“Un verdor terrible”, de Benjamín Labatut

Un verdor terrible (2020) es el tercer libro publicado por el escritor y periodista Benjamín Labatut, que nació en Rotterdam, Países Bajos, en 1980; pasó su infancia en La Haya y a los catorce años se estableció en Santiago de Chile.

Un verdor terrible es una obra de ficción basada en hechos reales. Está inspirada en las investigaciones e hipótesis de algunos de los científicos más brillantes del siglo XX. Por sus páginas caminan personajes de la talla de Alexander Grothendieck, Einstein, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Niehls Bohr, Fritz Haber, Schwarzschild o de Broglie, por citar a alguno de ellos. Todos geniales, muchos próximos al precipicio del desvarío, bastantes de los cuales parecieron intuir las inquietantes consecuencias que acarrearían sus hallazgos.

     «Aún inmerso en la carnicería de la guerra, [Schwarzschild] no abandonó sus investigaciones. Llevaba su cuaderno de notas bajo el uniforme, pegado al pecho. Cuando fue nombrado teniente, aprovechó sus privilegios para pedir que le enviaran las últimas publicaciones de física editadas en Alemania. En noviembre de 1915 leyó las ecuaciones de la relatividad general, publicadas en el número 49 de los Annalen der Physik, y empezó a desarrollar la solución que le enviaría a Einstein un mes después. A partir de ese momento, sufrió un cambio que afectó incluso a su forma de tomar apuntes. Su letra se hizo más y más pequeña, hasta volverse prácticamente ilegible, En su diario y en las cartas que envió a su esposa, el entusiasmo patriótico da lugar a amargas quejas sobre el sinsentido de la guerra y un desprecio creciente por el cuerpo de oficiales, que solo aumenta a medida que sus cálculos se acercan a la singularidad. Cuando la alcanzó, ya no pudo pensar en otra cosa: estaba tan inmerso y distraído que no se resguardó durante un ataque enemigo y un mortero estalló a metros de su cabeza, sin que nadie pudiera entender cómo se había salvado».

Como el propio autor nos advierte al final de la obra, la cantidad de ficción aumenta a lo largo del libro; mientras que en el primer relato solo hay un párrafo ficticio, en los textos siguientes se tomó mayores libertades, tratando de permanecer fiel a las ideas científicas expuestas en cada uno de ellos. Si bien, la mayoría de las referencias históricas y biográficas utilizadas en la obra están perfectamente documentadas.

En Un verdor terrible, la literatura explora la ciencia y la ciencia se convierte en literatura. Benjamín Labatut ha escrito un libro inclasificable y poderosamente seductor, que habla de descubrimientos fruto del azar, teorías que bordean la locura, búsquedas alquímicas del conocimiento y la exploración de los límites de lo desconocido.

Un libro extraordinario, constituido por una colección de relatos al que su propio autor se ha negado a considerar dentro de las categorías tradicionales de la narrativa. Según el propio Labatut, contiene un ensayo que no es propiamente un ensayo, dos textos que tienen la forma de cuentos, una novela corta, y algo parecido a una crónica autobiográfica. En sus propias palabras “todos los relatos están conectados por una obsesión singular que recorre el libro completo: aquellas ideas, experiencias, métodos y fórmulas que no podemos comprender, por más que lo intentemos”.

Escrito con una prosa sencilla y amena, y con un lenguaje de extraordinaria belleza que te atrapa desde la primera línea. Un libro de lectura terriblemente adictiva que se ha convertido en un fenómeno editorial: ha sido traducido a 32 idiomas, ganó el Premio Galileo y el Premio Municipal de Santiago, y fue finalista del International Booker Prize y el National Book Award for Translated Literature.

    «Los átomos que despedazaron Hiroshima y Nagasaki no fueron separados por los dedos grasientos de un general, sino por un grupo de físicos armados con un puñado de ecuaciones». Grothendieck

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SINOPSIS

Las narraciones incluidas en este libro singular y fascinante tienen un hilo conductor que las entrelaza: la ciencia, con sus búsquedas, tentativas, experimentos e hipótesis, y los cambios que –para bien y para mal– introduce en el mundo y en nuestra visión de él.

Por estas páginas desfilan descubrimientos reales que forman una larga cadena perturbadora: el primer pigmento sintético moderno, el azul de Prusia, creado en el siglo XVIII gracias a un alquimista que buscaba el Elixir de la Vida mediante crueles experimentos con animales vivos, se convierte en el origen del cianuro de hidrógeno, gas mortal que el químico judío alemán Fritz Haber, padre de la guerra química, empleó para elaborar el pesticida Zyklon, sin saber que los nazis acabarían utilizándolo en los campos de exterminio para asesinar a miembros de su propia familia. También asistimos a las exploraciones matemáticas de Alexander Grothendieck, que le llevaron al delirio místico, el aislamiento social y la locura; a la carta enviada a Einstein por un amigo moribundo desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial, con la solución de las ecuaciones de la relatividad y el primer augurio de los agujeros negros; y a la lucha entre los dos fundadores de la mecánica cuántica –Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg– que generó el principio de incertidumbre y la famosa respuesta que Einstein le gritó a Niels Bohr: «¡Dios no juega a los dados con el universo!»

     «Haber le confiesa que siente una culpa insoportable, pero no por el rol que jugó en la muerte de tantos seres humanos, directa o indirectamente, sino porque su método para extraer nitrógeno del aire había alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible».

BENJAMÍN LABATUT

Benjamín Labatut nació en Rotterdam, Países Bajos, en 1980. Pasó su infancia en La Haya y a los catorce años se estableció en Santiago de Chile. La Antártica empieza aquí, su primer libro de cuentos, ganó el Premio Caza de Letras y el Premio Municipal de Santiago. Su segundo libro, Después de la luz, consta de una serie de notas científicas, filosóficas e históricas sobre el vacío, escritas tras una profunda crisis personal.

En Anagrama ha publicado Un verdor terrible: «Extraordinario… Ingenioso, complejo y profundamente perturbador» (John Banville); «Un desconcertante viaje hacia los delirios de los científicos más brillantes del siglo XX» (Jaime G. Mora, ABC); La piedra de la locura: «Examina los límites del sentido común y el caos en este libro que persigue las huellas de la sinrazón a través de la literatura, las imágenes que nos ha dejado el arte y las diversas teorías científicas que se manejan en la historia» (La Razón); y MANIAC: «Monstruosamente bueno. Se lee como un oscuro mito fundacional sobre la tecnología moderna, pero con el ritmo de un thriller» (Mark Haddon). Un verdor terrible se ha convertido en un fenómeno editorial: traducido a 32 idiomas, ganó el Premio Galileo y el Premio Municipal de Santiago, y fue finalista del International Booker Prize y el National Book Award for Translated Literature.

 

    

“Mientras estamos muertos”, de José Ovejero

«Todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros».

Mientras estamos muertos es el último libro del escritor madrileño José Ovejero, publicado en 2022. Se trata de un conjunto de relatos en el que el autor de Humo logra mezclar magistralmente realidad y ficción. El resultado es un espléndido volumen de dieciséis relatos con una estructura muy sólida y coherente y que puede leerse como una novela. Cuenta la historia de una familia de clase humilde que trata de salir adelante en los oscuros años del tardofranquismo. 

    «Lo he contado ya, todo esto lo he contado ya, en novelas y en cuentos. Esa vida áspera de mi infancia, la brutalidad indiferente en el colegio, la competición que manteníamos para humillar a los compañeros más débiles, los celos que mi padre sentía hacia mí y cómo me hacía pagar que mi madre fuese tan cariñosa conmigo. Yo era el pequeño, yo era el inteligente, yo era el sensible. Mi madre podía proyectar sobre mí sus nostalgias, y mi padre, incapaz de colmar ninguna de ellas, tomaba nota. No es nada nuevo, ya digo, lo he escrito una y otra vez gracias a las máscaras que me fabrico con mis personajes. Escribir es rememorar justo aquello que desearíamos olvidar a toda costa. Escribir es disfrazar las cosas para poder ver su rostro real».

Durante la pandemia, Ovejero empezó a escribir un diario sobre su padre, enfermo de Alzheimer, donde se dedicó a recoger la relación con su padre y los recuerdos relacionados con él. De ahí salió el primer relato del libro: Matar a un perro, que fue tirando de los demás, que fueron surgiendo como si fueran capítulos de una novela.

Como ha reconocido su propio autor, en Mientras estamos muertos ha querido «ver qué sucedía cuando te pones a escribir sobre tu propia familia pero no con un fin autobiográfico sino para examinar literariamente una época -desde mediados del siglo pasado hasta hoy- y un contexto social, más bien, la evolución de un contexto social». El libro no sólo se adentra en la memoria de la familia, también habla de clases sociales, del deseo de progresar, de la violencia y el amor.

