“En la carrera”, de Felipe Trigo

¡Oh, sí, en la carrera..., en igual carrera de fijación de porvenir estaban unos y otros!

En la carrera es, junto con El médico rural y Jarrapellejos, una de las mejores novelas de Felipe Trigo.

En la carrera (1909) y El médico rural (1912) son dos narraciones consecutivas en las que el escritor extremeño nos cuenta sus experiencias como estudiante de medicina en Madrid y sus primeros años de ejercicio profesional en tierras extremeñas.

En la carrera nos narra las peripecias de Esteban, joven estudiante de Badajoz, que se traslada a Madrid para estudiar medicina en el Hospital de San Carlos. Allí encontrará un ambiente lleno de diversiones y poco propicio para la buena marcha de sus estudios.

La novela está plagada de elementos autobiográficos. A pesar de que buena parte de misma transcurre en Madrid, Extremadura y sus gentes van a estar muy presentes en la trama de la historia. Trigo se nutre para este libro de personajes y experiencias que conoció o vivió en su tierra.

El escritor villanovense nos traslada al ambiente y a la forma de vida del Badajoz de la época, y nos ofrece hermosas estampas de la capital pacense y de otros paisajes extremeños. Introduce, además, la variante del extremeño en el que se expresan algunos de los personajes populares en sus conversaciones.

«Ganó el alto del cerro y dio vista a Badajoz. Se había desorientado un poco. Conocía casi un tercio de provincia palmo a palmo, y no, sin embargo, aun teniéndolos en las narices, estos campos de por la Puerta Trinidad, que acababa de recorrer y que no tenían facha de mineros. Sus bolsillos venían llenos de pedruscos -por si acaso-. Se sentó. Iba borrándose el crepúsculo y lucía la luna plateando allí abajo el Rivilla, a la derecha el Guadiana, y el Jévora más lejos. Tenía enfrente los murallones del Castillo y el Huerto del Manco. Luego volvía por el mismo sitio a la ciudad.»

Como señala Santiago Castelo en el prólogo de esta edición, «Badajoz aparece siempre al fondo, con sus miserias y sus alegrías, vagamente dibujados. Siendo esta la novela del estudiante extremeño en Madrid, será, sin embargo, la novela más badajocense de Felipe Trigo; porque, incluso cuando la descripción vaga como un oleaje por la calles de la Villa y Corte, no deja de aparecer en cada resquicio el poderío –a veces siniestro– de la pequeña capital provinciana.»

Puede entenderse En la carrera como una novela de aprendizaje. Esteban, el joven estudiante, y Antonia, su novia de Badajoz, aprenderán, en muchas ocasiones, a base de golpes, recibiendo «las duras lecciones de la vida».

La historia contiene una importante carga de crítica social. En ella, Trigo arremete contra la hipocresía y doble moral de una sociedad cruel y represora, y critica la pésima iniciación sexual de la juventud.

En fin, una gran novela, una de las mejores de uno de los más grandes novelistas que ha tenido Extremadura. Muy recomendable.

SINOPSIS

Situada en la historia de la literatura junto a otras dos novelas emblemáticas de Felipe Trigo ambientadas en áreas rurales abandonadas a su propia involución (El médico rural, 1912 y Jarrapellejos, 1914), En la carrera (1909) nos ofrece un notable contraste entre el mortecino Badajoz provinciano y el Madrid confiado y frívolo de finales del siglo XIX, ciudades por las que los jóvenes protagonistas transitarán en una ciega “carrera”, sometidos a una malsana ética de las apariencias que les llevará de la inocencia al infortunio.

FELIPE TRIGO

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Felipe Trigo nació en Villanueva de la Serena (Badajoz) en 1864. Estudió Medicina en el Hospital San Carlos de Madrid, dedicándose a ejercer como médico rural. Más tarde, ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar, siendo destinado a Sevilla y Trubia, y marchando posteriormente como voluntario a Filipinas. Herido gravemente, regresó a España con el grado de Coronel, retirándose en el año 1900 y asentándose en Mérida, residencia que compartió con Madrid, dedicándose de lleno al periodismo y la escritura, y obteniendo gran popularidad y éxito.

