“El niño que robó el caballo de Atila”, de Iván Repila

«Parece imposible salir, dice. Y también: Pero saldremos.»

El niño que robó el caballo de Atila es una novela del escritor bilbaíno Iván Repila publicada en 2013 por la editorial Libros del Silencio. Entonces el libro pasó casi desapercibido, sin embargo, en el año 2017, Seix-Barral recuperó la novela en una cuidada edición.

Dos hermanos, a los que el narrador llama Grande y Pequeño, luchan por salir del fondo de un pozo, de unos siete metros de profundidad y en forma de pirámide, que se encuentra en el centro de un bosque. Para poder sobrevivir, se verán obligados a ingerir hormigas aplastadas, pequeños gusanos, caracoles, larvas y raíces, y a beber el agua que se filtra por las paredes del pozo.

Repila utiliza un lenguaje preciso y elaborado, poético a veces, para ofrecernos una historia intensa y descarnada con un alto contenido simbólico. Muy recomendable.

    «—Debes saber hermano, que soy el niño que robó el caballo de Atila para hacer unos zapatos con sus cascos y lograr así que la hierba nunca más creciese por donde yo pisara. Muchos hombres viles me temieron como al azote de un dios, porque sequé su tierra y su semilla en mis largos paseos por el mundo.»

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SINOPSIS

Dos hermanos, el Grande y el Pequeño, luchan por salir del pozo en el que han sido confinados en mitad de un bosque. A pesar del hambre, no prueban el contenido de una bolsa de víveres que descansa en el fondo cenagoso del agujero. Se alimentan de lo que proveen las paredes húmedas y arcillosas, y beben agua con sabor a tierra. Que sobrevivan o no depende de su fortaleza y de su ingenio. A través de una trama sencilla de gran poder metafórico y de una prosa de enorme belleza, esta impactante fábula para adultos encierra una incisiva reflexión sobre la condición humana.

    «¿No sientes el líquido que nos rodea como si fuéramos fetos? Estas paredes son membranas y flotamos entre ellas, nos damos vuelta a la espera de nuestro alumbramiento prorrogado. Este pozo es un útero, tú y yo estamos por nacer, nuestros gritos son los dolores del parto del mundo. »

IVÁN REPILA

Bilbao, 1978. Escritor, editor y gestor cultural. Autor de las novelas: Una comedia canalla (Libros del Silencio, 2012); El niño que robó el caballo de Atila (Libros del Silencio, 2013; Seix Barral 2017), traducida al italiano, francés, inglés, coreano, holandés, rumano, japonés y persa; Prólogo para una guerra (Seix Barral, 2017) y El aliado (Seix barral, 2019). Autor de relatos publicados en el diario El Correo, el Premio Bizkaidatz de la Diputación de Bizkaia y en las antologías El Quijote a través del espejo (2016), Historias de San Mamés (2015) e Ilustrofobia (2014).

Articulista habitual en la revista Primer Acto y en el diario Bilbao. Cofundador de la editorial Masmédula Ediciones, especializada en poesía. Autor de las obras de teatro Diez y Huésped, que se representaron en el Pabellón 6 de Bilbao.

Gestor cultural para diversos organismos e instituciones nacionales e internacionales en la producción, coordinación y dirección de congresos, encuentros y festivales de teatro, música y danza. Profesor de literatura en talleres de lectura y escritura creativa para distintas escuelas del País Vasco.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

    «El bosque limita al norte con una cordillera y está rodeado de lagos tan grandes que parecen océanos. En el centro del bosque hay un pozo. El pozo tiene unos siete metros de profundidad y sus paredes irregulares son un muro de tierra húmeda y raíces que se angosta en la boca y se ensancha en la base, como una pirámide desocupada y roma. Su lecho gorgotea el agua oscura que se filtra desde venas remotas hasta las galerías que afluyen al río, dejando un poso terrizo que nunca se detiene y un fango moteado por burbujas cuyo chasquido devuelve al aire el perfume de los eucaliptos. Quizá por la presión de las placas continentales o por el remolino de una brisa continua,las pequeñas raíces se mueven y giran y señalan con una danza lenta que acongoja, pues evoca la entraña de los bosques digiriendo lentamente el mundo.»

    […]

    «Durante cuatro días el sol abrasa los campos, da fuertes manotazos de cobre sobre los árboles y seca el pozo. El agua que se filtraba a través de la tierra se convierte primero en barro, y después en grumos de arena negra. Cuando no queda nada que beber, los dos hermanos interrumpen su rutina diaria para chupar las raíces que asoman por las paredes hasta que la boca les sabe a carbón.