Estamos ante el libro más personal y comprometido a nivel político de José Ovejero. Un libro extraordinario, que recoge, además, numerosas reflexiones sobre el difícil oficio de escribir. Escrito con una prosa precisa y un estilo directo, que lo hacen muy apetecible de leer. Más que recomendable.

     «Es verdad que yo tampoco soy un testigo fiable; al fin y al cabo, soy escritor, y dónde iríamos a parar si los escritores nos viésemos obligados a respetar la veracidad de los hechos, la cronología y las cadenas causales. Francamente, de hacerlo así, la literatura sería una mierda; una crónica de sucesos salpicada de metáforas».

LEER UN FRAGMENTO DEL LIBRO

SINOPSIS

¿Puede separarse la memoria de la imaginación? ¿No es toda historia individual una forma de historia social? José Ovejero usa esas dos preguntas para construir un mundo a la vez propio y ajeno autobiografía y ficción, sin que los límites estén siempre claros.

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     «Los padres pegaban a los hijos porque no sabían qué hacer con ellos. Igual que nosotros pegábamos a los más débiles de la clase, nos reíamos de ellos, los torturábamos en la medida de nuestras posibilidades. Yo escupía cada mañana en el bocadillo de un compañero que no había aprendido a defenderse, todas las mañanas, un ritual ineludible al que él intentaba oponerse pero siempre acabábamos por quitarle el bocadillo: nosotros éramos siete u ocho. También teníamos la costumbre de pasar por la barra a quien se nos antojaba: lo atrapábamos entre todos y lo llevábamos a uno de los delgados pilares de metal que sustentaban los aleros de los pasillos abiertos que unían las aulas. Entre cuatro sujetábamos sus piernas (siempre pataleaban, por indefensos y pusilánimes que fuesen), se las abríamos y lo colocábamos de forma que la columna quedara contra la bragueta; entonces tirábamos con fuerza hasta que le aplastábamos los huevos y la víctima se retorcía de dolor, insultaba, juraba que nos iba a abrir la cabeza. Algunos lloraban. Pero de todas maneras seguíamos haciéndolo».

    Mientras estamos muertos cuenta, la historia de una familia de clase obrera que va progresando en los años opresivos del tardofranquismo. El hijo, convertido en experto en fugas, como todos los animales con los que crece, narra la vida familiar a veces como historia de terror, a veces como comedia. Con una mirada original que rompe las convenciones del género, Ovejero habla de tensiones familiares, de violencias silenciosas, del deseo de escapar a las limitaciones de clase, y también de amor, creando un juego de espejos en el que no se refleja tanto el autor como el lector.

JOSÉ OVEJERO

BN_Jose_OvejeroJosé Ovejero (Madrid, 1958) ha publicado novela, poesía, teatro, cuento, ensayo y libros de viajes. Sus obras han recibido numerosos premios, entre ellos el Anagrama de ensayo (La ética de la crueldad, 2012) y el Alfaguara de novela (La invención del amor, 2013). Otras obras suyas son Escritores delincuentes (ensayo), Nunca pasa nada Los ángeles feroces (novelas), Qué raros son los hombres (cuentos) y Mundo extraño (Editorial Páginas de Espuma, 2018), por el que ganó el Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año. Es autor también del documental Vida y ficción. Ha colaborado frecuentemente con sus artículos y relatos en periódicos y revistas de España y de otros países. Su última novela es Humo.

“Malaventura”, de Fernando Navarro, un híbrido entre Lorca, Sergio Leone y Cormac McCarthy

Malaventura es el primer libro publicado por el guionista cinematográfico de gran éxito Fernando Navarro. Una obra que se encuentra a medio camino entre la novela y el libro de cuentos. Integrada por un conjunto de quince relatos que se desarrollan en el extremo oriental de Andalucía, entre las provincias de Granada y Almería, en un tiempo impreciso. Relatos protagonizados por personajes marginales y desesperados que tratan de sobrevivir en una tierra inhóspita y violenta. Mujeres barberas, cazaores, quinquis, demonios que se desplazan en las ondas de radio, guardias civiles, mercenarios de buen corazón o niños que maldicen a todo un pueblo: una novela de estampas que se lee como una tragedia lorquiana.

Malaventura es, en palabras de su autor, «una especie de western de ida y vuelta, repleto de influencias de las literaturas sureñas. Una especie de búsqueda, un intento de contar un lugar muy concreto que no existe pero que tiene nombres reales. Los relatos cuentan un estado de ánimo, cómo es la vida en un sitio desértico y extremo con esa dosis de romancero, western, novela negra, esperpento, y hasta literatura fantástica».

Nos encontramos ante un neorromancero western con el sur como obsesión, ambientado en una Andalucía maldita y extrema, remota y auténtica, con sabor a Lorca, a las letras del cante jondo y a la épica desesperada de las películas de Sergio Leone, que se lee como una novela de iniciación y muerte.

«Alguien me contó una vez que los indios o los gitanos colocan una moneda de plata en los párpados de sus muertos para que el viaje de vuelta a donde sea que viajen se emprenda en calma, seguro, tranquilo. Y para que los dejen entrar en el cielo. Yo no tengo ni idea de esas cosas. Me suenan a historias de indios, de supersticiosos o de gitanos. Del más allá yo solo sé lo que vi en los ojos del cartagenero cuando entré en su cortijo, que olía a geranios. El cielo y el infierno son lo mismo: un sitio negro del que no se regresa.»

Malaventura es un híbrido entre Lorca, Sergio Leone y Cormac McCarthy, compuesto por un ramillete de impactantes relatos escritos con una prosa magnífica y en un lenguaje que incorpora rasgos y palabras propias del habla andaluza propia de la zona. «Lo he escrito como hablo, como hablan mis amigos y con las palabras que uso. No ha sido un ejercicio literario», ha reconocido su autor.

Malaventura me ha parecido un libro magnífico, de lectura ágil y entretenida, y que se lee con gusto. Más que recomendable.

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SINOPSIS

Un acid western de aires tarantinescos.

Los héroes y los villanos se desdibujan en Malaventura, una suerte de neorromancero ambientado en una Andalucía desesperada y remota, a la vez que irreal y auténtica, mítica y salvaje, llena de personajes extremos: quinquis, hechiceras, cazadores, demonios que se desplazan por las ondas de la radio, mercenarios de buen corazón o niños que maldicen a todo un pueblo. Una mujer barbera atrapada en una reyerta. El cruel linchamiento de un legendario bandolero. Una misteriosa matanza en una fonda en la que el único testigo es un burrico. El amor imposible entre una vidente y un forajido. Una inundación que sigue su curso llevándose por delante todo lo que encuentra a su paso o la inesperada visita de los fantasmas del pasado que buscan ajustar cuentas con un violento guardia civil.

Malaventura

    «Nunca fui un niño bueno. Aunque casi no fui un niño ni tampoco viví como un niño ni reí como un niño o jugué como juegan los niños más que los años justo antes de desarrollar y dejar salir a la calle lo que fuera que me habitara por dentro. Esa cosa turbia. Pronto, muy pronto, sentí la necesidad de enredar. De fastidiarlo todo. De convertir lo poco de niño que me quedaba en el cuerpo en el rastro lejano de un espectro. De verlo arder y caminar sobre sus cenizas. Recordar los pocos años de niñez e inocencia que tuve como si fueran el rastro que deja en los recuerdos un sueño bonito. Bueno, no os engaño: yo no tengo de esos sueños. Ni siquiera cuando duermo arropao por varios pellejos de aguardiente que me he metido entre pecho y espalda la noche anterior y al calor de los muslos de alguna.»

FERNANDO NAVARRO

Fernando_Navarro_(Guionista)Fernando Navarro nació en Granada en 1980. Como guionista de cine ha colaborado, entre otros, con cineastas como Álex de la Iglesia, Rodrigo Cortés, Paco Plaza, Jonás Trueba o Jaume Balagueró. Ha sido dos veces nominado a los Premios Goya, en las categorías de Mejor Guion Original y Mejor Guion Adaptado. Entre su filmografía destacan Toro (2016), Verónica (2018) o Cosmética del enemigo (2020). Su último guion hasta la fecha es Bajocero (2021), un thriller para Netflix que llegó a posicionarse como número uno en más de 55 países. Es miembro del Writers Guild of America y ha impartido talleres de Escritura Creativa en la Universidad de Siracusa y en Le Moyne College, ambos en Nueva York. Ha colaborado con medios como Radio 3Cadena SERMondoSonoro o Letras LibresMalaventura es su primera novela.