Emparentado con los narradores regeneracionistas y noventayochistas. Felipe Trigo (1864) es autor de una notable obra literaria, tan intensa como corta en el tiempo, que alcanza sus mejores logros en las novelas de ambiente regional: En la carrera (1909). El médico rural (1912) y, especialmente, Jarrapellejos (1914). 

Trigo fue, en definitiva, un extremeño inquieto y de gran talento, que murió trágicamente en 1916, cuando se suicidó en pleno éxito literario

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     Bordeaban el Guadiana. Había molinos, encinas, toros, chopos y sauces en las riberas. El sol esplendía sobre su triunfo de la niebla en un paisaje idílico. Desde un prado de esmeraldas, tres grullas miraron al tren. Junto a un paso a nivel desmandóse en dispersión un hato de carneros. Y el tren, el «rápido», seguía… veloz, triunfaba, imponente… Pitaba y no cesaba de cruzar alcantarillas. La histórica ciudad surgió detrás de un enorme puente de hierro de otra línea. Cruzó el «rápido» otro puente de hierro, al lado del puente de piedra de un arroyo, y aún Esteban vio admirado otro gran puente lejano… como si fuese Mérida la ciudad de los arcos y los puentes. El viajero iba de un lado a otro del coche, para no perder cosas nuevas. Un acueducto romano, huertas, alamedas, la estación y otro acuerdo romano, más allá, y uno árabe. Bella y blanca, Emérita Augusta, coronábase de torres y palmeras; sus casas próximas, alineadas ante una extensa tapia que pregonaba anuncios industriales, eran depósitos de comercio y rientes hotelillos rodeados de verdor…

       […]

     Odió a Madrid con toda el alma. Harto de ver calles y paseos con Luis y con la Burra, penetrado de frío hasta los tuétanos, deambulaba cada tarde bajo el peso de un aburrimiento colosal. A los coches y palacios y alegrías incomprensibles, sólo él profundizábales su fugacidad y su limitación de anfiteatro…, de muerte. Luis prefería, por cálculo de higiene, las grandes caminatas por el campo, por las cercanías del Hipódromo, por Vallecas, por los dos Carabancheles…, al sol. ¡Qué burla de campo y de sol al lado de los extremeños! Porque lo singular en la reacción de Esteban era que todo lo de la corte, gentes y cosas, que al llegar le obsesionaban como parecidas en una amplificación magnificente a las de Badajoz, impresionábanle, al fin, con una vil desemejanza rabiosa, irreductible…, en otra obsesión evocadora de plácidas sencilleces que hubiera él para siempre perdido. Por volver a Badajoz hubiera dado medía vida. Consideraba el número de días que faltaban hasta junio, y ahogábasele el corazón en la inmensidad del tiempo y de esa insípida ciudad que hubiese antes de matarle de tedio y desafecto. Nadie le conocía, ni nada le importaba a él. Hasta los buenos camaradas de allá, del Instituto, volvíanse aquí egoístas, recelosos. Le había propuesto a la Burra cambiar de alcoba, pretextando su intimidad con Luis, y ni uno ni otro accedieron: en primer lugar, alegaban que ellos dos pagaban menos junto al comedor, y cuando les allanó el obstáculo la aclaración de que él sería quien siguiese pagando igual, a pesar del trueque, disculpábase la Burra con reparos sobre si Eduardo resultábale o no engreído por demás con su apellido de estirpe y sus pujos de elegancia… En cuanto a Mazo, la Burra también había descubierto la arteria de su generosidad; al explícarle a Esteban: «¡Bah, te ha regalado los libros y esas cosas porque eres también de Badajoz, como él, y busca que le guardes el secreto de su estudio! ¡Mira si me las negaba a mí, que le he sacado el esqueleto a fuerza de rogar, y haciéndome más falta!»