    —No estoy bien, dice el Pequeño.

    —Lloverá.

    Conocen bien esta tierra, los comportamientos del cielo bajo el que han crecido, los tiempos de las nubes. Saben que en este mes un sol feroz significa la llegada inminente de una tromba de agua. Lloverá por-que siempre llueve cuando la carne se despelleja, y porque en estos campos parece gobernar una mecánica del sufrimiento, según la cual a toda decisión de la naturaleza le replica su contraria. Por este motivo las personas son, aquí, severas de piel y de carácter, y enfrentan las sanciones que les impone la tierra con rigurosa paciencia, sin demandas ni quejas, aunque ello les suponga una fractura en la comunicación emocional, en el contrato humano de la convivencia y en la gestión de los afectos. Los hermanos son prueba de ello. Han dejado de mirarse a los ojos, de buscarse en el otro como hacían los primeros días. Las muestras de cariño son innecesarias cuando rige la conservación. El amor como un pacto de silencio donde se administran violencias propias de un reptil, de un cocodrilo viejo.

    —¿Tú me quieres?, pregunta el Pequeño.

    —Lloverá.»

 

“Crimen y castigo”, de Fiódor M. Dostoievski

Crimen y castigo es la primera de las grandes novelas escritas por el ruso Fiódor M. Dostoievski y probablemente la más conocida y famosa de todas ellas. Fue publicada por entregas, entre enero y diciembre de 1866, en la revista El mensajero ruso. Un año después aparecería la primera edición independiente.

El protagonista de la historia es el joven Raskólnikov, un antiguo estudiante que lleva una existencia de pobreza y abandono y que malvive en una miserable buhardilla en San Petersburgo.

Movido por ciertos principios teóricos, Raskólnikov decide asesinar a una prestamista de la ciudad, una anciana perversa y mezquina, no sólo con el propósito de robarle, sino por considerar que con su muerte prestaría un gran servicio a la humanidad, lo que justificaría el asesinato y le permitiría no sentir ningún tipo de remordimiento por su acción.

Raskolnikov y Marmeladov. Ilustración de Mijaíl Petrovich Klodt

    —Por su extravagancia. En cambio, a esa maldita vieja, la mataría y le robaría sin ningún remordimiento, ¡palabra! —exclamó con vehemencia el estudiante.

    El oficial lanzó una nueva carcajada, y Raskolnikof se estremeció. ¡Qué extraño era todo aquello!

    —Oye —dijo el estudiante, cada vez más acalorado—, quiero exponerte una cuestión seria. Naturalmente, he hablado en broma, pero escucha. Por un lado tenemos una mujer imbécil, vieja, enferma, mezquina, perversa, que no es útil a nadie, sino que, por el contrario, es toda maldad y ni ella misma sabe por qué vive. Mañana morirá de muerte natural… ¿Me sigues? ¿Comprendes?

    —Sí —afirmó el oficial, observando atentamente a su entusiasmado amigo.

  —Continúo. Por otro lado tenemos fuerzas frescas, jóvenes, que se pierden, faltas de sostén, por todas partes, a miles. Cien, mil obras útiles se podrían mantener y mejorar con el dinero que esa vieja destina a un monasterio. Centenares, tal vez millares de vidas, se podrían encauzar por el buen camino; multitud de familias se podrían salvar de la miseria, del vicio, de la corrupción, de la muerte, de los hospitales para enfermedades venéreas…, todo con el dinero de esa mujer. Si uno la matase y se apoderara de su dinero para destinarlo al bien de la humanidad, ¿no crees que el crimen, el pequeño crimen, quedaría ampliamente compensado por los millares de buenas acciones del criminal? A cambio de una sola vida, miles de seres salvados de la corrupción. Por una sola muerte, cien vidas. Es una cuestión puramente aritmética. Además, ¿qué puede pesar en la balanza social la vida de una anciana esmirriada, estúpida y cruel? No más que la vida de un piojo o de una cucaracha. Y yo diría que menos, pues esa vieja es un ser nocivo, lleno de maldad, que mina la vida de otros seres. Hace poco le mordió un dedo a Lisbeth y casi se lo arranca.

    —Sin duda —admitió el oficial—, no merece vivir. Pero la Naturaleza tiene sus derechos.»