“Tierra de olivos”, de Antonio Ferres

Tierra de olivos, del madrileño Antonio Ferres, se publicó por primera vez en 1964 por la editorial Seix Barrall. En 2004, Gadir, una editorial que ha venido interesándose por títulos relacionados con el mundo rural y con los viajes, recuperó el libro en una esmerada edición.

Tierra de olivos pertenece al género de libros de viajes. Un viajante de comercio, que va recorriendo diferentes pueblos de las tierras andaluzas de Córdoba y Jaén, nos narra en primera persona las vivencias de este viaje, que se mezclan con los recuerdos de otros viajes anteriores.

    «Sube y baja gente campesina. Un muchacho cetrino, que arrastra una cesta y lleva un conejo casero sujeto por las patas, se despide del cobrador del autobús.

    -Ha habío buena cosecha de aceituna…

                  Sí, cosechón sí ha habío, pa los que tienen -aclara el chico.

    A la puerta de un ventorro que se llama Ventorro de los Dos Hermanos una mujer extiende en el suelo las sábanas blancas, recién lavadas, sobre la hierba. En las crucetas de los postes del teléfono se para una bandada de pájaros. Y, ahora, se espantan, se desparraman por todo el aire, cuando pasa al lado el coche de línea.» 

Con un lenguaje sencillo y preciso, a veces poético, Ferres nos presenta en su libro hermosas descripciones de los campos y de los pueblos andaluces, al tiempo que denuncia el abandono y la lacra del latifundismo en esta zona de España, lo que empuja a sus habitantes a la pobreza y a la emigración, con la consecuente despoblación de estas tierras.

En fin, un libro hermoso y recomendable, que nos acerca, con bastante antelación, al fenómeno hoy conocido como la España vacía.

«El libro de viajes, la entrañable exploración literaria de una región de España, se ha convertido en los últimos años en un género que cultivan la mayor parte de nuestros jóvenes narradores. Y, sin duda, a cada nuevo intento el género se enriquece, el punto de vista del relator se matiza. Tierra de olivos es un escalón más en la conquista de ese género. El autor ha conseguido integrarse en el mundo descrito como un personaje natural, muy distinto del literato viajero que nos habla en primera persona en otros libros semejantes. Los campos y los pueblos de Córdoba y de Jaén, las gentes de una de las zonas más ricas y peor tratadas por la historia reciente de nuestro suelo, se producen ante el lector de una manera totalmente espontánea, con el mínimo de artificio de que necesita una crónica conmovida.»

                         Editorial Seix Barrall, 1964

   «… la narración se complementa con señaladas reflexiones del viajero sobre su infancia, en las que resuenan los ecos de la guerra, los años del hambre, el miedo o la orfandad. Valiéndose de una prosa concisa y sin adornos, Antonio Ferres capta y explora así de manera certera un paisaje humano, geográfico e histórico imperecederos.» Javier Escuder. Blanco y Negro Cultural

  «Frente a otros viajeros que se deleitan en el romanticismo paisajístico, en el bucolismo o en la guía turística, Ferres, con su punto de vista a ras de barro, con su prosa contenida pero cálida, nos enfrenta con un paisaje ético.» Isaac Rosa.

SINOPSIS

Tierra de olivos fue publicada por primera vez en 1964. Nos recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa. Nos recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa, y pertenece a la estirpe de obras como Viaje a la Alcarria, de Cela, y Campos de Níjar, de Goytisolo, con las que es comparable en cualidades, aunque difiere de ellas lo suficiente como para afirmarse su singularidad. Tierra de olivos se ha adscrito al realismo social y siempre se ha considerado como «libro de viajes», pero ni una ni otra caracterización hacen del todo justicia a esta obra que se resiste a una clasificación sencilla.

Obra realista y no ajena a la intencionalidad social que se le atribuye, y narración de un viaje, es al mismo tiempo el relato de la pequeña epopeya personal ele su protagonista, y de un desarraigo que tiene su origen en la Guerra Civil. La obra tiene innegables visos existencialistas y constituye al mismo tiempo un hermoso e imperecedero relato antropológico de la tierra que recorre. Está llena también de poesía en su sobriedad y en su deliberada reiteración de situaciones, en el anegarse en un paisaje, el olivar andaluz, al que maldicen sus «siervos», los jornaleros, pero cuya belleza no escapa al protagonista, que lo busca como paliativo de su hastío, ni al lector atento. Todo ello hace de Tierra de olivos una obra duradera, que trasciende con mucho el interés circunstancial del momento y el lugar en que fue escrita.

                                        Edición de Gadir, 2004

     «Cuando me quedo solo, tengo ganas de andar por el campo, de huir del pueblo y marcharme campo a través. El pueblo está rodeado de cerros de tierra roja, con olivares, y en la claridad del cielo se recorta la silueta de alguna palmera. (…) El campo se ha quedado en una quietud absoluta, silencioso y como preparándose para la noche. Me gusta pisar la tierra suelta, colorada, frente al olivar. (…) Siempre me gusta salir de los pueblos grandes y pisar la tierra del campo, refugiarme bajo los olivos, donde hay quietud y no se oye más que -de vez en cuando- el silbo del aire.

ANTONIO FERRES

Antonio Ferres nació en Madrid en 1925, donde vivió hasta 1964. Su bautismo literario se produjo con la obtención del Premio Sésamo en 1954. En 1964 emigró primero a Francia, y ha residido en México, Estados Unidos y Senegal, ejerciendo como profesor de literatura española hasta su regreso a España, en 1976. Con la publicación, en 1959, de La piqueta, obtuvo un éxito inmediato y desde entonces fue considerado como uno de los principales autores del realismo social español. Obtuvo el Premio Ciudad de Barcelona por su novela Con las manos vacías y el Premio de Poesía Villa de Madrid por La inmensa llanura no creada.

OTROS FRAGMENTOS DEL LIBRO

    «A muchísima gente de los pueblos le pasa siempre lo mismo, que no le importa un comino la riqueza del olivar. Esta vez me he alojado en el mismo sitio. Como he vuelto a trabajar el limpiametales, me hacen ahora algunos pedidos. Por las tardes he andado por las mismas tabernas. Debido a que hoy es domingo, después de comer había más animación. Hasta me parece que he visto a gente que conocía de la otra vez. Pero puede que fueran caras que recuerdo no sé de dónde. En muchos pueblos me pasa. En un tabernucho había unos tipos que se habían puesto a cantar y a hacerse palmas. Cantaban mal y se paraban para echarse el vaso al coleto. Uno picado de viruelas bebía casi de un trago. Se limpiaba con la palma de la mano y ponía cara de guasa.
    -Hay que ver cómo está España, que el que trabaja no come y el que come no trabaja -dijo con un soniquillo igual que si fuera a empezar una copla.
    -¿Es un cantar?
    -Es un cantar y es la pura verdá.
    -Si en toavía hubiera trabajo tó el año… -comentó otro.
    -Lo que yo digo es que trabajen los burros, que pa lo que te rinde el currelar toa la pajolera vida…
    -Ahora, que la gente no se aguanta ya, ni se echa a morir. Tós los que podemos nos vamos por ahí a buscar.
    -Yo sí que me iba a buscar la Gagá del lagarto, sí. ¡Me cago en diez! -dijo el de la cara picada de viruelas.
    Los que le acompañaban volvieron a sonar las palmas. Tiraban a su compañero de la manga de la chaqueta, avisándole de lo peligrosa que era su conversación. Uno se puso a cantar por lo bajo, y me miraba de vez en vez. Cantaba mal. Yo no entendía la letrilla.
    -Yo también soy pobre -dije.
    -Sí, señor.
    El de las viruelas se me acercó, con cara de pesadumbre.
    -Mire usté, siempre ha habío pobres, pobresillos y pobretones. Lo malo es ser de lo más pobretonsillo -dijo.» 
           […]

   «Era ya noche cerrada cuando llegamos a Cabra. Había un puente. A un lado del arroyo se veía un laberinto de plazas que bajaban en escalafón, iglesias, un jardín con palmeras y las almenas de un castillo. Pasado el puente blanqueaba el pueblo sobre la colina, como un montón de azúcar. También era sábado y las tabernas y las barberías estaban llenas de hombres. Asomaban las caras a la puerta. Por las calles, de vez en cuando, se veía pasar algún asno con las albardas cargadas de aceitunas. En lo alto de la calle principal estaba el Ayuntamiento. La fachada tenía una insignia del yugo y las flechas, con bombillas encendidas. Delante había un jardincillo con luz fluorescente. Calles pinas de casas blancas, empedradas con cantos redondos. De trecho en trecho, entre tramo y tramo de las callejas, había un arco, bajo el que discurría la calzada. Eran puertas por las que entraba toda la calle. Se asomaban mozas a los patios. Yo daba vueltas y más vueltas, mirando las tiendas cerradas o con los cierres a medio echar. Veía abrirse plazuelas con fuentes empotradas en la pared, con tiestos de geranios o de enredaderas, colgados en los muros o rodeando los dinteles de las ventanas.» 

