encuentran fuerzas, ni tiempo, para lavar las ropas negras entre tanto funeral.

     No es por nada, pero estamos cayendo como moscas.»

En fin, una novela magnífica, escrita de manera sencilla y que se lee fácilmente. Muy recomendable.

«Un canto pasional, hondo y antinostálgico a una España extinta y salvaje. Mejora capítulo a capítulo.»

Sergio del Molino

SINOPSIS

Decía Luis Buñuel que en su pueblo, en la provincia de Teruel, la Edad Media había durado hasta bien entrado el siglo XX. Algo así sucede en el escenario de esta novela, un lugar que puede ser casi cualquiera en la España interior. Allí nace, al mismo tiempo que la Segunda República, un niño llamado Blas. Y en el mismo lugar muere, ochenta años después, sin ser consciente de que se lleva a la tumba una forma de vida milenaria. Él es el último. Nadie más sigue sus pasos. Blas sabe de animales, de viñas y tomates, sabe cuidar de su familia y sabe también guardarse unos cuantos secretos.

La vida de Blas, una historia corriente que el río del tiempo ha hecho ya única, es la historia de España en el último siglo. Contada con las manos manchadas de esa tierra desnuda sobre la que vivió toda una sociedad rural, se dirige a esa parte de nosotros que no se resigna a vivir entre ladrillos. Y seguramente el lector reconocerá esas voces y esos paisajes y sin duda le sonarán a verdad, a vida y a una memoria imprescindible.

«Una excelente novela sobre la historia de la España rural del pasado siglo, de una España tan auténtica como olvidada. Una novela que nos recuerda el vínculo entre la naturaleza y los seres humanos.»

Manuel Vilas

LEER UN FRAGMENTO DEL LIBRO

RAFAEL NAVARRO DE CASTRO

Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968) trabajó durante quince años en Madrid en el sector audiovisual. En el año 2001, cansado de la vida en la gran ciudad, se trasladó al pueblo granadino de Monachil, en las estribaciones de Sierra Nevada, donde vive desde entonces. Allí se ha dedicado a la construcción de su casa, a la crianza de su hija, a las tareas del campo, al activismo ciudadano y al movimiento ecologista granadino. La tierra desnuda es su primera novela

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     «De este modo vino al mundo. Con los ojos abiertos, sobre las albardas trenzadas de esparto, a la altura de la acequia de los Habices, bajo un sol de injusticia. Fue el comienzo de una vida a ras de suelo, pegada a la tierra, sometida a los frutos y las estaciones, encadenada al ritmo cansino de las bestias, una vida como la que habían vivido su padre y su abuelo antes que él y el abuelo de su abuelo antes que ellos y todos los hombres y mujeres que habitaron este valle, desde que el tiempo es tiempo y las gentes sufren. Ochenta veranos después, bien entrado el siglo veintiuno, este niño enclenque y esmirriado, que ya será un anciano enclenque y esmirriado, todavía subirá cada mañana, haga frío, calor, lluvia o nieve, por este mismo camino de la Solana que le ha visto nacer y le verá morir. A lomos de su mula, bajará luego al pueblo, donde vive ahora, antes de que anochezca, cargado de leña, de hortalizas o simplemente con un par de botellas de gaseosa llenas de vino mosto, que él mismo cosecha cada año, por si encarta para la cena. Y una de estas tardes será la última. El mulo volverá solo a casa sin necesidad de que nadie le arree ni le enseñe el camino.» 
    […]
    «La abuela, que, como siempre que falta el abuelo, no abre la boca más que para dirigirse a las bestias, las flores o los árboles, le habla al crío en cuanto tiene oportunidad. Deber de ser que todavía no lo considera una persona, sino un proyecto, un animalillo, un bicho o algo parecido a una planta. Tú eres un niño de la montaña. Si alguna vez te falta algo no lo busques en ninguna otra parte. Todo lo que necesitas está aquí, entre estas piedras, entre estos picos, entre estos barrancos. Has nacido en lo alto de un mulo. No irás más lejos que donde ese mismo mulo te pueda llevar. Él no lo sabe, no puede saberlo, pero eso es lo único que heredará de su abuela, la capacidad innata o aprendida, de hablar sin distingos a plantas y animales. Eso y, tal vez, el don de la fertilidad. Porque la abuela tiene un don. Su sola presencia engorda a los animales. El timbre de su voz reverdece a las plantas. El tacto de sus manos hace germinar las semillas. Hay gente así, sin que nadie sepa cómo ni por qué. Es seguramente por eso que su hija, la Josefa, siempre que puede, cuando la pilla distraída, coge al niño y se lo planta entre los brazos.» 
    […]
    «La obsesión general es el terruño. Conseguir un pedazo de tierra en propiedad o arrendamiento, aunque solo sean tres o cuatro fanegas. El huerto y los animales son la única manera de llenar el estómago. Los jornales están cada día más disputados y no alcanzan ni para lo imprescindible. Mayores aspiraciones son cosa de locos. El que las tenga ya puede ir cogiendo el camino. La Antonia y el Blas han tenido suerte. Lo suyo son dos hectáreas, veinte mil metros cuadrados para la ilusión y la subsistencia. Un roal para quedarse, para matarse a trabajar y caerse muerto.
    Sobre las peñas, se levantan los Peñoncillos orgullosos y altivos. No se lo pueden creer. Son dueños de sí mismos. Por debajo de los pies, el suelo les pertenece. La tierra que pisan es su cobijo, su condena y su sustento. Una despensa y una madriguera. Cuatro generaciones de mujeres bajo el mismo techo. La abuela, la madre, la esposa y las hijas, asardinadas entre cuatro paredes. Más o menos como han vivido siempre desde que el tiempo es tiempo, solo que ahora esas cuatro paredes les pertenecen.»