Sin embargo, a la hora de llevar a cabo su propósito, se ve obligado a matar también a la hermana de la vieja usurera, que aparece en el lugar en el momento del crimen. Incapaz de soportar la culpa, Raskólnikov sólo encuentra en la confesión del asesinato de las dos mujeres, la manera de tranquilizar su conciencia.

Crimen y castigo es una de las obras cumbres de la literatura universal. Una excelente novela con un fuerte contenido social, moral y filosófico, en la que su autor realiza un profundo análisis psicológico del joven protagonista. Una lectura absolutamente recomendable.

SINOPSIS

    —Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que pase, y di en voz alta: «¡He matado!» Entonces Dios te devolverá la vida.

Partiendo de un original titulado Los borrachos concebido para tratar el tema del alcoholismo en la familia, Crimen y castigo fue escrita por Dostoievski en una época de deudas y penurias muy particular: acababa de morir su hermano, tenía que ayudar a mantener a su viuda e hijos, estaba también escribiendo El jugador, y se vio obligado a recurrir, ante la negativa de otros, al editor de la revista El Mensajero Ruso, con quien estaba enemistado. Allí la publicó en 1866 y hoy es, incuestionablemente, su obra más conocida.

La relegación del alcoholismo a un segundo plano puso, sin embargo, en primera línea a Raskólnikov, uno de los mitos de la literatura del XIX: un joven de veintitrés años, inteligente, cultivado y «extraordinariamente bien parecido», pero andrajoso, dejado, negligente con sus estudios y tristemente alojado en un cuartucho. Desde el principio acaricia el plan de robar y matar a una mezquina usurera, pensando que su despreciable moralidad y el buen servicio que podría dar a los bienes robados justifican el crimen. Una vez cometido, sin embargo, nada sale según lo previsto: el crimen se revela «escasamente monumental», el criminal oscila entre la arrogancia, el cansancio y el delirio, y tal vez no se salve de la investigación policial. ¿Tiene el joven «el talento de pronunciar en su medio una nueva palabra», como a veces pretende, o es «un piojo esteta, y nada más»? En el deambular de Raskólnikov por San Petersburgo, en sus idas y venidas, en sus vueltas y más vueltas, hay un extravío literal… aunque al final revele tener, como la propia novela, un rumbo, una recóndita meta.

FIÓDOR DOSTOIEVSKI

Fdor Mijailovich Dostoievski nació el 11 de noviembre de 1821 en Moscú (Rusia), el segundo de siete hijos de Mijaíl Dostoievski, un médico de carácter severo que trabajaba en el hospital para pobres Mariinski de la capital rusa, y su esposa María Fiódorovna. Cuando Fiódor contaba once años de edad, su padre adquirió unas tierras en la aldea de Darovoye, en la provincia de Tula, y la familia se mudó allí. Junto a su hermano Mijaíl, ingresó en 1834 en el pensionado de Chermark para realizar los estudios de secundaria. Sin embargo, su madre falleció prematuramente de tuberculosis tres años más tarde, y su padre, sumido en la depresión y el alcoholismo, decidió enviarlos a la Escuela de Ingenieros Militares de San Petersburgo, donde el joven Fiódor comenzó a apasionarse por la literatura, con las lecturas de Shakespeare, Víctor Hugo o E.T.A. Hoffmann, y a escribir sus primeros textos. Tan solo dos años después, en 1839, recibió la noticia de la muerte de su padre quien, al parecer, fue asesinado por sus propios siervos tras uno de sus arranques violentos cuando se hallaba borracho. Finalizó sus estudios de Ingeniería en 1843, logrando el grado militar de subteniente. Luego se incorporó a la Dirección General de Ingenieros en San Petersburgo, aunque también trabajó como traductor. En 1846 publicó su primera novela, Pobres gentes, que tuvo un efímero éxito. Tres años después, fue encarcelado por pertenecer a un grupo intelectual llamado el Círculo Petrashevski, acusado de conspirar en contra del zar Nicolás I. Fue condenado a muerte, aunque finalmente la pena fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en Siberia, donde pasó terribles momentos y se refugió en la lectura de la Biblia. Liberado en 1854, volvió al ejército como soldado raso. Los siguientes cinco años los pasó como cabo en el Batallón de la Séptima Línea del Regimiento estacionado en la fortaleza de Semipalatinsk en Kazakstán. Durante este tiempo conoció a María Dmitrievna Isaeva, con la que se casó posteriormente. Dostoievski regresó a San Petersburgo en 1860, donde fundó junto a su hermano varios periódicos literarios sin repercusión alguna. La presión de los acreedores le hizo dejar el país y viajar por Berlín, París, Ginebra, Turín, Florencia y Viena, antes de volver de nuevo a San Petersburgo. La temprana muerte de su esposa, en 1864, y la de su hermano tan solo un año después, fueron un duro golpe al que se sumaron las deudas contraídas. Se sumió en una profunda depresión, a la par que acumulaba más y más deudas en los salones de juego, adicción que le llevó a escribir la novela El jugador, publicada en 1867. Poco antes había comenzado también la redacción de Crimen y castigo, su obra magna, que publicó por partes en la revista El mensajero ruso con gran éxito. Volvió a casarse con Anna Grigórievna, con la que se trasladó a Ginebra. La primera hija del matrimonio falleció al poco de nacer en 1868, lo que resultó un nuevo mazazo emocional para el escritor. La pareja viajó por Italia y recalaron en Dresde en 1869, donde nació su segunda hija. Dostoievski siguió escribiendo y publicando, gracias a lo cual la familia pudo sobrevivir a duras penas. El idiota, El eterno marido, o Los endemoniados fueron los títulos que vieron la luz en esta época. La pareja volvió a Rusia en 1871, donde nació su primer hijo varón, y Fiódor se encargó de la redacción de un semanario, a la vez que publicaba Los demonios a través de su propia editorial con un considerable éxito. Su última obra, considerada por él mismo como su mejor trabajo, fue Los hermanos Karamázov, finalizada pocos meses antes de su muerte, ocurrida el 9 de febrero de 1881 en San Petersburgo.