“Viejas historias de Castilla la Vieja”, de Miguel Delibes

 Los diecisiete relatos que forman estas Viejas historias de Castilla la Vieja se publicaron por primera vez en 1960, junto con una serie de grabados de Jaume Pla, con el título de Castilla. Posteriormente la editorial Lumen los publicaría, ya con su título definitivo, en 1964.

Víctor García de la Concha nos dice, en el Prólogo del tomo III de las Obras completas, Ediciones Destino, de Miguel Delibes, lo siguiente sobre esta extraordinaria obra del escritor vallisoletano:

«Viejas historias de Castilla la Vieja se sitúa en un espacio intermedio entre el cuento y la novela: el espacio de las memorias particulares. Es el discurso que hace “el Isidoro”, un hombre de pueblo que regresa a él tras cuarenta y ocho años de ausencia en Panamá. A lo largo del discurso van quedando diseminados datos que permiten recomponer su historia hasta ese momento. Hijo de labradores relativamente acomodados, su padre que, aunque rudo, tiene una veta ocasional de pensador y al que, por su costumbre de subir a la meseta del páramo, llaman en el pueblo “Mahoma”, quiere darle estudios y, así, en 1905 lo manda a un colegio de la ciudad para que haga el bachillerato. Profesores y alumnos lo consideran de pueblo –“llevas el pueblo escrito en la cara”, le espeta un profesor–, lo que le hace avergonzarse y tratar de evitarlo. Cuando vuelve al pueblo le gusta, por el contrario, que los compañeros le digan que “va cogiendo andares de señoritingo”. Pero en su relato confiesa que desde chico notaba en el interior “un anhelo exclusivamente contemplativo” y tal vez por eso nunca la interesó el colegio, y despreció la petulancia de los profesores y sus explicaciones. Cuando preguntaban por lo que realmente le importaba –algunos fenómenos geológicos de su pueblo, en concreto– las respuestas le parecían vacías abstracciones: él quería simplemente que le “respondieran en cristiano”. Un día que su padre vino a visitarle, el profesor le desengañó: “De aquí no sacaremos nada; lleva el pueblo escrito en la cara.”

Un día de verano, al cumplir catorce años, el padre lo subió con él al páramo, y a solas, sin testigos, le preguntó si definitivamente quería estudiar o no. La respuesta fue negativa. “Y trabajar en el campo?” Responder de nuevo que no, le costó un buen castigo: ”Me sacudió el polvo en forma y, ya en casa, soltó al Coqui y me tuvo cuarenta y ocho horas amarrado a la cadena del perro sin comer y beber.”

Así que, como dirá después, “en cuanto pude, me largué” del pueblo.»

Sin embargo, el emigrante pronto se da cuenta de que en la gran ciudad no se atan los perros con longanizas. Descubre que ya no le mortificaba ser de pueblo y hasta empieza a añorar las cosas de su humilde aldea.

     «Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.»

Delibes nos presenta en estas Viejas historias de Castilla la Vieja una visión del medio rural castellano que conocía de primera mano, ya que son hechos y situaciones que vivió durante su infancia y adolescencia. Son pequeñas historias llenas de ironía, lirismo y sensibilidad, de las que se desprende una gran amor por unas formas de vida hoy casi desaparecidas y que tan bien conocía el escritor vallisoletano. Los protagonistas de estas historias son personajes sencillos con una fuerte vinculación a la tierra que les vio nacer.

Viejas historias de Castilla la Vieja es un libro magistralmente escrito, con un lenguaje vivo y sencillo, y que contiene hermosas estampas del campo castellano.

Un libro muy recomendable. El propio autor lo ha señalado como unos de sus libros preferidos:

«A lomos del idioma y de los grabados de Pla recogí en cincuenta páginas la Castilla que me gustaba de la mitad del siglo XX, una Castilla estática, que no cambiaba, siquiera los propios castellanos tampoco parecieran desearlo. Simplemente vivían: trabajaban, se enamoraban, celebraban pequeñas fiestas y no aspiraban a más. Tan pronto terminé aquellas historias –en apenas una semana– advertí una cosa: aquel medio centenar de páginas decían más que ningún otro libro mío sobre lo que era Castilla y lo que eran los castellanos. El paisaje árido, sus habitantes, las costumbres, los secretos del campo, las siembras de año y vez… cabían en cuatro líneas y no necesitaban mayor explicación. Entonces concluí que Viejas historias de Castilla la Vieja era mi obra preferida por su limpio perfil de Castilla, y tan sólo cuando nacieron más tarde Los santos inocentes, y El hereje apelé al viejo truco de dividir mis obras en breves, medianas y largas. De las primeras, Viejas historias de Castilla la Vieja era la más representativa; Los santos inocentes lo era de las segundas y, finalmente, lo era El hereje de las novelas largas. Una manera de no dejar nada en el tintero y todos contentos.» 

    Nota del autor en la edición de sus Obras completas, Ediciones Destino, 2007

SINOPSIS

Hay una manera de ser de pueblo como hay una manera de ser de ciudad. En la ciudad las cosas cambian de prisa; los altos edificios, las luces y los automóviles que no cesan, esconden como pueden el apresuramiento atontado de la multidud, los gozos –si los hay– y las penas, si te paras a pensar. Una ciudad pesa tanto que da pavor pensar en ella. El pueblo está ahí, sumiso, apagado, mezclándose cada vez más con el color de la tierra. ¿Que han pasado cuarenta y ocho años y vuelves de las Américas? ¿Y qué? En Castilla no se cuenta por años sino por siglos, y allí estarán esperándote, todo igual, las casas, los árboles, los campos agotados, las gentes envejecidas, el arroyo que pasa entre cañizos y el polvillo de la trilla pegado a los muros.

     «El páramo es una inmensidad desolada y, el día que en el cielo hay nubes, la tierra parece el cielo y el cielo la tierra, tan desamueblado e inhóspito es. Cuando yo era chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni había hitos en él, ni jalones de referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que sólo de mirarle se fatigaban los ojos. Luego, cuando trajeron la luz de Navalejos, se alzaron en él los postes como gigantes escuálidos y, en invierno, los chicos, si no teníamos mejor cosa que hacer, subíamos a romper las jarrillas con los tiragomas.»

La precisión, riqueza y naturalidad de la prosa, un profundo conocimiento del medio humano y del entorno geográfico de los pueblos de la Meseta, la combinación de distanciamiento irónico y simpatía profunda hacia el mundo rural se funden en las prodigiosas estampas contenidas en «Viejas historias de Castilla la Vieja». Un emigrante regresa a su aldea tras una larga ausencia y rememora la vida de un pueblo castellano de principios del siglo XX: por una parte, estancamiento, rutina, superstición, atraso, pobreza; por otra, sensación de arraigo y pertenencia, relaciones comunitarias, contacto inmediato con vínculos primarios.

MIGUEL DELIBES

miguel_delibes2_0Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) se dio a conocer como novelista con La sombra del ciprés es alargada, Premio Nadal 1947. Entre su vasta obra narrativa destacan Mi idolatrado hijo Sisí, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario, Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris o El hereje. Fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura (1955), el Premio de la Crítica (1962), el Premio Nacional de las Letras (1991) y el Premio Cervantes de Literatura (1993). Desde 1973 era miembro de la Real Academia    Española.

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OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     El día que me largué, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro y, al besarlas en la frente, la Clara, que sólo dormía con un ojo y me miraba con el otro, azul, patéticamente inmóvil, rebulló y los muelles chirriaron, como si también quisieran despedirme. A Padre no le dije nada, ni hice por verle, porque me había advertido: «Si te marchas, hazte a la idea de que no me has conocido». Y yo me hice a la idea desde el principio y amén. Y después de toparme con el Aniano, bajo el chopo del Elicio, tomé el camino de Pozal de la Culebra, con el hato al hombro y charlando con el Cosario de cosas insustanciales, porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas y si uno se va, ya volverá; y si uno enferma, ya sanará; y si no sana, que se muera y que le entierren. Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas medran y se reproducen es porque uno les dio su sangre y su calor y nada más.