     […]

    Su vida se había fijado en una armonía de orden sin dinero; pero armonía forjada en desengaños y tormentos sobre una conformidad estoica. Si la dicha está en la paz, era dichoso. Un gran maestro, Madrid. En cuatro meses le había enseñado más que Badajoz en tantos años. Agotadas las sensiblerías que púsole en vaporización violenta este gran pueblo, consideraba cada cosa bajo una significación que se avenía bastante bien con las demás: lo mismo la carnicería de San Carlos y las estatuas y el sol, que sus lujurias fugaces con la asturianucha Andrea y sus ansias puras por los niños. ¡Todo de la vida… de la amplia! Vida tan vasta y una en el fondo. Se le había ocurrido un tarde volver a San Francisco, y le costó trabajo creer que un cura, si le confesase, llegara a tomar como pecado que se acostase él con la asturiana. Esto era a lo sumo… «buen estómago» por parte de quienes apechugaban con semejante bicharraco, la Burra también, y Morita. La religión debía de estar equivocada en sus rigores. ¿Cómo iba a ser pecado una cosa que sin perjudicar a nadie venía para él a convertirse en base de su orden y en salud? Estaba más gordo. La Burra, lo mismo, más lúcido, y desde antes. Ágiles los dos, hasta para el estudio, como unas máquinas a las que de un modo natural se les quitan las escorias. La misma fealdad de Andrea los contenía. 

      […]

     ¡A los hombres así, podrían abandonárseles la muchachas por las rejas!… Él no había avanzado un paso en el calvario de su amor sin ver anticipadamente qué grado de venturas para Antonia afianzaría. En cambio, Sergio, Ahumada, Ruiz…, los demás de Badajoz y aquellos paisanos de la corte, rabiaban por tener cualquier secreto y pregonarlo…, y cuando no, lo inventaban. Sergio contaba horrores y mentiras de Charito López, su novia del pasado invierno, y prima hermana. ¿No era casi reciente en Badajoz la historia de aquella Juana, artesanita, que se mató al verse despreciada, porque dos novios jactáronse de haberse acostado con ella… y se vio en la autopsia que era virgen!

    Se indignaba Esteban. ¡Pobres muchachas! ¡Carrera de ellas, y única carrera, cuesta arriba de su honor, esta de la boda, el calumniarlas era algo tan criminal y tan cobarde como calumniar a un estudiante con calumnia de tal laya que le echasen de la universidad!

    ¡Oh, sí, en la carrera…, en igual carrera de fijación de porvenir estaban unos y otros!

   Triste y mudo entre la alegría de los amigos, pensaba estas cosas crueles; pero al fin, procuraba aturdirse dando tiros, nadando, bebiendo copas…, haciendo las mismas insípidas majaderías que los demás. Los tiros, por las mañanas, en los fosos. Habían comprado dos cajas de pistolas de combate. Al blanco, y apuntando, a la señal o la voz. Habían comprado también un Lances entre caballeros, y lo leían por las siestas. Idea de los cadetes, que no se quitaban nunca el uniforme y que ya iban sabiendo andar sin que se les metiese el sable entre las piernas…; pero pistolas y cadetes y paisanos tenían que salir alguna vez más que a la uña delante de los toros del encierro… Y entonces, o mejor dicho, después, el artillero y el infante, no enterados aún de la Ordenanza, trababan discusiones sobre si estuviese o no permitido que un militar huyese de los toros… ¡Diablo, a no estarlo tampoco parecíale a Esteban menos dura esta carrera que la suya con los muertos!

FUENTES

  • Castelo, S. Prólogo de En la carrera. Badajoz, Carisma, 2002
  • Pecellín Lancharro, M. Literatura en Extremadura, II. Badajoz, Universitas, 1981
  • Viola, M.S. Medio siglo de Literatura en Extremadura: 1900-1950. Badajoz, DPDB, 1994