OTROS FRAGMENTOS DE LA NOVELA

     Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
    —He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí… ¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!
    —¡Está usted loco! —exclamó Zamiotof.
    Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.
    —¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? —preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad.
    Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.
    —¿Es posible? —preguntó en un imperceptible susurro.
    Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.
   —Confiese que se lo ha creído —dijo en un tono frío y burlón—. ¿Verdad que sí? ¡Confiéselo!
   —Nada de eso —replicó vivamente Zamiotof—. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
   —¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree menos que nunca.
    —No, no —exclamó Zamiotof, visiblemente confundido—. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
         […]
    Él se volvió hacia ella y la miró fijamente, con una expresión singular.
   —¿Lo adivinas?
  Una nueva sonrisa de impotencia flotaba en sus labios. Sonia sintió que todo su cuerpo se estremecía.
    —Pero usted me…—balbuceó ella con una sonrisa infantil—. ¿Por qué quiere asustarme?
   —Para saber lo que sé —dijo Raskolnikof, cuya mirada seguía fija en la de ella, como si no tuviera fuerzas para apartarla—, es necesario que esté «ligado» a «él» … Él no tenía intención de matar a Lisbeth…La asesinó sin premeditación… Sólo quería matar a la vieja… y encontrarla sola… Fue a la casa… De pronto llegó Lisbeth…, y la mató a ella también.
    Un lúgubre silencio siguió a estas palabras. Los dos jóvenes se miraban fijamente.
    —Así, ¿no lo adivinas? —preguntó de pronto.
    Tenía la impresión de que se arrojaba desde lo alto de una torre.
    —No —murmuró Sonia con voz apenas audible.
    —Piensa.
    En el momento de pronunciar esta palabra, una sensación ya conocida por él le heló el corazón. Miraba a Sonia y creía estar viendo a Lisbeth. Conservaba un recuerdo imborrable de la expresión que había aparecido en el rostro de la pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y ella retrocedía hacia la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarse a llorar, fija con terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. Así estaba Sonia en aquel momento. Su mirada expresaba el mismo terror impotente. De súbito extendió el brazo izquierdo, apoyó la mano en el pecho de Raskolnikof, lo rechazó ligeramente, se puso en pie con un movimiento repentino y empezó a apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su espanto se comunicó al joven, que miraba a Sonia con el mismo gesto despavorido, mientras en sus labios se esbozaba la misma triste sonrisa infantil.
    —¿Has comprendido ya? —murmuró.
    —¡Dios mío! —gimió, horrorizada.
    Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en la almohada.
          […]
      Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido durante el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos elegidos. (…) La epidemia seguía extendiéndose, devastando. En todo el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva raza humana, a renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.