[…]
     Y de eso —de tesos— no andamos mal en mi pueblo, pues aparte el páramo de Lahoces, tenemos el Cerro Fortuna, el Otero del Cristo, la Lanzadera, el Cueto Pintao y la Mesa de los Muertos. Este de la Mesa de los Muertos también tiene sus particularidades y su leyenda. Pero iba a hablar de las tierras de mi pueblo que se dominan, como desde un mirador, desde el Cerro Fortuna. Bien mirado, la vista desde allí es como el mar, un mar gris y violáceo en invierno, un mar verde en primavera, un mar amarillo en verano y un mar ocre en otoño, pero siempre un mar. Y de ese mar, mal que bien, comíamos todos en mi pueblo. Padre decía a menudo: «Castilla no da un chusco para cada castellano», pero en casa comíamos más de un chusco y yo, la verdad por delante, jamás me pregunté, hasta que no me vi allá, quién quedaría sin chusco en mi pueblo. Y no es que Padre fuese rico, pero ya se sabe que el tuerto es el rey en el país de los ciegos y Padre tenía voto de compromisario por aquello de la contribución. Y, a propósito de tuertos, debo aclarar que las argayas de los trigos de mi pueblo son tan fuertes y aguzadas que a partir de mayo se prohíbe a las criaturas salir al campo por temor a que se cieguen. Y esto no es un capricho, supuesto que el Felisín, el chico del Domiciano, perdió un ojo por esta causa y otro tanto le sucedió a la cabra del tío Bolívar. Fuera de esto, mi pueblo no encerraba más peligros que los comunes, pero el más temido por todos era el cielo. El cielo a veces enrasaba y no aparecía una nube en cuatro meses y, cuando la nube llegaba al fin, traía piedra en su vientre y acostaba las mieses. Otras veces, el cielo traía hielo en mayo, y los cereales, de no soplar el norte con la aurora que arrastrara la friura, se quemaban sin remedio. Otras veces, el agua era excesiva y los campos se anegaban arrastrando las semillas. Otras, era el sol quien calentaba a destiempo, mucho en marzo, poco en mayo, y les espigas encañaban mal y granaban peor. Incluso una vez, el año de los nublados, el trigo se perdió en la era, ya recogido, porque no hubo día sin agua y la cosecha no secó y no se pudo trillar. Total, que en mi pueblo, en tanto el trigo no estuviera triturado, no se fiaban y se pasaban el día mirando al cielo y haciendo cábalas y recordaban la cosecha del noventa y ocho como una buena cosecha y desde entonces era su referencia y decían: «Este año no cosechamos ni el cincuenta por ciento que el noventa y ocho». O bien: «Este año la cosecha viene bien, pero no alcanzará ni con mucho a la del noventa y ocho». O bien: «Con coger dos partes de la del noventa y ocho ya podemos darnos por contentos». En suma, en mi pueblo los hombres miran al cielo más que a la tierra, porque aunque a ésta la mimen, la surquen, la levanten, la peinen, la ariquen y la escarden, en definitiva lo que haya de venir vendrá del cielo. Lo que ocurre es que los hombres de mi pueblo afanan para que un buen orden en los elementos atmosféricos no les coja un día desprevenidos; es decir, por un por si acaso. 
[…]
     Y cuando llegué al pueblo advertí que sólo los hombres habían mudado pero lo esencial permanecía, y si Ponciano era el hijo del Ponciano, y Tadeo el hijo del tío Tadeo, y el Antonio el nieto del Antonio, el arroyo Moradillo continuaba discurriendo por el mismo cauce entre carrizos y espadañas, y en el atajo de la Viuda no eché en falta ni una sola revuelta, y también estaban allí, firmes contra el tiempo, los tres almendros del Ponciano, y los tres almendros del Olimpio, y el chopo del Elicio, y el palomar de la tía Zenona, y el Cerro Fortuna, y el soto de los Encapuchados, y la Pimpollada, y las Piedras Negras, y la Lanzadera por donde bajaban en agosto los perdigones a los rastrojos, y la nogala de la tía Bibiana, y los Enamorados, y la Fuente de la Salud, y el Cerro Pintao, y los Siete Sacramentos, y el Otero del Cristo, y la Cruz de la Sisinia, y el majuelo del tío Saturio, donde encamaba el matacán, y la Mesa de los Muertos. Todo estaba tal y como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales. Y ya en casa, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenían ya el cabello blanco, pero la Clara, que sólo dormía con un ojo, seguía mirándome con el otro, inexpresivo, patéticamente azul. Y al besarlas en la frente se la despertó a la Clara el otro ojo y se cubrió instintivamente el escote con el embozo y me dijo: «¿Quién es usted?». Y yo la sonreí y la dije: «¿Es que no me conoces? El Isidoro». Ella me midió de arriba abajo y, al fin, me dijo: «Estás más viejo». Y yo la dije: «Tú estás más crecida». Y como si nos hubiéremos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reír.

“Una auténtica ganga”, un relato de Jesús Carrasco

El 26 de abril del pasado año 2019, el escritor extremeño Jesús Carrasco Jaramillo participó en el Aula literaria Guadiana de Don Benito (Badajoz). Para tal ocasión el citado Aula presentó una edición no venal de un relato del escritor nacido en Olivenza, titulado Una auténtica ganga.

En dicho relato, Carrasco nos traslada a un pequeño pueblo situado en el suroeste de Extremadura. Allí Marcial, uno de los vecinos de la localidad que trata de ir tirando como puede, se enfrenta a la engorrosa tarea de vender la casa de su madre, recientemente fallecida, por un precio razonable.

     «Dos meses y medio después de que la anciana muriera, Marcial, su hijo mayor, colgó un cartel con un número de teléfono en la puerta de la que había sido la casa de su madre. Había usado un trozo de tabla laminada que le había sobrado de la reforma de su propia cocina. Una de esas maderas alargadas que se usan para tapar el hueco que queda entre la parte baja de los muebles y el suelo. Con un pincel barato que terminaría tirando al finalizar el trabajo, empezó a escribir “SE VENDE”, usando como modelo un rótulo que había impreso en un papel antes de salir de casa. Para la S inicial se molestó en imitar los grosores cambiantes de la tipografía e incluso dibujó con cuidado remates rectos en los extremos del trazo. La siguiente E todavía quería ser una letra de imprenta y, a partir de ahí, los demás caracteres fueron perdiendo progresivamente los atributos de molde por causa de la impaciencia. Se había convencido de que una buena venta empezaba por un buen cartel porque había escuchado en algún lugar que la primera impresión era la que quedaba. Pero viendo que imitar aquella tipografía le iba a llevar la mañana entera decidió que sería suficiente con que esa buena impresión se redujera a las primeras letras …»

Carrasco ha aprovechado esta narración para rendir un homenaje a la tierra donde están sus raíces y sitúa la historia en la localidad natal de la familia de su madre, «la blanca villa de Feria», el que fuera también territorio de su última novela, La tierra que pisamos. Aunque el nombre de la localidad pacense no aparezca explícitamente en el texto, sí aparecen referencias a topónimos locales que no dejan ningún lugar a dudas: el bar de Chamizo, el Castillo, la ermita de los Mártires, La Corredera…

El autor de Intemperie ha sabido reflejar muy bien la forma de ser, y hasta la forma de hablar de la gente de Feria, los llamados coritos, y nos ofrece un relato delicioso, salpicado de humor y lleno de buena escritura. Muy recomendable.

RELATO COMPLETO

      «Dos meses y medio después de que la anciana muriera, Marcial, su hijo mayor, colgó un cartel con un número de teléfono en la puerta de la que había sido la casa de su madre. Había usado un trozo de tabla laminada que le había sobrado de la reforma de su propia cocina. Una de esas maderas alargadas que se usan para tapar el hueco que queda entre la parte baja de los muebles y el suelo. Con un pincel barato que terminaría tirando al finalizar el trabajo, empezó a escribir “SE VENDE”, usando como modelo un rótulo que había impreso en un papel antes de salir de casa. Para la S inicial se molestó en imitar los grosores cambiantes de la tipografía e incluso dibujó con cuidado remates rectos en los extremos del trazo. La siguiente E todavía quería ser una letra de imprenta y, a partir de ahí, los demás caracteres fueron perdiendo progresivamente los atributos de molde por causa de la impaciencia. Se había convencido de que una buena venta empezaba por un buen cartel porque había escuchado en algún lugar que la primera impresión era la que quedaba. Pero viendo que imitar aquella tipografía le iba a llevar la mañana entera decidió que sería suficiente con que esa buena impresión se redujera a las primeras letras.
     Para cuando colgó aquel cartel, la casa ya había sido ofrecida, sin éxito, a todos los posibles interesados del pueblo. Había empezado por la familia, siguiendo un orden jerárquico que dictaba que la casa debía ser ofrecida primero a los parientes mayores más cercanos a la fallecida. Su tía Amalia, la única que quedaba en el pueblo, le dijo que no, que todavía estaba de luto por la muerte de su hermana pequeña. Tu madre ya me está esperando en el cementerio de los Mártires, le dijo: ¿Para qué quiero yo otra casa si ésta me va a sobrar dentro de nada? Dejó a la mujer murmurando en su cuartito de estar, manoseando las cuentas de su rosario bajo la falda de una mesa camilla en la que todavía ardía un brasero de picón. Siguió por los dos hijos de Amalia, sus primos. Al mayor se lo encontró en el bar de Chamizo, como cada día después de volver del campo. Marcial le habló de la casa y el primo le contó que la nueva nave para los cerdos que había construido el año año anterior le iba a tener entrampado durante los siguientes doce años y, de paso, le pidió que rezara porque el precio del jamón no siguiera cayendo como lo estaba haciendo. ¿Tú sabes que los chinos ya están haciendo jamón ibérico? Marcial salió del bar rogándole a Dios que respetara los precios del cerdo negro y que, por nada del mundo, permitiera que los chinos los criaran. A su primo pequeño se lo encontró a la mañana siguiente tratando de arrancar su moto junto a la puerta del ayuntamiento. Antes de que Marcial le dijera nada, el primo se adelantó y le dijo que estaba al tanto de lo de la casa por su hermano y por su madre y, de paso, le advirtió de que le iba a costar encontrar comprador, que la casa estaba en muy malas condiciones y que tendría que hacerle una buena reforma si quería deshacerse de ella. Precisamente salgo de una reunión con el alcalde por otro asunto, le dijo, y me ha hablado de unas subvenciones que da la Diputación para fomentar el turismo rural del pueblo. En cuanto se muera mi madre, es los que voy a hacer yo, coger la subvención y sacarme unas perras con los forasteros. Por cierto, ¿cuánto pides por la casa? Seis mil euros, le dijo, y como el primo se llevó las manos a la cabeza se apresuró a aclarar que si él la quería se la dejaba en cuatro mil.
     Lo intentó entonces con los vecinos, siguiendo también un orden no escrito que esta vez dictaba que debía empezar por los más próximos a la casa en venta. A Carmen, la vecina contigua, la buscó el primer domingo de agosto al salir de misa. Carmen, uniendo tu casa con la de mi madre te sale una mansión. Si la quieres yo mismo te hago una puerta para comunicarlas. Voy un sábado por la mañana, abro el hueco y me llevo los escombros. Marcial, le dijo Carmen, ya sabes que yo solo paso en el pueblo el mes de agosto. Con la casa que tengo me apaño. Tampoco el vecino de enfrente estaba interesado, ni ninguno de la misma calle ni del callejón trasero. Nadie quería comprar aquella especie de cueva de muros gruesos y ventanas como ojos de buey, con los suelos de pizarra y la vieja cuadra convertida en cocina. Las habitaciones eran pequeñas, ninguna ventana cerraba bien y había un patio en la parte trasera que tenía una cochineras viejas que había que derribar porque ocupaban la mayor parte del espacio. En el tejado los jaramagos prosperaban sin que nadie se lo impidiera y las golondrinas habían llenado los aleros con sus nidos de barro y la fachada con manchas de excrementos blanquecinos. Tampoco la antena de televisión era útil. La anciana solo sintonizaba los dos canales públicos que había visto durante toda su vida.
     Los pocos vecinos del pueblo que se habían acercado a ver la casa, casi todas mujeres, lo hicieron, no tanto porque quisieran comprarla, sino por ver cómo la tenía la anciana por dentro. La visitaban de dos en dos prestándole más atención a las fotos que todavía colgaban de las paredes que a la distribución o a la calidad de la obra. Esta es de cuando se casó la pobre. Si me acuerdo yo de aquel día. Menudo convite, llegó a decir una con sorna, porque tu madre era generosa como ella sola. El hijo aprovechaba las visitas para abrir las ventanas y las puertas durante un rato y para recoger del suelo las cartas del banco o los recibos de la contribución municipal. Las mujeres recorrían las habitaciones a sus anchas, subían al doblado y, cuando bajaban preguntaban por el precio de venta, que ya todo el pueblo conocía, y le decían al hijo que seis mil euros eran un dineral porque la casa había que derribarla. Luego se alejaban calle arriba, cuchicheando como unas adolescentes que hubieran visto el miembro rosado de un exhibicionista.

                                                Fotografía de Justa Tejada

     Tuvieron que pasar el otoño y el invierno para que, a la primavera siguiente, alguien llamara por fin al número de teléfono. Era un sábado por la mañana de principios de marzo y, a esa hora, el hijo estaba en el campo fumigando los olivos con el tractor. Paró el motor y cogió la llamada. Al otro lado la voz de un hombre joven le dijo que estaba en ese mismo momento frente a la puerta de la casa en venta y que le gustaría verla. El hijo intentó demorar la vista un par de horas, pero la voz al otro lado le contó que estaba de paso y que no volvería al pueblo, así que Marcial plegó el apero de fumigar, se puso en marcha y veinte minutos después estaba aparcando en la parte baja de la calle, detrás de un todoterreno blanco que no había visto nunca.
     Cuando llegó a la puerta se encontró con una pareja más o menos de su edad, una niña de unos siete u ocho años y un galgo con un pañuelo rojo anudado al cuello.
     ¿Fernando?, preguntó el recién llegado ofreciendo su mano al desconocido, soy Marcial.
     Esta es Mónica, mi compañera. Esta pequeñina es Nagore y ese granuja de ahí, Tongo.
     Marcial le dio la mano con fuerza a la mujer, le sonrió forzadamente a la niña y, a continuación, se sacó del bolsillo un juego con dos llaves. El día era soleado y la claridad rebotaba en las fachadas encaladas obligándoles a entrecerrar los ojos. Marcial agarró el pomo con una mano, introdujo la llave en la cerradura y trató de girarla.
     Es un pueblo súper bonito, dijo Fernando a su espalda. Hemos estado dando una vuelta por el castillo y luego hemos visitado una ermita que tiene unos columpios como muy antiguos al lado del cementerio.
     Los Mártires será, respondió el hombre mientras seguía forzando la llave.
     A veces cuesta abrirla, pero con un poco de aceite va como la seda. Tengo que tener yo grasa en el tractor.
    También hemos estado paseando por una plaza preciosa que hay ahí arriba, dijo la mujer. Una así como muy alargada.
     Sí, bueno. La Corredera la llamamos. Es el único sitio llano del pueblo. Todo lo demás ya veis que está en cuesta, dijo justo cuando la llave finalmente giraba.
     La niña había estado todo el tiempo cogida a la pierna de su madre viendo como aquel desconocido forcejeaba con la puerta.
      Bueno, vamos allá, dijo el hombre. A ver qué os parece la casa. Empujó la puerta, pero no se abrió.
     ¡La puta puerta de los cojones!, dijo.
     La pareja se sobresaltó e, instintivamente, buscaron los ojos de la niña que seguía agarrada a la pierna de su madre.
    Echaros un poco para atrás, hacedme el favor, les pidió.
    La familia se retiró un par de pasos y el hombre, agarrado al pomo, cogió impulso y lanzó todo el peso de su cuerpo contra la pequeña hoja. La chapa de metal cedió con un chirrido y el hombre entró a trompicones en la casa como si acabara de meter un estoque hasta el corvejón.
     Su puta madre, le oyeron decir desde el interior y luego, entrad, entrad.

                                       Fotografía de Manuel Sayago

     El paso brusco de la calle refulgente al espacio interior contrajo sus pupilas y, durante unos segundos, se sintieron flotar en medio del vacío. Olía a papel húmedo y a comida en mal estado y sus caras se arrugaron. Fernando apretó con fuerza la mano de Mónica en un gesto en el que mezclaban el desagrado y la intuición de que no iban a sacar nada en claro de aquella visita, que allí la energía estaba estancada y no fluía. Pero a medida que sus pupilas se empezaron a relajar y fueron revelándose los detalles del lugar, sus manos se aflojaron y sus rostros pasaron a expresar un asombro infantil, como si fueran los primeros visitantes de una cueva prehistórica repleta de bisontes y de figuras de cazadores a la carrera.
     Voy a abrir la puerta del corral para que veáis mejor, dijo Marcial. La luz está dada de baja porque, con la casa vacía, es un derroche de dinero.
    El hombre descendió por el pasillo que caía hacia el patio posterior mientras los visitantes continuaban admirando en silencio las vigas de madera del techo, el viejo fogón, profundo y tan alto como para que cupieran de pie. Recovecos, alacenas, una escalera subiendo a quién sabe qué prometedora buhardilla y hasta lo que les pareció el brocal de un pozo junto a una de las paredes. Se acercaron para comprobar que lo que acababan de ver era cierto y pasaron la mano por el piedra de granito y cuando levantaron la tapa de madera para asomarse al interior sintieron la humedad subir por sus rostros maravillados.
     A ese pozo se le mete escombro y se ciega sin problemas, dijo el vendedor a sus espaldas llegando desde el corral. Yo mismo los traigo con el tractor. Antes, como no había agua corriente, algunas casas tenían sus propios pozos, pero ahora son un peligro para los niños dijo buscando a la pequeña, que había desaparecido junto al perro.
    Lo mejor que tiene la casa es que está muy bien pintada. A mi madre le gustaba mucho que la casa estuviera siempre pintada porque decía que se limpiaba mejor, la pobre.
    En las paredes brillaban, superpuestas, incontables capas de pintura ocre bajo las cuales quedaban atemperadas las rugosidades de la obra primigenia, los ladrillos de los arcos y olas bóvedas y las maderas empotradas de antiguos dinteles.
     Siempre estaba la mujer con un paño. Qué limpia era.
    Esta era la cocina antigua, les dijo señalando al fogón. Fíjate que todavía está el gancho del que colgaban los peroles. Mi madre no tiraba nada.
     La pareja no salía de su asombro. Aquello era un sueño que ya se veían rehabilitando.
    El suelo no está derecho, dijo la niña, que acababa de aparecer seguida por el perro.
    Los padres, todavía sin palabras, miraron al suelo que, en aquella parte de la casa, era de cemento vivo. Unas estrías cruzaban de lado a lado aquella especie de arroyo gris que se vertía desde la puerta principal a la trasera abriéndose paso entre las redondeadas losas de pizarra.
     El dueño les contó que casi todas las casas antiguas del pueblo eran así. Las nuevas ya no. Ahora, con las máquinas que hay, la gente deja los solares llanos, pero cuando se hicieron estas casas viejas no había cojones de picar toda la pizarra que hay aquí debajo.
     La pareja buscó a su hija para ver si había escuchado lo que el hombre acababa de decir pero la niña ya se había ido otra vez detrás del perro.
     Este cemento se levanta muy fácilmente con un martillo neumático.
     A mí me encanta el suelo así, como industrial, le susurró Mónica a Fernando.
     Marcial se acercó a la puerta de la calle y simuló que tiraba del ronzal de una caballería imaginaria. Por aquí entraban las bestias, por eso el suelo tiene rayas, aclaró. Para que no perdieran pezuña. Mis padres tuvieron burro, como quien dice, hasta ayer. Lo entraba el hombre por aquí cuando llegaba del campo y lo llevaba hasta el corral. Con el puño cerrado a la altura de la cabeza de su burro invisible, el hombre descendió el pasillo seguido por los visitantes y así llegaron a la cocina donde al hombre solo le faltó palmear al aire contra la grupa imaginaria del burro de su padre que, quizá en su imaginación, salió por la puerta del corral donde ya le esperaban el pienso y el agua.
     La cocina era una habitación de techo abovedado con pesebres adosados a los muros. Sobre ellos la vieja había colocado unas tablas forradas de hule en las que descansaban una hornilla de gas y el escurreplatos. Colgaban de las paredes cazos de cobre y algún perol oscuro y también ramos de tomillo seco y una ristra de pimientos choriceros.
     Cuando mi padre se puso malo y dejó de ir al campo, vendieron el burro y pusieron aquí la cocina. No os asustéis, esto se tira todo y se hace aquí una casa en condiciones. Lo malo es que el ayuntamiento no deja que se caigan las bóvedas, que son típicas de este pueblo. Pero vamos, la gente las aguanta un tiempo y una noche les quitan tres o cuatro puntales y después de un invierno de tormentas se cae el techo y a ver quién va a decir nada. Yo mismo vengo con el remolque y la pala y os dejo el solar limpio por cuatro perras. Y de paso cegáis el pozo.
     No hará falta, dijo Fernando. La casa es bonita así, como está.
     El hombre se detuvo y, durante un par de segundos se quedó callado con la mirada perdida.
    Bonita, hombre, depende de como se mire. A mí me gusta porque es la casa en la que mi madre ha vivido los últimos cuarenta años pero tiene sus inconvenientes. Se quedó de nuevo en silencio, ponderando lo que iba a decir.
     Mira, Fernando, yo no quiero engañaros. La casa está muy vieja y si luego tenéis problemas no quiero que vengáis a pedirme cuentas a mí. Yo no sé si os interesa o para qué la querríais pero lo que es seguro es que hay que arreglarla. Si no queréis, no la tiréis, pero esta cocina, por ejemplo, habría que hacerla entera.
     Pues yo pienso lo contrario, dijo Mónica. Esta cocina es una maravilla. Lo que hay que hacer es sacar los materiales originales, convertir los pesebres en espacios de trabajo y, sobre todo, picar toda la pintura acumulada.
     El hombre hizo un gesto de desaprobación.
    Pero mujer, cómo vas a quitar la pintura, con la de capas que tiene. Tú sabes la mierda que sueltan estas paredes. Me acuerdo yo de niño que siempre había arena en las lentejas porque se deshacían las juntas de los ladrillos del techo. Por eso empezaron mis padres a pintar la casa. Hazme caso, te lo digo yo que hago chapuzas los fines de semana. Lo que más me piden es que tape los ladrillos con yeso o con cemento y deje las paredes lisas. Y luego pintura, cuanta más mejor.
     Escucharon el sonido de una moto petardeando en la puerta de la casa y luego una voz que llamaba al dueño. El hombre salió de la cocina sin excusarse dejando solos a los visitantes que, inmediatamente, cruzaron sus miradas. Desde la puerta principal llegaban fragmentos de la conversación que el dueño estaba manteniendo con el visitante. El ruido del motor impedía una escucha clara pero, aún así, distinguieron las palabras “forasteros”, “matrimonio” y “galgo”.

                                              Fotografía de Manuel Sayago

     La pareja aprovechó la ausencia del dueño para intercambiar opiniones en voz baja.
    ¿Pero tú has visto esas maderas? ¿Y las losas de pizarra del suelo? ¿Y qué me dices de los pesebres, por Dios? Son súper monos. Tiramos este tabique, aquí puede ir la cocina, con la campana por aquí, dijo Mónica señalando con el dedo el recorrido del futuro tubo contra la pared. Luces indirectas allí, un rincón para lectura junto al fogón grande, quitamos toda la pintura, al pozo le ponemos un cristal chulo encima y lo iluminamos por dentro, una escalera de acero corten para subir a la buhardilla, ventanas de doble cristal, suelo hidráulico en las habitaciones, una ducha en lluvia y hasta una piscinita sin borde en el patio de ahí detrás.
     El sitio es como de ensueño
     ¿Te gusta?
     Me encanta.
     Pues preguntémosle cuánto pide.
     ¿Me estás diciendo que vamos a comprarla?
     No. De momento solo vamos a preguntar el precio.
     Se cogieron de la mano, excitados por la inmediatez de lo que estaba sucediendo y las apretaron porque, en su interior sentían, sin decirlo, que la energía había regresado.
     Escucharon el ruido del motor que se alejaba de la casa y al cabo de unos segundos Marcial llegó a la cocina.
     Ya estoy aquí. Era un primo mío.
     El hombre se quedó callado, mirando al suelo.
     ¿Sabes cuál es la potencia contratada de la casa?, preguntó Mónica.
    Veréis, dijo Marcial ignorando la pregunta. No os vais a creer lo que me acaba de pasar. La casa lleva en venta un año y medio y, justo ahora que la estabais viendo, ha llegado un primo mío a decirme que la quiere comprar. Se conoce que se ha enterado de que estabais aquí y se ha agobiado. Me jode haberos hecho perder el tiempo.
     Se despidieron en la puerta y, mientras Marcial quitaba el cartel, los vio bajar la calle y abrir con un mando a distancia el todoterreno blanco. El maletero se abrió automáticamente y el perro se subió a él y se enroscó sobre una especie de nido que allí había.
     De vuelta a Madrid, no abrieron la boca hasta pasada una hora.
     Era una casa súper bonita, ¿no crees?
     Tenía como mucho potencial, dijo Fernando. Es que ya nos estaba viendo allí. Leyendo en invierno en el fuego encendido.
     ¿Cuánto crees que valía?
     Yo creo que, regateando, se la hubiéramos sacado por sesenta o setenta mil euros. Una auténtica ganga.»

JESÚS CARRASCO

Jesús Carrasco Jaramillo nació en Olivenza (Badajoz) en 1972. A los cuatro años se trasladó con su familia a Torrijos, en la provincia de Toledo, y en 2005 a Sevilla, donde reside en la actualidad. Desde 1996 trabaja como redactor publicitario, actividad que compagina con la escritura. Intemperie le ha consagrado como uno de los debuts más deslumbrantes del panorama literario internacional y ha sido galardonada con el Premio Libro del Año otorgado por el Gremio de Libreros de Madrid, el Premio de Cultura, Arte y Literatura de la Fundación de Estudios Rurales, el English PEN Award y el Prix Ulysse a la Mejor Primera Novela. Ha quedado finalista del Premio de Literatura Europea en Holanda, del Prix Méditerranée Étranger en Francia, y de los premios Dulce Chacón, Quimera, Cálamo y San Clemente de España. Elegida como Libro del Año por El País en 2013 y seleccionada por The Independent como uno de los mejores libros traducidos en 2014 en Reino Unido.

Intemperie ha llegado ya a más de 30 países y ha sido traducida a una veintinueve lenguas. Además ha sido adaptada al cómic por Javi Rey y llevada a la gran pantalla con el mismo título por Benito Zambrano.

En 2016 publicó su segunda novela, La tierra que pisamos, con la que obtuvo el Premio de Literatura de la Unión Europea 2016.

Ya en 2017 apareció Levante, un cuento ilustrado por el propio Carrasco, que se publicó dentro de la obra colectiva Historias dentro de una caja, editada por la editorial pacense Universitas.

En 2005 había realizado una incursión en el género infantil con Castigada sin salir, un cuento escrito por Carrasco e ilustrado por Antonia Santolaya.

En El País Semanal de 2 de diciembre de 2018, aparecería el sentido articulo titulado Los libros que no leíamos, donde el autor “retrocede hasta el día en que se enamoró de los libros”.

Llévame a casa (2021), su última novela, se ha hecho merecedora de la XVII edición del Premio Dulce Chacón de Narrativa Española (2022), que concede el Ayuntamiento de Zafra a la mejor obra en castellano impresa y editada el año anterior.

En 2022, colabora en la obra titulada Imaginar un país, España en 2050, un ensayo colectivo sobre el futuro de España que ha reunido a algunos de los escritores más relevantes del panorama literario actual, con el texto titulado Contra el vencimiento.

Aunque vive en una gran ciudad, Carrasco se siente fuertemente ligado al medio rural. 

    «La mitad de mi vida la he pasado en el campo. Nací en Olivenza, un pueblo de Badajoz que está en la frontera con Portugal. Cuando tenía cuatro años, mi familia se trasladó a Torrijos, un pueblo de Toledo. He pasado mi vida entera dando tumbos por los caminos, subiéndome a los árboles, construyendo cabañas, cazando perdices a mano y conejos con hurones, haciendo ese tipo de cosas que se hacen en los pueblos. Es la tierra que amo, es mi lugar en el mundo en cierto modo.»

Jesús Carrasco

 

¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas

¿Qué me quieres, amor? reúne dieciséis relatos donde, Manuel Rivas, aborda el tema de la incomunicación personal en un mundo saturado de información y donde emergen la ternura y el humor como los mejores amuletos y reductos de humanidad. Dieciséis historias escritas con la sensación de quien roza con los dedos las vísceras y la piel del mundo.

Un libro con el que Manuel Rivas obtuvo el Premio de Narrativa Torrente Ballester y el Premio Nacional de Narrativa.

¿Qué me quieres, amor? es un libro magnífico y que se lee de un tirón.

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«Una prosa imaginativa y repleta de hallazgos. Una obra sensible y valiosa»

ABC

«Verdaderas piezas maestras de nuestra narrativa contemporánea. Y eso muy pocos escritores actuales lo consiguen.»

Diario 16

«¿Qué me quieres, amor?, muestra a un escritor con un buen repertorio de registros y dotado con gran sensibilidad e imaginación. Manuel Rivas sabe ver la mezcla de crueldad y ternura que suele estar detrás de los gestos humanos.»

El Mundo

En 1999 se estrenó La lengua de las mariposas, película española dirigida por José Luis Cuerda y con guión de Rafael Azcona. La película se basa en tres relatos incluidos en el libro ¿Qué me quieres, amor? Estos relatos son: La lengua de las mariposas, Un saxo en la niebla y CarmiñaEl que sirve como base de toda la película es La lengua de las mariposas dentro del cual se insertan los otros relatos, cuyo nexo de unión será Moncho, protagonista de La lengua de las mariposas.

Tráiler de la película

«Los libros son como un hogar. En los libros podemos refugiar nuestros sueños para que no se mueran de frío.» Frase pronunciada en la película por Don Gregorio, el maestro

SINOPSIS

En el relato que da título al libro, un joven, incapaz de comunicar su amor, cuenta su historia después de fallecer en un atraco frustrado. Un viajante, vendedor de lencería, espera ansioso al volante la reaparición del hijo huido y recibe la milagrosa ayuda de un héroe del rock. El misterio de la luz de un cuadro, La lechera de Vermeer, devuelve a un escritor al regazo de la madre. El amor más carnal de Carmiña, con la incómoda presencia de su perro Tarzán. Un niño tiene su mejor aliado y amigo en un televisor portátil. Un músico de saxo encuentra el don de la música en la mirada de una muchacha. La lengua de las mariposas, uno de los cuentos que dio origen al guión de Rafael Azcona para la película del mismo nombre, es de una belleza sublime. Según Carlos Casares, este cuento podría figurar en una antología de los mejores relatos de la literatura universal. Una amistad fraternal entre un escolar y un maestro anarquista, que nace de la mutua curiosidad por la vida de los animales, es destrozada por la brutalidad de 1936.

MANUEL RIVAS

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       © Xosé Abad

Manuel Rivas nació en A Coruña. Desde muy joven trabajó en prensa y sus reportajes y artículos están reunidos en El periodismo es un cuento (1997), Mujer en el baño (2003) y A cuerpo abierto (2008). Una muestra de su poesía está recogida en la antología El pueblo de la noche (1997) y La desaparición de la nieve (2009). Como narrador obtuvo, entre otros, el Premio de la Crítica española por Un millón de vacas (1990), el Premio de la Crítica en Gallego por En salvaje compañía (1994), el Premio Nacional de Narrativa por ¿Qué me quieres, amor? (1996), el Premio de la Crítica española por El lápiz del carpintero (1998) y el Premio Nacional de la Crítica en Gallego por Los libros arden mal (2006), considerada como una de las grandes obras de la literatura gallega y elegida Libro del Año por los Libreros de Madrid. Todo es silencio (2010) fue finalista del Premio Hammett de novela negra. En 2011, Alfaguara publicó sus cuentos reunidos bajo el título Lo más extraño. Su última novela es Las voces bajas (2012).

FRAGMENTOS DEL LIBRO

«Amor, a tí vengo ahora a quejarme / de mi señora, que te envía / donde yo duermo siempre a despertarme / y me hace sufridor de tan gran pena. / Ya que ella no me quiere ver ni hablar / ¿qué me quieres, Amor?»

«Sueño con la primera cereza del verano. Se la doy y ella se la lleva a la boca, me mira con ojos cálidos, de pecado, mientras hace suya la carne. De repente, me besa y me la devuelve con la boca. Y yo que voy tocado para siempre, el hueso de la cereza todo el día rodando en el teclado de los dientes como una nota musical silvestre.»

¿Qué me quieres, amor?

«»Estoy segura de que pasa necesidades», decía mi madre por la noche. «Los maestros no ganan lo que tendrían que ganar», sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. «Ellos son las luces de la República». «¡La República, la República! ¡Ya veremos adonde va a parar la República!»

Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía.»

La lengua de las mariposas

«¡Vete de ahí, Tarzán!, decía ella entre risas, pero sin apartarlo. ¡Vete de ahí, Tarzaniño! Y entonces, cuando el perro resoplaba como un fuelle envenenado, Carmina se apretaba más a mí, fermentaba, y yo sentía campanas en cualquier parte de su piel. Para mí que las campanadas de aquel corazón repicaban en el cobertizo y que, llevadas por el viento, todo el mundo en el valle las estaría escuchando. »

Carmiña